LA CUBA DE TODOS, LA QUE LLEVO DENTRO…

La madrugada del 20 de octubre en La Habana no es solo el preludio de un día, sino el suspiro que precede a una explosión silenciosa. El aire, aún fresco, carga ya un polvillo invisible de memoria y expectativa. En las calles adormecidas, entre las fachadas que son crónicas de salitre y ocaso, se percibe una vibración distinta. Es un día como otros, aunque en este suena algo más tangible aquel lejano grito de “¡Al combate corred, bayameses!”, letra y música fundidas en un acto de creación y rebeldía que fue, en sí mismo, una pieza fundacional del mosaico que somos. Así es el archipiélago patrio: una compleja, vibrante y esencialmente heterogénea mayólica; donde cada tesela, distinta en origen, color, textura y forma, encuentra su lugar indispensable en la armonía del conjunto.

     El sol, tímido aún, se filtra por los balcones y toca los adoquines. En una esquina de Sancti Spíritus, un anciano afina un tres, sus dedos curtidos acariciando las cuerdas con una devoción casi religiosa. El sonido que emana es pura raíz campesina, blanca y española en su estructura, pero teñida ya de un ritmo que habla de otras geografías. Es la primera tesela del día, un pequeño cuadrado de madera resonante, pulido por siglos, que parece contener en su vibración el eco de las guitarras andaluzas y el susurro del viento en los cañaverales. Sin esta pieza, el mosaico perdería su columna vertebral melódica.

     A medida que el día avanza, las plazas se convierten en el lienzo donde el mosaico cobra vida, movimiento y sonido. En el Parque Central de Baracoa, un grupo de rumba congoleña-yoruba golpea los cueros de los tambores batá con una fuerza telúrica. Los cuerpos danzan, torsos sudorosos brillando bajo el sol, pies descalzos marcando ritmos que cruzaron el Atlántico en las sentinas de los barcos negreros y que ahora se manifiestan a la vista de la Catedral de Nuestra Señora de la Asunción en la villa primada. Esta es otra tesela, un fragmento de ébano tallado en África, pulido en el dolor del central y el cafetal, pero que hoy brilla con una luz propia, indomable, aportando el ritmo vital, la conexión con lo ancestral que late bajo la piel de la isla. Eliminar este negro intenso, sería desangrar la imagen, oscurecerla en una palidez sin alma.

     Al lado, casi rozándose, una comparsa de santiagueros baja por Enramada. Los trajes, remolinos de colores imposibles, plumas que desafían la gravedad, son un homenaje al sincretismo. Figuras de diablitos se mezclan personajes de la historia. Aquí la tesela es multicolor, brillante, casi barroca; es el aporte caribeño, la herencia haitiana traída por los colonos que huían de la revolución, el ingenio popular transformando desechos en arte, la celebración como resistencia. Su textura es áspera y festiva, necesaria para contrarrestar la modorra, para recordar que la alegría es también parte constitutiva de la identidad.

     En un rincón, casi discreto, de Matanzas, una orquesta toca un danzón. El violín llora con una elegancia europea, pero el piano marca un cinquillo preciso que tiene más de popular que de clásico, mientras la flauta dibuja arabescos en el aire. Es la tesela más pulida, de porcelana fina quizás; la herencia cortesana, el salón decimonónico, la nostalgia de un mundo que ya no existe pero que dejó su huella de gracia y estructura musical. Su suavidad contrasta con las otras piezas, pero su presencia es vital; equilibra, aporta sofisticación, recuerda que la cultura cubana también aspira al refinamiento, a la forma perfecta. Uniformarla con la fuerza de la rumba o el guaguancó sería quebrar su delicadeza, empobrecer el espectro tonal del mosaico.

     Y en una casa de Trocadero se sienten todavía los ecos de las tertulias poéticas que buscaban los Orígenes. La voz asmática de Lezama evoca a Narciso,[1] mientras Cintio y Eliseo[2] hacen la prueba de galera de la primera edición de Clavileño;[3] en una esquina Julián Orbón toca al piano los Versos sencillos de Martí con la melodía de la Guantanamera, y Mariano[4] pinta sus gallos bajo la mirada cautivada de Virgilio[5] y Fina. Es la tesela sublime, de óleo y endecasílabo. El pentagrama que perfila el arte, también el de Leo Brouwer y Tania León; el salón de debate profundo, también el de Mañach[6] y Marinello.[7] Pieza central, que interpreta y reafirma la argamasa que une a todas las demás.

