27 DE NOVIEMBRE DE 1871
El 27 de noviembre ha sido tradicionalmente una jornada de luto oficial. Las oligarquías politiqueras que se han turnado el presupuesto hasta hoy se han esmerado especialmente en que no pase de esto. A lo sumo han tolerado, mediante una previa apología de las excelencias republicanas —y particularmente de las suyas— que se vomiten pestes de la España colonial y hasta de los propios españoles aquí radicados, sobre quienes los oradorzuelos del día han descargado los más soeces e innobles insultos, como si fueran ellos nietos del conde de Valmaseda o tuvieran algo que ver con la madre de los voluntarios. Pero siempre han preferido —por natural temor a que la evocación del horror colonial suscitase el paralelismo histórico— los oficios religiosos y las ofrendas florales, la caminata estudiantil a lo largo del Malecón florecido de mujeres y los versos alusivos.
Naturalmente, la reiteración mecánica de los mismos motivos a través de los años ha vaciado la luctuosa y sangrienta efemérides de todo contenido vital. La fecunda lección histórica que ella encierra queda así oscurecida, sin eficacia práctica alguna, ya que la mera referencia objetiva de la anécdota nada dice ni significa por sí misma.
Nuestra obligación es, cabalmente, evitar a todo trance que esa lección se pierda, que la rutina la deslustre, que el comején del mito la destruya.
¿Lección de heroísmo consciente? ¿Culminación fatal de una postura deliberadamente asumida? ¿Sentido histórico de su sacrificio?
No. Aquellos infelices mancebos —fusilados brutalmente contra paredón de La Punta, cuando aún no se habían apagado las detonaciones que tumbaron al poeta Juan Clemente Zenea en los fosos de La Cabaña— cayeron limpios de todo pecado político, exonerados de toda veleidad revolucionaria, no obstante que pueblo de Cuba se batía contra la opresión española, en desigual contienda, desde 1868.
Ni héroes ni mártires. Víctimas, exclusivamente víctimas,
Eso explica que todos, absolutamente todos, fueran al sacrificio protestando su inocencia, su desvinculación plena de la insurrección que lidiaba la Isla, y algunos hasta clamando piedad. La historia ha comprobado después la monstruosa injusticia de que fueron objeto.[1] Totalmente incierto el incidente de la tumba del odiado director de La Voz de Cuba. No habían hecho ni dejado de hacer nada que los hiciera acreedores al doloroso calvario a que fueron sometidos ni al tipo de ejecución a que fueron condenados. A pesar de ello, los nombres de los infortunados estudiantes aparecen entre los mártires de la independencia cubana. El tiempo —que parece ser discípulo de Max Factor, el mago del maquillaje— nos lo ha devuelto entre refulgencias heroicas. La realidad, sin embargo, es que su aporte a la lucha contra el régimen colonial fue inconsciente, a pesar de ellos mismos, que jamás habían soñado en verse los cráneos ceñidos de laureles y palmas ni estaban humanamente dotados para conquistarlos.
Resulta, por eso, falso y hasta pueril, vestir con atributos que le quedan anchos a quienes solo fueron víctimas desgraciadas. Ninguno de los estudiantes fusilados —muy pocos de los que fueron condenados al palo del cómitre, a la cantera infame que le agujereó el tobillo a José Martí— se supo ni entonces ni después que alimentaran ideas adversas a la explotación española, al dominio criminal y exhaustivo de la monarquía lejana. Recuérdese que Federico Capdevila en su corajuda defensa ante la comisión militar que los juzgara subrayó más de una vez el sincero amor a España que albergaban sus pechos. Nada de particular tiene, por otra parte, que así fuera, o peor aún, que fueran apolíticos. Ni una cosa ni otra va a amenguar el crimen abyecto.
La lección, pues, debe ser otra. Puntualicemos rápidamente su contenido y sus enseñanzas.
Fuguémonos un momento de las tinieblas de la colonia yanqui para sumergirnos en las sombras de la colonia española. Estamos en 1871 el año terrible como le han dado en llamar nuestros historiadores. En efecto, Cuba presenció durante él sucesos de genuina envergadura selvática: el saqueo de la casa de Miguel Aldama,[2] la masacre del teatro Villanueva, el fusilamiento de Zenea y de los ocho estudiantes de Medicina.
