EN SAN LORENZO ESTÁN LAS CLAVES

Asistió [Céspedes] en lo interior de su mente al misterio divino del surgimiento de un pueblo.[1]

José Martí

Carlos Manuel tenía la rara cualidad de penetrar en la esencia traspasando la dura corteza de las formas exteriores; pero aún diríamos que poseía el talento de una vez alcanzado lo hondo, buscar los misteriosos engarces de lo íntimo y escondido con lo evidente.

Joel James Figarola

Siempre he pensado que los que reflexionamos y escribimos sobre la historia tenemos algunas imágenes fijas en la mente acerca de determinados personajes y hechos, imágenes que son recurrentes, que no nos abandonan nunca y que se constituyen como una resultante híbrida de nuestras investigaciones y de la opinión que nos vamos formando de tales personajes y eventos. Son imágenes sobre las que nos gustaría escribir alguna vez, librándonos un tanto de los moldes y fórceps académicos. Me refiero —en mi caso y sobre la figura de Carlos Manuel de Céspedes, en particular— a su estancia en San Lorenzo por espacio de poco más de un mes, los días finales de su existencia. He pensado a Céspedes de muchas formas, lo imaginé en la víspera del 10 de Octubre, madrugada tensa y expectante como ninguna, cuando tomaba decisiones organizativas, releía su manifiesto o declaración de independencia y recibía las últimas noticias sobre los complotados que arribaban gradualmente a Demajagua; también el día en que recibió al soldado mambí que le traía la carta en que se le informaba de su deposición —cosa que él daba por sentado y que Fernando Figueredo le había adelantado pocas horas antes—, su serenidad invitando al hombre correo a desayunar con él antes de abrir el documento puesto que de hacerlo no podría contarle a los suyos que había alternado con el presidente, como le dijo salpicando con una pizca de ironía el triste momento. Lo he imaginado muchas veces en el trance difícil ante la cruel disyuntiva a que lo sometió Caballero de Rodas al jugar con la vida de su amado hijo Oscar; pero al final siempre regreso a pensarlo en la serranía en la que está enclavado San Lorenzo, lugar que he visitado en varias ocasiones, durante los días en que hizo repaso de su vida y escribió apuntes de una significación extraordinaria para la historia de Cuba. A esto último me referiré.

     Es preciso volver sobre su diario y correspondencia de la guerra, para encontrar, a partir de la relectura cuidadosa, nuevas ideas o quizás confirmaciones de antiguas certidumbres. Me remitiré a sus treinta y cuatro últimas jornadas de existencia, en la creencia de que en ese breve período y lugar se encuentran las claves de su intensa y turbulenta vida.

     Céspedes anotó en el cuaderno que él había sugerido en algún momento de la guerra al brigadier José de Jesús Pérez que fomentara una población en San Lorenzo y ahora era él quien llegaba a residir al lugar; una coincidencia como para no pasarla por alto: el fundador muere en el terreno de la fundación, el genitor en su fecundidad.

     Vale la pena repasar las líneas cardinales que atraviesan transversalmente el diario en su recta final. Como en sus diarios anteriores, en este abundan las descripciones de la flora y la geografía cubanas. Y también descripciones de la gente sencilla con la que alternó durante esos días. Gracias a esa capacidad narrativa podemos acompañarlo en su estancia en San Lorenzo. El autor utiliza una prosa limpia, rápida, eficaz y precisa. Lezama Lima lo advirtió en uno de sus dos textos sobre el bayamés cuando alabó una frase del diario que calificó de excepcional y concluyó: “[…] hay que esperar a que llegue José Martí para ver frases como esa saltar con mucha más frecuencia”.[2] Esta observación de Lezama tuvo su continuidad en la exégesis de otro poeta atento a la escritura cespediana. Escribió mucho después Víctor Fowler, de manera coincidente: “Sin saberlo, ¿o sabiéndolo?, crea Céspedes el espacio en el que veinte años más tarde le será posible desplazarse a la formidable prédica martiana […]”.[3] Hago notar que los poetas cubanos han estado muy al tanto de la palabra de Céspedes, probablemente debido a que lo aceptan como uno de ellos.

     Otro elemento frecuente en las anotaciones del héroe son las referencias a sus estados de ánimo. Se trata del hombre atribulado por las circunstancias, perdedor en el juego político con los representantes de la Cámara y los militares que le son adversos, el hombre golpeado por las vicisitudes de la historia. El ser humano en la quebrada de su propia vulnerabilidad. Así leemos el 24 de enero “¿Qué importan las ambiciones frustradas al lado de los afectos del corazón? Sin embargo, es innegable que hay más hombres ambiciosos que sensibles. De todos modos este suceso tiene que afectarme y así es que nada pasa que deje de redundar en tormento mío, o perturbación a mi tranquilidad. ¡Viva Cuba!”[4]

     Otro día escribe sobre una mala noticia acerca del hijo pequeño de un cubano amigo: “Después de almuerzo sentí dolor de cabeza; pero llegó Jesús [Pavón] con la noticia de que había muerto el niñito de Beola y se me aumentó! ¿Por qué el cielo me ha hecho tan sensible, debiendo pasar por tantos disgustos?”[5] Admitamos que mantener la sensibilidad en una guerra como la de 1868-78 era un resultado poco menos que improbable, pues fue una guerra sin prisioneros, los jefes militares españoles disfrutaron de discrecionalidad en perdonar la vida de los hombres y el Bando de Valmaseda no pudo tener otra respuesta que el decreto de guerra a muerte de Céspedes, de 1869. Fue sin dudas una guerra mucho más cruel que la del 95; aunque esto de graduar la crueldad de las guerras pueda parecer un ejercicio retórico totalmente inútil.