     Pero el mosaico no es solo color, sonido y movimiento; es también sabor, olor, textura que se deshace en el paladar. En algún restaurante de Trinidad, el ajiaco hierve como metáfora viva. En la olla conviven, sin fundirse del todo, la yuca africana, el boniato taíno, el plátano canario, la carne ibérica, el maíz americano … sazonado todo con comino árabe y ají antillano. Cada ingrediente conserva su sabor, su textura única: la firmeza de la yuca, la dulzura del boniato, la suavidad del plátano. La magia no está en la homogeneización del puré triturado por las cuchillas de una batidora; sino en el caldo que generan juntos, un néctar nuevo, complejo, imposible de lograr sin la diferencia específica de cada elemento. Quitar el ají sería perder el fuego; omitir la yuca, la sustancia; prescindir del maíz, el alma. La armonía es producto de la diversidad en ebullición, no de su anulación.

     En el altar de la Basílica del Cobre, el sacerdote eleva el cáliz ante la imagen bendita de la Virgen de la Caridad; en la plegaria pide por Cuba, la tierra donde hincó la Cruz de Parra, que se pensó desde las aulas del seminario habanero. A su vez, en la penumbra fresca de una casa en Regla, un babalawo prepara sus mazos de collares; cuentas rojas y blancas de Changó, azules y blancas de Yemayá, verdes y amarillas de Ochún, moradas de Oyá. Una multitud de voces se une en coro en la Iglesia Bautista de Cienfuegos, canta a Cristo con melodías cubanas que fusionan euforia y solemnidad, dándole sabor caribeño al protestantismo nórdico. Esta es una tesela espiritual, profunda, de colores intensos y significado oculto. Su textura es granulada, antigua. Es el sustrato de fe, de conexión con lo divino, de una cosmovisión que da sentido al sufrimiento y a la alegría. Descartar esta pieza o pretender una religiosidad única y pura, sería arrancar del mosaico su dimensión trascendente, su conexión con el misterio, su capacidad de resiliencia arraigada en lo sagrado.

     Entre este trópico sensual y la historia convulsa, dos piezas de aparente racionalidad fría emergen como baldosas pulidas por el rigor, pero cálidas de pasión colectiva. La primera, tallada en el mármol del método; desde el genio de Finlay[8] descifrando al mosquito hasta los médicos que sobreponen la vocación ante la falta de medicamentos. Es la tesela del intelecto aplicado, del microscopio que escudriña lo invisible para sanar lo tangible; su luz es blanca, cristalina, reflejo de una voluntad que transforma el conocimiento en escudo y espada contra el infortunio. Junto a ella, vibra la losa dinámica del diamante de béisbol donde la pelota dibuja parábolas místicas al ritmo de gritos y tumbadoras; el sudor épico del boxeador que convierte el ring en altar de dignidad; las pistas donde las zapatillas escriben odas de creatividad. En estas dos piezas, no solo hay músculo y cerebro, hay coreografía e ingenio popular, geometría pasional, escuela de disciplina que forja carácter en la angustia de la investigación y el dolor del entrenamiento. Son las piezas que prueban que la cubanidad también se mide en milímetros de pista y moléculas de ingenio, en sudor que evapora fronteras y neuronas que iluminan el futuro.

     Pero la historia del mosaico cubano no es solo luz y armonía fácil. La mano torpe del censor o el prejuicio ha intentado en estos siglos pulir las diferencias, uniformar las teselas. Se ha querido imponer un solo color, una sola textura, una sola forma de ser “cubano”. Se miró con recelo lo “demasiado negro”, lo “demasiado español”, lo “demasiado americano” o lo “abiertamente religioso”. Se intentó descartar piezas: la voz disonante, la tradición considerada “atrasada”, la expresión que no encajaba en el molde del momento. Cada uno de esos intentos fue una grieta en el mosaico, un empobrecimiento de la imagen total. Porque la identidad cubana, como bien intuyó Don Fernando Ortiz con su concepto de transculturación, no es un pastiche donde todo se funde en una masa indiferenciada, sino un proceso cuyo valor reside precisamente en la preservación dialéctica de la diferencia que conforma de la esencia y el desarrollo de la Nación.