Pero de todos ellos ninguno tuvo la resonancia histórica ni levantó la ira y avivó la hoguera de la rebeldía criolla contra el régimen español como este último. Lo que precisamente más encolerizaba y dolía era la inocencia y el candor de las víctimas, casi adolescentes. De haber sido realmente culpables, de haber rayado timbaludamente el sepulcro de Gonzalo Castañón, de haber sido conspiradores auténticos, revolucionarios empeñados en la dramática y riesgosa brega de sacudirse la opresión colonial de España, el fusilamiento hubiera sido tomado de otra manera. Sus efectos no hubieran sido los mismos. Reprobable y todo, en la contingencia señalada el fusilamiento resultaba, en definitiva, un gaje del oficio.
Por otra parte, el hecho de que se entregara a la furia ebria de los voluntarios, secretamente alentados por el conde de Valmaseda y el gobernador de La Habana, Dionisio López Roberts, a ocho jóvenes incapaces de romper un plato —mucho menos iban a atreverse a rayar la lápida del integrista Gonzalo Castañon— evidencia, antes que nada, la putrefacción histórica a que había llegado el régimen colonial. Cuando, por complacer los instintos carniceros de una turba mercenaria se llegaba a semejante extremo, quería ello decir que la peligrosidad social del sistema era ya de tal alcance que la necesidad de barrerlo se hacía inaplazable. Solo así, superando la realidad colonial por vía revolucionaria se podría evitar la repetición del hecho salvaje hasta que la descomposición dialéctica de los elementos integrantes de la nueva situación histórica lo volviese a engendrar. Reformas funcionales, recetas caseras, parches autonomistas y treguas políticas, no resolvían, sino prolongaban, agudizándolo, el problema planteado. No había más que una verdadera salida: extirpar radicalmente la raíz productora del mal.
Eso se quiso, pero no pudo ser. Factores más poderosos que la voluntad política criolla —por otro lado económicamente desvalida— frustraron el empeño. Imperialismo norteamericano y república democrática en Cuba eran realidades incompatibles. Venció así el más fuerte. La colonia española devino, sin solución de continuidad, colonia yanqui.
En esta los vicios y males de la española se han reproducido y, en muchos aspectos, superado. Durante los treinta años de farsa republicana que llevamos sufriendo se han acumulado tanto fango y, sin duda, más sangre que en los cuatro siglos de dominación española.
La colonia que mangonearon los capitanes generales exhibe pústulas y lacras irredimibles.
La colonia que, desde Washington, manichea Wall Street a través de sus mayorales nativos, ofrece miserias y llagas incurables.
El cuadro muestra analogías sorprendentes. Aunque sin otra pretensión que difuminar sus rasgos generales, el paralelismo histórico se impone.
Cuba —colonia española— no tenía el control y disfrute de sus propias riquezas ni de su dirección política. Estaba sometida a un régimen de triple explotación: fiscal, mercantil y burocrática. En el orden social, imperaba la división de castas. En el administrativo, el fraude y el cohecho. No había más ley ni más voluntad que la del capitán general, representante personal del rey de España. En esas circunstancias, el criollo pobre y medio, blanco y negro —el rico vivía como clase a la sombra jugosa de la corona integrando la nobleza colonial, tan pintoresca como cruel y ambiciosa— no podía ser más que un instrumento de explotación. Paria en su propia tierra, a merced de los tribunales militares, se le perseguía y acosaba como una alimaña. Se le encerraba en presidio por cualquier cosa y se le mandaba al cadalso por una futileza. Se le fusilaba, aun sin hacer nada, como a los estudiantes de Medicina.
Cuba —colonia yanqui— vive sometida igualmente a la explotación extranjera. Tiene himno, capitolio y bandera, y hace poco le quitaron la Enmienda Platt, pero no es dueña de sus riquezas ni de su destino. Políticamente ha oscilado entre el desbarajuste y la tiranía. Ahora sufre de ambos con intensidad creciente. Sus gobiernos han sido, desde Tomás Estrada Palma hasta Carlos Mendieta,[3] que acaso lo sea en mayor escala que ningún otro, perros de presa de los intereses bancarios que exprimen y aniquilan el país.
