CARTAS DE MARTÍ

...continuación 2...

     Vanderbilt no cuida de estas cosas, no tanto porque desdeñe la fama y quehaceres de filántropo de oficio,[18] como porque, de ver desde que nació, aduladores y viles a los hombres a su alrededor, ni le despiertan interés, ni le inquietan o alcanzan sus censuras. No tiene el ansia angélica de los espíritus generosos. No tiene el arte de la bondad.

     Pero hace bondades colosales, simplemente. Como no ha padecido, no conoce a los que padecen. Para ser caritativo, se necesita haber sido infortunado. Y a Vanderbilt se debe disculpar porque los hombres, vistos desde arriba, vistos desde cualquier género de altura, dan tristeza:—“¿A qué quieren que me apresure—decía Barrios, el tirano de Guatemala, un domingo por la mañana—para recibir esos perros que vienen a comer las migajas de mi mesa?”:[19]—sus ministros, sus magistrados, sus empleados, sus aspirantes, ¡gente brava toda, que bajo hombre semejante tiene el valor de vivir! ¡gente muy brava!

     Vanderbilt acaba de hacer ahora dos bondades. La primera ha sido, regalar al Colegio de Medicina de New York, que es mísero y no da médicos de monta, quinientos mil pesos, doscientos mil en terreno, para que levante un edificio, y en un cheque que incluyó en la carta de donación, trescientos mil. Tenía la carta unos veinte renglones. Más sonada aún y celebrada,—por estar hecha en favor de persona prominente, y con esa delicadeza que dobla los beneficios,—ha sido su bondad con el general Grant, a quien el fumar tabaco ha hinchado y puesto a punto de cáncer, la lengua,—y las amarguras pecuniarias, que en su momento fueron contadas a La Nación,[20] tienen enfermo de espíritu. Se recuerda la quiebra famosa de la casa de Grant y Ward, en que aquel permitió a sabiendas, por salvar acaso a sus hijos comprometidos, que el bribón Ward usase de mala manera de su nombre. Recuérdase el pánico a que aquella quiebra dio origen: los bancos que se cerraron: las quiebras y suspensiones que les siguieron: el préstamo de $150 000 que Vanderbilt hizo personalmente a Grant para cubrir los pagos de un día del Banco a que la casa de Grant y Ward debía 600 000. De manera que, como Banco y casa vinieron abajo, Grant quedó debiendo por su propia cuenta a Vanderbilt $150 000. Tiene honor, el viejo soldado; y empeñó al punto a Vanderbilt cuanto le quedaba de la hacienda de su mujer y de la suya propia; sus casas, su finca de campo, los regalos que en su viaje imperial le hicieron en todas partes del orbe, las copas labradas que le dieron las ciudades inglesas, la caja de oro en que le entregaron su acta de ciudadanía de Dublín, las medallas acuñadas en su honor, los dos caballos blancos, de ojo vivo y caña aérea, que le envió el Jedive. Hizo Vanderbilt cual si de veras aceptaba los empeños, para que, como su deuda era privilegiada, no pudieran echarse sobre la propiedad otros acreedores de espíritu ruin; y luego que pasó lo empeñado a su poder, pidió permiso a la esposa de Grant para ofrecerle, en dominio absoluto, las pertenencias del marido: “y pasen, dijo, cuando el general lo desee, a poder del Gobierno de la Nación los recuerdos históricos que demuestran cómo supo servirla uno de sus más ilustres hijos”.

     Negóse el general, que, aunque pareció aceptarla al principio, se había resistido ya también a recibir de sus amigos la suma que estos, entre los que en New York y Philadelphia estiman a Grant en mucho, tenían casi reunida para pagar a Vanderbilt su crédito.—Insistió Vanderbilt; y Grant cedió; pero la esposa ha renunciado el donativo finalmente. Acomodo ha de haber: las medallas y regalos irán al Gobierno: Vanderbilt se ha hecho amable: ya los paseantes de la Quinta Avenida[21] hallan menos insolentes los feos embutidos de oro que decoran un balconete interior de la fachada de su casa oscura.

