¿Cómo hablar de un secreto sin referirse a la manera cómo nos fue descubierto y más todavía, a la manera cómo sigue permaneciéndonos secreto? Pues los secretos verdaderos no consienten en ser develados, lo que constituye su máxima generosidad, ya que al dejar de ser secretos dejarían vacío ese lugar que en nuestra alma les está destinado. Nuestra vida se vería desamparada de su amorosa presencia. Porque un secreto es siempre un secreto de amor.
Como un secreto de un viejísimo, ancestral amor, me hirió Cuba con su presencia en fecha ya un poco alejada. Amor tan primitivo que aun más que amor convendría llamar “apego”. Carnal apego, temperatura, peso, correspondiente a la más íntima resistencia; respuesta física y por tanto sagrada, a una sed largo tiempo contenida. No la imagen, no la viviente abstracción de la palma y su contorno, ni el modo de estar en el espacio de las personas y las cosas, sino su sombra, su peso secreto, su cifra de realidad, fue lo que me hizo creer recordar que la había ya vivido. Mas, las imágenes no podían coincidir con aquellas vistas mientras aprendía a ver: la rama dorada del limonero a la caída de la tarde en el patio familiar… Ninguna figura ya proyectada en el espacio exterior. Quizá un poco el terroso dulzor de la caña de azúcar extraída por una boca sin dibujo aun y la densa sombra de los árboles fundiéndose con la tierra, tierra ya antes de caer en ella. Pues al lado de aquel Mediterráneo, como en las orillas de este mar de la Habana, la luz y la sombra caen literalmente sobre la tierra hundiéndose. Pero todo eso no bastaría. Pues solo unas cuantas sensaciones por primarias que sean, no pueden “legalizar” la situación de estar apegada a un país. Algo más hondo ha estado sosteniéndola. Y así, yo diría que encontré en Cuba mi patria pre-natal. El instante del nacimiento nos sella para siempre, marca nuestro ser y su destino en el mundo. Mas, anterior al nacimiento ha de haber un estado de puro olvido, de puro estar yacente sin imágenes; escueta realidad carnal con una ley ya formada; ley que llamaría de las resistencias y apetencias últimas. Desnudo palpitar en la oscuridad; la memoria ancestral no ha surgido todavía, pues es la vida quien la va despertando; puro sueño del ser a solas con su cifra. Y si la patria del nacimiento nos trae el destino, la ley inmutable de la vida personal, que ha de apurarse sin descanso —todo lo que es norma, vigencia, historia—, la patria pre-natal es la poesía viviente, el fundamento poético de la vida, el secreto de nuestro ser terrenal.
Y así, sentí a Cuba poéticamente, no como cualidad sino como substancia misma. Cuba: substancia poética visible ya. Cuba: mi secreto.
Ahora, un libro de poesía cubana[2] me dice que mi secreto, Cuba, lo es en sí misma y no solo para mí. Y no puede eludirse la pregunta acerca de esta maravillosa coincidencia. ¿Será que Cuba no haya nacido todavía y viva a solas tendida en su pura realidad solitaria? Los “Diez poetas cubanos” nos dicen diferentemente la misma cosa: que la isla dormida comienza a despertar como han despertado un día todas las tierras que han sido después historia. La primera manifestación del espíritu es “física”, como quizá lo sea la última, cuando el espíritu desplegado en el hombre vuelva a rescatar la materia. Entonces, cuando tal suceda, tendremos el Paraíso; ahora, en la vida del planeta, se produce su raro vislumbre, cuando una tierra dormida despierta a la vida de la conciencia y del espíritu por la poesía —y siempre será por la poesía— y manifiesta así el esplendor de la “fysis” sin diferencias. Instante en que no existe todavía la materia, ni la vida separada del pensamiento. Es el instante en que van a producirse las imágenes que fijan el contorno y el destino de un país, lo que se ha llamado en la época griega —cuando no se había revelado el Dios único— los Dioses. La existencia de los Dioses no contradice a la existencia de Dios, pues los Dioses de Grecia, modelo permanente, son las poéticas esencias fijadas en imágenes, revelaciones directas de la “fysis”, instantáneas del paraíso y también del infierno. José Lezama Lima se me apareció desde que lo encontré en aquel mi primer descubrimiento de Cuba en 1936, descifrando esos secretos y su paciente y callada labor de tantos años, signo de una inmutable vocación, ha confirmado el presentimiento con la ofrenda de una cumplida obra. Cumplida e inacabada obra de poeta-obrero que ha de edificar con la brisa un arquetipo fiel. Y por ello, por ser tan gigantesca la labor, me atrevo a decir que no cuenta los errores, sin que sea mi oficio el señalarlos. Quiero decir tan solo, que el modo de situarse ante esta clase de poesía no es el de requerirle perfección, sino obra; no el de pedirle la claridad que solo adviene en el madure período de las definiciones, sino el de aceptar esa su revelación de las formas primeras, equivalentes en la palabra al peso, al color, a la temperatura de la isla adormida, logro de una viril fidelidad.
