Y así, la poesía de Lezama, que es acción y no contemplación, se sitúa a pesar de sus complicadas y a veces cristalinas formas, en ese lugar primario que corresponde a la poesía que se adentra en la realidad despertándola y despertándose. Pues solo es posible la contemplación cuando ya las formas han sido liberadas y aquietada el hambre originaria de la realidad. La raíz de la creación poética se hunde en la voracidad, en la avidez insaciable de realidad, diremos, metafísica. La Filosofía nacida también de esta hambre atraviesa la “fysis” para apacentarse en las ideas, idénticas y por tanto diáfanas. La poesía, en cambio, se alimenta del mundo de los sentidos, buscando en la “fysis” su metafísica: la metafísica del ser viviente, en el latido de cada uno de sus instantes, sin identidad. No es la transparencia —condición de la identidad— el imán de la poesía, sino ese otro indefinible género de unidad obscura y palpitante. La poesía atraviesa, sí, la zona de los sentidos, mas para llegar a sumergirse en el obscuro abismo que los sustenta. Antes de que le sea permitido ascender al mundo de las formas idénticas en la luz, ha de descender a los infiernos, de donde Orfeo la rescató dejándola a medias prisionera. Y así la poesía habitará como verdadera intermediaria en el obscuro mundo infernal y en el de la luz, donde las formas aparecen.
No de otro modo, atravesando la superficie de los sentidos, la poesía de Lezama nos conduce a las “obscuras cavernas del sentido” donde las imágenes, la metáfora no son decadencia de los conceptos, remedo de la poesía. Allí la imagen es la virgen aun no presentada a la luz y la metáfora tiene, a veces, fuerza de juro. “Rapsodia para el mulo” nos parece encerrar en lo posible el secreto de su poesía; la definición más clara de su acción, que brota más luminosa en poemas tales como “Noche insular: jardines invisibles”.
Llegado de otro mundo, Ángel Gaztelu, es quien hace ascender su poesía a una más alta claridad, acercándose más al estado de gracia, poética, beneficio de un sacrificio consumado por sus ancestros hace ya largo tiempo. No hay herencia, sino continuidad ancestral en la poesía verdadera, modo en que la historia se cuaja en vez de pasar —¡si la historia humana llegara a este lograrse de lo ancestral!— continuidad que se hace transparente. Mas, por ahora, no encontramos en la continuidad de los acontecimientos históricos, esta fidelidad obediente que crece en la libertad; solo la poesía en su especial historia nos la ofrece. La poesía de Gaztelu se desenvuelve, alcanza el canto, llega a ser música, es decir: serenidad, medida, cifra de plena belleza: armonía.
Y musical también alcanza a ser la poesía de uno de los más jóvenes de los poetas de esta Antología: Octavio Smith, que conduce su delirio sin desmayarse; como a Gaztelu, se le oye; poesía numérica a salvo de lo numerable.
No es música, ni canto la poesía de Virgilio Piñera. Y no por otro motivo que por una decidida voluntad. Todo poeta —todo el que intente crear— puede practicar el ascesis indispensable por dos modos, o bien en su intimidad personal o en su poesía. Virgilio Piñera es de los últimos. Su ascesis no solamente se ha ejercido sobre la posible música del verso, sino sobre algo más íntimo; diríamos que, muy gravemente, sobre el centro último de su poesía: el sujeto mismo. Ha querido que el poeta esté por su ausencia, que es la más persistente manera de estar. Y así tiene su poesía mucho de confesión al revés, en que retrayéndose el poeta presenta a las cosas sueltas, diríamos, declinando la responsabilidad. Poesía de alguien que es cuestión para sí mismo, sometido a crítica, ante sí, en la raíz de su existencia. Casi podríamos decir que no se permite existir. Forzosamente sus poemas han de rozar la novela, por esa desaparición del sujeto que el novelista practica y que es lo que permite a las cosas y a los sucesos externos entrar en su alma. Mas esto sucede en el novelista clásico: Cervantes, Flaubert, por una indiferencia que es el último y más sutil grado del amor, mientras en un Faulkner simplemente por la indiferencia. La poesía de Piñera por su actitud roza la novela de un Faulkner, de Kafka, en las que el mundo dejado a su albedrío, se convierte en máquina. Mas rompiendo con el musgo la indiferencia de la piedra, brota en la poesía de Virgilio Piñera una realidad muy de la vida diaria, y entonces, cuando parece ser más novela, es también más poesía, como en el logrado —perfecto—poema, “Vida de Flora”.