     Los disgustos que registra en su cuaderno se fueron acumulando y dieron pie a una tristeza y un pesimismo asociados a una poderosa intuición de la muerte. Son diversas las notas de este talante: “Jueves 29 de enero. Me he levantado triste, pensando que nunca más volveré a ver a las personas que amo […]”.[6] Horas antes del día fatal volvió a soñar con muertos y aparecidos. La tristeza y pesimismo espesos se combinaban también con las dificultades y carencias de toda índole. Era invierno, el inviernillo cubano que se refuerza en la cumbre de la montaña, un verdadero nido de águilas. Escribió el 10 de febrero: “Mejoró algo el día; mas por la noche arreció otra vez el viento con frío y lloviznas. Desde muy temprano estoy encerrado en el cuarto, así he pasado todo el día; pero no puedo leer ni escribir, porque no tengo más que un cabo de vela de cera”.[7]

     No menos le molestaban las noticias que le llegaban sobre el desenvolvimiento del gobierno que sucedió al suyo. Y es que este hombre se encuentra en un estado de extrañamiento en que cualquier noticia, por terrible que sea, le resulta ya una acumulación, una summa. Su condición de desterrado, de extrañado de lo que consideró su misión en la tierra, en su patria, y de jefe de un clan familiar diezmado en la batalla, es la que hace que le parezca habitar un limbo existencial, del que solo se apartaba para observar lo que le rodeaba y permitirse algunos placeres como único vínculo con lo humano más elemental. Las constantes y numerosas pérdidas de sus familiares y afectos, las graves decisiones que se vio urgido adoptar, la incomprensión y hasta la enemistad de buena parte de sus compañeros en la dirección patriótica, tanto en la manigua como en la emigración, las traiciones frecuentes (la de Zenea, la más reciente), el no cumplimiento de algunas de sus mayores expectativas (entre ellas, de manera importante, el desdén del gobierno de Estados Unidos hacia la causa independentista) y las pésimas noticias asociadas a la alta política y su relación con España (la muerte de Prim, la principal), hacían de Céspedes un hombre que acumulaba más pérdidas y dolorosas experiencias que cualquier otro tipo de sensaciones en el instante en que arribaba a lo que sería su destino final. Era pues un hombre atribulado, golpeado en lo más íntimo, al que solo la extraordinaria solidez de su carácter y la entereza moral con que asumió su vida política lo conservaron como un hombre duro, lúcido y a la vez sensible a sus casi cincuenta y cinco años de edad.

     Hay otras tres cuestiones que atraviesan longitudinalmente los apuntes hechos por Céspedes en los días vividos en San Lorenzo. Me permito subrayarlas porque son esenciales para entender este diario como un libro fundacional no solo de la denominada “literatura de campaña” de las guerras independentistas, sino también de la génesis de la nación cubana. Se trata, primero, de lo que Céspedes denominaba “cuestión de partido”, en referencia a las fragmentaciones y divisiones que observaba en las filas mambisas y, en particular, entre su dirección civil y militar. La otra cuestión —y es a la que dedicaré mayor atención— es la racial, manifestada en sus apuntes como una constante atención al negro como ser humano; aunque su visión del asunto pertenece no solo al nivel de nación sino al individual. La tercera —y no menos esencial— es la emergencia y consolidación del Céspedes librepensador, de raíz liberal radical, masón, respetuoso de la Virgen de la Caridad del Cobre, heredero de la ilustración y con la madurez de estadista que no poseyó ninguna otra de las figuras prominentes del 68, quizá con la excepción de Ignacio Agramonte, cuya prematura muerte impidió apreciar el desarrollo y discernimiento de un ideario que se mostraba vasto, radical y de amplias proyecciones.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] JM: “Céspedes y Agramonte”, El Avisador Cubano, 10 de octubre de 1888, OC, t. 4, p. 360.

[2] José Lezama Lima: “Céspedes, el señorío fundador”, Imagen y posibilidad, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1981, p. 27.

[3] Víctor Fowler: “La fundación del ideal ciudadano: a propósito de la publicación del último diario de Carlos Manuel de Céspedes”, Revista de la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, La Habana, 1992, pp. 25-36.

[4] Eusebio Leal: Carlos Manuel de Céspedes: El diario perdido, Ediciones Boloña, La Habana, 1998, p. 189.

[5] Ibíd., p. 191.

[6] Ibíd., p. 194.

[7] Ibíd., p. 210.