     Los hombres, uno a uno, son tristes de ver: en conjunto, admiran. Y como el infortunio acrisola, y no hay lavador de culpas como la desdicha, los adversarios más fieros de la política desdeñosa, marcial y adquisitiva de que consejeros adustos hicieron a Grant representante, arrían banderas, y saludan con ella al enemigo vencido. Él, como aquel mísero general Santa Anna en sus últimos años, tiene ya los labios apretados, como si airado de no haber podido gobernarla a su antojo, no quisiese ya cambiar palabras con la vida. Él, luego que se vio en la mano, resplandeciente como si estuviera hecha de estrellas, la espada con que ganó la libertad de los negros y restableció su nación,—soñó, hecho ya a andar a caballo, que debía entrar a saco, disimulando el arma bajo tratados y convenios como el toreador su espada bajo la muleta, por cuantas tierras baña el mar y orean los cuatro vientos en los alrededores de Norteamérica. Soñó con Alejandro y con Aníbal: —y se apaga, de la tristeza de no serlos.—Mas la nación, que vio con inquietud y disgusto, cuando no con ira, su parcialidad para con sus secuaces, y las tentativas con que hubiera deslucido su propia gloria y la de la República,—no olvida, cuando lo ve desconsolado y esquivo, al que fue grande y clemente en Appomattox, juntó sin ira la República deshecha, y salvó para la libertad, con propósito o sin él, el pueblo único donde impera ampliamente. Cuando lo han visto sufrir, se han apretado todos a él; y en el Senado, donde ya habían hablado mucho de esto, un anciano de calva cabeza y barba blanca pidió a los senadores conmovidos la inclusión del general Grant en la lista de retiro con el sueldo pleno de General en Jefe de los Ejércitos de la República: y todos los senadores, y de los del mismo Sur, menos nueve, asintieron a la demanda de Edmunds. La Casa de Representantes ha de confirmarla, con debate agrio sin duda. Y ya se susurra que hablarán briosamente en pro oradores de fama.

 

     ¿Qué tienen los oradores americanos de este tiempo, que ni sus nombres, ni sus discursos, salen afuera? Los de Wendell Phillips, sí; y los de Webster; y los de Charles Sumner; y los de Lincoln.—Ah! lo que tienen es, que el que se preocupa excesivamente de sí, es olvidado de los demás con justicia; y el que trabaja en pro del rincón de tierra en que aprovecha y no de la tierra vasta humana en que solo la conciencia se beneficia, no merece salir, y no saldrá, de su rincón de tierra. Solo el amor penetra.

     Y es curioso ver cómo se han ido convirtiendo de oradores en lectores los representantes norteamericanos. Ya no peroran, sino leen. Tienen como vergüenza de su propia inspiración. Creen que, si dejan el vuelo a la elocuencia airosa, se les ha de acusar de romancescos e inexpertos; y, una a una, en obediencia de la demanda de abogados utilitaristas, van deponiendo, sin tristeza, las nobles pasiones. El sarcasmo y la lógica quedan solo como fuerzas acreditadas en la oratoria americana; mas la elegancia y hermosura, la olímpica majestad, la arremetida relampagueante, la gloriosa fulgencia de la palabra de Webster,—parecerían ahora dotes pampanosas y vanas, con que se hurtaba el tiempo del Congreso, señalado a más altos oficios. También la oratoria como la pintura, se rebaja. En el mundo hay, sí por Dios, más Lopes[22] que cortejan, que Cervantes[23] que resisten. Tal paga, tal manda. Quieren calculadores, que vean por la bolsa. Y como de hacer el dinero, apenas les queda tiempo para gastarlo, no gustan de que el discurso les obligue a meditar, sino de que diga las cosas en lengua pedestre, que les parece sospechosa, y como poco fidedigna, si por desventura deja paso a algún primor artístico.—De ser elegidos viven los representantes; de modo que no hacen cosa que desagrade a los que han de elegirlos:—vese, pues, que en las tierras de sufragio hay peligro de vida en no afinar y aquilatar el espíritu de los electores.

     Y con esa razón principal, esto también [es] para esta decadencia de la tribuna la parcialidad cerrada y ciega con que batallan aquí los bandos políticos; porque como se sabe lo que cada partido piensa, y de antemano se tienen recontados sus votos, vienen a ser ineficaces los discursos, y a estar como previamente desoídos por aquellos en quienes debieran influir,—de modo que no se les da ya este empleo, ni se pretende hacer vacilar con ellos la opinión de hombres que se han resignado a no tenerla propia, sino que se usa de la tribuna del Congreso como de un medio de ser oído por toda la Nación—por lo cual ha venido a ser costumbre que diputados y senadores no pronuncien, con la animación de la palabra suelta, sino lean pausada y monótonamente sus peroraciones. Sobre que apenas hay tampoco cuestión que no demande tal copia de hechos menudos, y razones de cifra, que la improvisación, y la vehemencia que va con ella, parecerían extemporáneas. No ha de decirse, sin embargo, que los oradores han muerto. Las ocasiones vengan, que los oradores se revelarán.—¿Pues cuando no tienen qué decir, qué han de decir? No hay pudor más tenaz que el de la verdadera grandeza.