Cuba —colonia yanqui— ha visto y vivido cosas peores que el suplicio de Hatuey y la matanza de indios en Caonao, la captura del Virginius y ametrallamiento inmediato de sus tripulantes y el saqueo de la casa de Aldama, los fusilamientos de Ramón Pintó, Agüero y los ocho estudiantes de Medicina. Ha visto y vivido en sus treinta años de esclavitud imperialista, asesinatos en masa de obreros y campesinos. Ha visto y vivido degollina de negros y colgadera de isleños. Ha visto y vivido la emboscada y la tángana, la tortura y la delación. Machado[4] y Ainciart,[5] el atentado personal y el contraterror, Crespo[6] y Ferrara.[7] Ha visto caer a jóvenes estudiantes con iluminada conciencia de su sacrificio. ¡Qué distantes en la valoración histórica y en la valoración humana Trejo[8] y Alonso Álvarez de la Campa, Anacleto Bermúdez y Rubierita,[9] Mella[10] y Carlos Verdugo! Esos sí merecen el laurel heroico, la palma del martirio y la loa encendida. Ha visto y vivido expulsiones colectivas de estudiantes y la ocupación militar de los centros docentes, el 30 de marzo y el 30 de septiembre, el 7 y el 12 de agosto, el Nacional y Atarés, el entierro de Mella, Preston, Jaronú y Media Luna, los saqueos vandálicos de los sindicatos obreros y los tribunales de urgencia, la goma y el aceite ricino. Frustrada la revolución democrático-burguesa, agravado el régimen colonial por la agudización de las contradicciones del capitalismo en bancarrota, en ascenso la ola fascista, Cuba, factoría yanqui, vivirá y verá cosas peores.
La conclusión es clara y una: luchar a fondo, sin cuartel, contra la monstruosa realidad histórica que ha hecho posible la colonia yanqui, fruto legítimo de la colonia española. Mientras no desaparezcan definitivamente, arrancadas de cuajo, las condiciones económicas, políticas y sociales que la determinan y nutren, estaremos expuestos a nuevos y más sangrientos 27 de noviembre, a nuevas y más terribles dictaduras machadistas.
Por eso, no bastan la caminata y la ofrenda floral y la velada conmemorativa. Es indispensable, además, imprimirles un ritmo y un sentido revolucionarios a esos actos. Hagamos de este día tradicionalmente mixtificado por los gobernantes de turno y sus agentes estudiantiles, un día vivo, dinámico, de afirmación y de protesta, demostrando así que la lección y las enseñanzas que se derivan del crimen abominable han sido bien aprendidas y correctamente interpretadas. Fijemos en él, por acciones concretas, nuestra plena repulsa a los regímenes de opresión y barbarie, capaces de determinar el fusilamiento de ocho inocentes en 1871 y los asesinatos de Alpízar,[11] Mariano González Gutiérrez,[12] Floro Pérez,[13] Marcio Manduley[14] e Ivo Fernández Sánchez[15] en este siglo.
[Noviembre de 1934]
Tomado de Raúl Roa: Bufa subversiva, prólogo de Fernando Martínez Heredia; estudio preliminar, notas y anexos de Ana Cairo, La Habana, Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, Ediciones La Memoria, 2006, pp. 59-64.
Nota:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Véase Luis F. Le Roy y Gálvez: La inocencia de los estudiantes fusilados en 1871, La Habana, Universidad de La Habana, Centro de Información Científica y Técnica, 1971.
[2] Véase Luis F. Le Roy y Gálvez: “Los sucesos del café El Louvre y el asalto al palacio Aldama”, A cien años del 71: El fusilamiento de los estudiantes, La Habana, Instituto Cubano del Libro, Editorial de Ciencias Sociales, 1971, pp. 37-41.
[3] Carlos Mendieta Montefur (1872-1951).
[4] Gerardo Machado Morales (1873-1939).
[5] Antonio B. Ainciart Agüero (¿-1933).
[6] Manuel Crespo (¿-?).
[7] Orestes Ferrara Marino (1876-1972).
[8] Rafael Trejo (1910-1930).
[9] Ramón Rubiera (1894-1973).
[10] Julio Antonio Mella Mc Partland (1903-1929).
[11] Félix Ernesto Alpízar (19?-1932).
[12] Juan Mariano González Gutiérrez (¿-?).
[13] Floro Pérez (1906-1932).
[14] Marcio Manduley (¿-?).
[15] Ivo Fernández Sánchez (¿-1934).