     Luego están las piezas dispersas, las arrancadas por la diáspora —forzada o elegida— e insertadas en el otro gran mosaico llamado mundo. Su ausencia, sin embargo, no es un vacío en el diseño, sino una restructuración de la imagen; porque sin ellas no existe Cuba posible. Así, una tesela introduce un tumbao en un trio de jazz en Nueva York, otra sirve moros y cristianos junto a un cachopo en Oviedo y otra pinta palmas reales en kimonos nipones. Nuestra cultura es también esa nostalgia, ese diálogo constante a través del mar, ese anhelo de recomposición. Son teselas distantes, pero que siguen reflejando la misma luz, vibrando con la misma frecuencia esencial. Desconocerlas es mutilar la imagen, negar que la cubanía también se define por su dispersión y su añoranza de retorno.

     Al caer la tarde, cuando el sol caribeño se torna dorado y rasante, iluminando las costas con una claridad que parece revelar verdades ocultas, el mosaico alcanza su máxima plenitud perceptiva. En el Malecón, ese gran escenario de nuestra identidad, se condensan todas las piezas: la pareja de ancianos bailando un bolero de antaño (tesela romántica, de terciopelo desgastado); el joven con rastas tocando rap con letras que hablan de la realidad habanera (tesela urbana, de grafiti y concreto); el pescador lanzando su sedal con gesto que parece eterno (tesela de mar y sal); el foráneo fascinado por la mezcla (el espejo que refleja la imagen completa).

     Es en esta luz donde se comprende que la fuerza, la belleza, la resiliencia de la cultura cubana reside precisamente en su carácter de mosaico. La uniformidad sería la muerte, la estaticidad, el museo. La armonía no es la monotonía, sino la tensión creativa, el diálogo constante, a veces áspero, siempre fértil, entre las piezas dispares. La identidad cubana es el son que es guajiro, hispano, afro y urbano a la vez; es el rostro mestizo que sirve de espejo a todos los caminos.

     La noche no cae como un telón, sino como un manto que acoge las piezas dispersas. En algún club, una descarga improvisada junta al pianista clásico, al percusionista de rumba y al trovador. No suenan en ritmos predecibles, sino encontrados, buscando, creando una nueva armonía en el instante. Esa es la esencia, el mosaico no es una imagen fija, fosilizada. Es un organismo vivo, en perpetua composición. Nuevas piezas llegan (influencias globales, migraciones recientes, expresiones digitales), otras cambian de matiz, algunas adquieren protagonismo en diferentes momentos. Pero el principio permanece: cada diferencia es necesaria, cada contraste es constitutivo.

     El Día de la Cultura Cubana culmina, pero no termina. Es un recordatorio perpetuo. La bandera que ondea, azul como el mar que trajo y se llevó, blanca como la luz que lo ilumina todo, roja como la sangre mezclada y la pasión con la estrella que es también una pieza más en el firmamento compartido; es en sí misma un pequeño mosaico, un emblema de esa identidad compleja, bella y desafiante. Ser cubano es habitar ese mosaico, ser una tesela consciente de su singularidad y de su pertenencia irrenunciable al conjunto. Es saber que la plenitud de la imagen depende de que ninguna pieza, por pequeña, oscura o distinta que parezca, sea descartada. Todas son necesarias, todas son deseadas, todas imprescindibles, todas con el mismo derecho a ser y a existir para el bien de todas.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] José Lezama Lima: Muerte de Narciso (Poema), La Habana, Úcar, García y Cía., 1937.

[2] Eliseo Diego Fernández-Cuervo (1920-1994).

[3] Clavileño. Cuaderno mensual de poesía, La Habana, 1942-1943, núm. 1-7, edición de Amauri F. Gutiérrez Coto, Junta de Andalucía/Feria del Libro de La Habana, 2010.

[4] Mariano Rodríguez Álvarez (1912-1990).

[5] Virgilio Piñera Llera (1912-1979).

[6] Jorge Mañach Robato (1898–1961).

[7] Juan Marinello Vidaurreta (1898-1977).

[8] Carlos J. Finlay Barrés (1833-1915).