EL CENTENARIO DE QUEVEDO

Retorcer por estiramiento, en marcha hacia el sarmiento, metamorfoseándose en fuego, fue intento en Quevedo de alcanzar la forma interna de los cuerpos. Aquella angustia formal de los gongorinos, anhelosa de una encarnación, se enrosca en la palabra quevediana con una preocupación sustantiva que cruje como forma en cada uno de sus momentos. “¿Ves la greña que viste por muceta / Erizada, y la sima en donde embosca / Armas por dientes? ¿Que la cola enrosca / y en cada uña alista una saeta?” Que los tiempos de Felipe IV eran malos, pues había que estirar todos aquellos metales que se habían convertido en árboles, en nereidas, en ríos. No la cara natural de la instalación natural, sino cuando él mismo empañado por una recepción obligada adoptaba un rostro oblicuo, un sesgo de engarabitado. La forma que había unido la sensual ornamentación de Córdoba o de Granada con la forma cortesana de Florencia, se había coruscado en llamas negras, para hacer el barroco madrileño de Quevedo o de Goya. Hacer de una decadencia una plenitud, no esconderse, aun prefiriendo los escondrijos, sino participar con ciega seguridad de vencimiento, había formado la sustancia hispánica, que afirma con una fuerza increíble que hace trescientos cincuenta años está en decadencia. Ya en sus días Quevedo sorprendía en Italia un frenesí que va en quince años. Luego esa presunta decadencia, prolongada secularmente, entraña un vigor persistente. ¿Cómo es posible que esa decadencia entrañe un tan sobrehumano vigor espermático? No será más bien el aislamiento del auge de ciertos valores que España rehusaba, que no podía ni quería incorporar al cuerpo sanguíneo de su gravedad. Por el contrario, el esplendor causalista y mecánico en que se han mantenido otras culturas, no entrañaba acaso en una dimensión más irrecusable, una decadencia que en su día motivará una ruptura, una espantosa oquedad que no sabremos después cómo llenar. Rajaban esa decadencia, testimoniándola, hombres como Quevedo, apartándose del esplendor colorista del insecto mortecino. Se retrocedía a una negrura, y se apretaba y contorsionaba lo hecho para la muerte, fortaleciéndose al entuertarse, fábrica ya del grotesco posterior. Era tanto una oscuridad como una negrura. Más conveniente la oscuridad que puede ser febril de inicio, que no la negrura que desciende sobre las cosas, no como la máscara, sino en la torcedura del grotesco. Suelen retorcerse algunos metales antes de hacerles marchar hacia la hoguera y salen aún más retorcidos y ennegrecidos. Y la oscuridad que viene a ser tan conveniente para la forma interior de los cuerpos, adquiría en Quevedo la negrura de esa oscuridad sin misterio.

     Después del mancebo, en ese desfile torcido del sueño de Quevedo, el simulador prueba también los palos del Infierno. Y como el desfile es en sueño todo está al alcance de la mano. Una increíble negrura iguala en el Infierno de Quevedo al corchete con el alquimista. Y en un momento se hace rodear por Diocleciano o Nerón, el sacristán, los retablos, los ministros, las lámparas y las lechuzas, los pellizcos, las vinajeras, las alforzas y la mano izquierda. “Estos huesos son el dibujo sobre el que se labra el cuerpo del hombre. Y, lo que llamáis morir es acabar de morir”. Y como el contemplador es uno y el desfile es incesante, cada uno va ocupando el puesto del contemplador y llega a ser en la raíz fogosa de su pueblo un desfile no contemplado por nadie. Aquí la vida y la muerte, barroco tardío, tienen el mismo hilo somnoliento, solo que, buscando diferencias, la torcedura no se convierte en espiral y ofrece la última pureza de su mueca. Que los tiempos eran malos, que no se alcanzaba nada, que no había oscuridad y sí negrura, pero se probaba la combustión de la sangre con un gesto por alcanzar esa nada, que en la substancia hispánica no podría disfrazarse con la máscara apolínea, sino que mostraba la mueca con que se le había sorprendido carnalizando a la propia muerte.

José Lezama Lima

José Lezama Lima: “El centenario de Quevedo”, Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, invierno de 1945, año II, no. 8, pp. 46-47. (En Analecta del reloj aparece publicado bajo el título “Cien años más para Quevedo”, La Habana, Orígenes, Impresores Úcar, García, s. a., 1953, pp. 244-246; La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2014, pp. 309-311).