Lejos de toda cuestión metafísica brota la poesía de Justo Rodríguez Santos, que podría considerarse “formalista” sino fuese por la temperatura, consecuencia de una vibración, de un pulso, de una cierta impaciencia y hasta violencia, donde reside —se nos figura— la autenticidad de su poesía, que vivifica a las formas tradicionales que con tanta maestría moviliza.
Es en Cintio Vitier, Eliseo Diego, Octavio Smith y Fina García Marruz donde de modo en cada uno diferente, vemos a la poesía cumplir una función que diríamos de “salvar el alma”. No parece ninguno de ellos detenerse en la poesía como en su modo de ser, quiere decir, que siendo poetas, no aparecen decididos o detenidos en serlo. Y en Fina García Marruz, yo diría que “por añadidura”. Ella es quien testifica de modo más nítido esta actitud, no frente a la poesía, sino frente a la vida. Y como todo lo que se obtiene “por añadidura”, puede en un instante cesar o desplegarse en una verdadera grandeza sin mácula. Aun el hacer más inocente que es la poesía[5] lleva consigo una inevitable mácula, un cierto pecado. Fina García Marruz, recogida, envuelta en su propia alma, realiza esa hazaña que es escribir sin romper el silencio, la quietud profunda del ser. Por donde cabe esperar de ella algo que ya ha hecho en la “Transfiguración de Jesús del Monte”, pero también más: una palabra sola, única.
Cintio Vitier, el más adherido de este grupo a la poesía y a su ser de poeta, intenta traspasar el pecado inevitable —el corazón disperso entre las cosas— buscando las nupcias, el consagrado amor. La avidez y la sed —“¡Oh, paloma, tengo sed!”[6]— no lo son de la realidad múltiple y diferente sino de la realidad perdida de un verdadero paraíso. Y en su poesía aparece primero contenida, después en vías de transubstanciación, la suntuosa sensualidad de los poemas de Gastón Baquero, con cuya poesía mantiene el mismo secreto enlace que las gotas de agua que se filtran entre la roca con el torrente que las disgregaría haciéndolas tomar forma animal o vegetal. Sometido ímpetu el de la poesía de Vitier, porque ha sabido convertir su nostalgia. No en esperanza —una de las conversiones posibles de la nostalgia— sino en nostalgia positiva que parece estar a punto de encontrar alimento. Nostalgia sostenida por la memoria no del tiempo que corre, sino de las realidades que lo trascienden.
Adentrándose en las cosas más humildes, en el polvo, en la pobreza misma, la poesía de Eliseo Diego llega a erigirlas. Mas el alma no erige, sino que recoge; no construye, sino que abraza; no edifica, sino que sueña. Poesía, la de Diego, que resulta tan solo de una simple acción: prestar el alma, la propia y única alma a las cosas para que en ella se mantengan en un claro orden, para que encuentren la anchura de espacio y el tiempo, todo el tiempo que necesitan para ser y que en la vida no se les concede. Poesía en función de la piedad, es decir novela. La poesía es la substancia de la novela, su verdadero argumento, del cual el argumento novelístico es solo el pretexto necesario. Lo que en una novela encontramos, es el peso poético de las cosas, de los sucesos, de las personas. Y esa parece ser la promesa declarada de este poeta.
No transmisible sino en poesía es el secreto, recatado delirio de Octavio Smith. Y quizás por ello, por no poder ser sino poesía, se hace música. No las cosas, ni el paisaje, sino su esencia escuchada. El oído, el más pasivo de los sentidos, es el más fiel servidor de un alma que antes que nombrar prefiere ser nombrada.
Y se cierra el volumen con los poemas de un poeta que apenas había dejado verse en las Revistas ya aludidas en las que fueron apareciendo los poetas de esta Antología: Lorenzo García Vega. Y trae una riqueza, algo tal vez nuevo y único en este libro: la alegría. Una ancha, casi triunfal alegría que suena como un coro. No una, sino muchas voces fundidas cantan y aun otras mudas acompañan. Y es un presagio y una comprobación como si la “prueba” estuviese al acabarse, la prueba del sacrificio y la paciencia. Ahora ya, diez años después, surge la libertad del canto, la fiesta. Poesía coral que roza por momentos el himno y que cierra así con una corroboración este libro.
María Zambrano: “La Cuba secreta”, Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, invierno de 1948, año V, no. 20, pp. 3-9.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[5] “El poeta es el ser más inocente”, dice Holderlin.
[6] “Oh Paloma, tengo sed”. (Cintio Vitier: “Noche intacta. Hojas”, Diez Poetas Cubanos. 1937-1947, ob. cit., p. 190).