     Oradores pujantes tuvieron en otro tiempo los Estados Unidos: aquel Nye, que llevaba en el pecho todas las pasiones de la muchedumbre, que le oía pasmada, y le seguía embebecida y sin aliento más que por el interés humano de la causa parcial que defendía, por aquella manera especialísima de discurrir en que ya describía cuadros queridos a la gente llana que iba siempre a escucharle, ya, pendientes aún las lágrimas de sus ojos, se las evaporaba en risas, ya desnudaba de toda virtud, a sus adversarios políticos: y parecía que quedaba marcado con hierro el hombre a quien Nye marcaba;—aquel Garfield, de griega solidez, en cuya plática maciza y bruñida ni la energía, ni la trascendencia, ni el ardiente amor a los hombres anduvieron nunca en falta;—aquel Carpenter que luego de estudiar, cincuenta y ocho horas de seguido a veces, la materia de su discurso, salía de entre volúmenes abiertos y revueltas notas a derramar su palabra caliente y meliflua, rebosante de admirables imágenes, que venían a sus labios armónica y precipitadamente, como los movimientos significativos a sus brazos, y a sus ojos encendidos las guedejas revueltas de su plateado cabello: y ya se ponía, como quien reta, las dos manos en los bolsillos de su pantalón, ya, como quien levanta un haz de flechas, las alzaba con gesto violento por encima de su cabeza, y con inspirados ademanes las abatía, sacudiéndolas, sobre sus oyentes; y aquel Lincoln, que no dijo palabra que no fuera máxima, que a todos venció en el arte de conmover a sus oyentes por medios inesperados y sencillos, que decía las cosas de manera que cada cual que las oía las tenía por suyas propias, que trajo a la oratoria aquel aroma fuerte de la selva bíblica, que en el trato de la naturaleza se consigue, aquel temido Lincoln que unió, con arte de ferrador, la claridad a la grandeza.

     Otros son los oradores de ahora, más famosos por su manera diestra de escaramucear que por esas benéficas oraciones que quedan por largo tiempo visibles y suspendidas en el aire, como aquellos escudos de los caudillos que levantados por los nervudos brazos servían como de punto de reunión y signo de victoria a las cohortes desbandadas. Ese Edmunds, que habla como quien clava con las dos manos enlazadas y caídas, empujando a veces las palabras decisivas con el índice de la mano derecha,—certero, cortés, atendido; Blaine, que no fía a la inspiración sus discursos, sino los elabora celosamente, y escribe muchas veces las mismas frases hasta que le parecen bien cuajadas, y conoce el arte de sugerir, que gana al orador la voluntad de su auditorio, por cuanto deja creer a este que de sí propio origina lo que sutilmente le va el discurso enseñando: agrupar es el medio, contenerse es la habilidad, halagar es el arte de Blaine;—Conkling, el más airoso acaso de la nueva tribuna, que sin un clásico no anda nunca, por no perder la costumbre del noble hablar, ni reconoce compañero más útil que el Diccionario[24] de Noah Webster, Conkling nunca lee sus discursos, sino que se prepara cumplidamente, antes de ellos, sin que le quede malla rota en la armadura para ningún asalto probable, ni pueda ser que el adversario sepa del caso lo que él ignore: y ya sobre estos rieles, echa sin miedo ni violencia la palabra flexible y abundosa, que se esparce en variadas ramazones, y deja de una parte y otra cabos sueltos, y caracolea, y se remonta, y se enmaraña, y ya parece perdida, cuando como guiador que está seguro de sus corceles, con un hábil golpe de mano recoge las riendas divididas, y a paso resonante y altanero llega a término feliz, así cual carrero de Grecia que detuviese sus caballos robustos, en día de buen sol, frente a la columnata del pórtico.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[18]Vanderbilt donó en 1884 un terreno en la calle 59 entre ave. 9 y 10 (ahora Columbus y Amsterdam) y $300 000 para un nuevo edificio, al Colegio de Médicos y Cirujanos de la Universidad de Columbia. Fue la mayor donación de su tipo hasta ese momento.

[19]Desde “mi mesa” hasta “empleados”, ilegible en microfilme. Se sigue la lección de OC, t. 10, p. 147.

[20]Véanse las crónicas “Sucesos de la quincena” y “Un domingo de junio”, La Nación, Buenos Aires, 16 de julio de 1884 y 2 de junio de 1885, OCEC, tt. 17 y 22, pp. 224-235 y 80-86, respectivamente, referidas este asunto. (Nota modificada por el E. del sitio web).

[21]Calle de Manhattan, en la ciudad de Nueva York.

[22]Referencia al estilo de Félix Lope de Vega y Carpio.

[23]Referencia al estilo de Miguel de Cervantes y Saavedra.

[24]An American Dictionary of the English Language. Fue publicado por vez primera en 1828. Contenía doce mil palabras y cuarenta mil definiciones no incluidas hasta entonces en publicaciones Similares.