Despertar de la “fysis” decimos, en y por la poesía… Es de esperar que no se interprete este pensamiento como negación de lo que Cuba ha conquistado de Historia, ni como devalorización de lo que ha producido y anda en vías de producir de pensamiento. Despertar poético, decimos, de su íntima substancia, de lo que ha de ser el soporte, una vez revelado, de la Historia y que ha de acompañar al pensamiento como su interna música.
En medio de la vida de Cuba tan despierta, Cuba secreta aun yace en su silencio. Y así, nada es de extrañar que este grupo de poetas cubanos hayan llevado y prosigan una vida secreta y silenciosa. Es de subrayar lo desconocido de este movimiento poético fuera y aun dentro de Cuba. Otros poetas lo han precedido: Mariano Brull —cuya poética visión está llamada a un futuro más amplio que su pasado—; Emilio Ballagas, que nos hizo visible una sutil arquitectura de imágenes; Eugenio Florit, de tan sensual canto, y Guillén con su ritmo imborrable, todos han sido conocidos y aún más gustados. Lezama y los que forman con él unidad de aliento, más que grupo, apenas han sido anotados en los libros de los que escuchan poesía. ¿Por qué? Ahí están las revistas: “Espuela de Plata”, “Verbum”, “Nadie Parecía”, “Clavileño”, “Poeta”, “Orígenes”; los libros de Lezama, de Baquero, de Piñera, de Cintio Vitier y de casi todos los que integran la Antología. Y, sin embargo, el “movimiento” sigue su curso casi inapercibido. Y así sentimos la conciencia de este destino secreto con lo secreto que se despierta; es la unidad del instante en que situación vital y obra literaria se funden. Y cuando una generación es fiel a su destino, apura hasta lo último la fidelidad a la situación que le ha tocado en suerte. Los poetas ya nombrados, fueron fieles al instante de expansión primera habida tras de la independencia, y así lo vivieron poéticamente; algunos felizmente no están agotados en su obra cumplida, sino que cabe esperar y aún exigir de ellos la cristalización de ese futuro que les está abierto.
No se revela poéticamente un país por su “fysis”, sin que se revele al par el alma del hombre que lo habita.
Tópico de hoy es la angustia, como el origen de la filosofía y de la poesía, que quedan sin posible diferenciación, sin que por ello se fundan. Como tópico rueda “la angustia ante la nada” de los que hacen del vacío el padre de todas las cosas. Pero lo cierto es que la poesía comienza —de ser por la angustia— en la de la sobreabundancia del ser y sus riquezas; no el vacío, sino la riqueza del mundo acarreada incesantemente por los sentidos y el obscuro sentido ante esa riqueza de la “fysis” en su despertar. Bastarían la poesía de Lezama y la de Gastón Baquero para que se probada esto: que la suntuosa riqueza de la vida, los delirios de la substancia están primero que el vacío; que en el principio no fue la nada. Y antes que la angustia, la inocencia cuyas palabras escritas y borradas en la arena[3] permanecen sin letra, libres para quien sepa algo del misterio. Pues que la inocencia perviva debajo de toda angustia, solo depende de no haber cometido jamás un sacrilegio, causa última del vacío de donde nos salva la angustia. Solo el sacrilegio, la profanación de lo sagrado —pues lo divino escapa a toda profanación— nos ha acarreado este vacío lleno de cosas, este vagar de almas herméticas en un espacio que es nada más que espacio de la extensión: la vida compuesta de sucesos; la realidad, de hechos; el espacio lleno de cosas y el tiempo de instantes; todo compuesto y descomponible, edificado y destruido, situación que la poesía transcribe en analíticos poemas o en desgarradas quejas “existenciales”, y la Filosofía sin ver, legaliza en sus trascendentales análisis.
Mas no aquí, no en este libro, donde más allá de las creencias confesionales y confesadas de algunos de sus poetas, vive un dejo de la inocencia para la cual la primera revelación es la suntuosidad de lo real y hasta su abigarramiento. Todo, don gratuito de lo corpóreo, de la obscura noche sensorial; todo, rememoración histórica como “San Juan ante Portan Latina”[4] o “Saúl sobre su Espada”, historia que se aprende viendo pasar las nubes. Pues el tiempo pasando por el cielo es la primera lección de historia y quien no haya visto cabalgar a Alejandro, agonizar los Imperios y las mil muertes gozosas de los mártires, en las nubes que marchan lentas hacia el horizonte, no podrá nunca tener conocimiento de lo histórico. Lo “humano” hay que “figurárselo”, según el ancestral método de mis filósofos andaluces que veo alentar en esta poesía cubana de la contra-angustia.
Y así, las noticias, los conocimientos y hasta la erudición aparecen absorbidos por esta voracidad poética de un Lezama que parece aun quedar inextinguible, en estado de merecer el sacrificio. La poesía de Lezama me pareció siempre vivir en estado más que de gracia, de sacrificio; único estado en que el alma que contrae a diario nupcias con la realidad se mantiene intacta. Y yo diría, que es el estado que pide y realiza la poesía, sino es el asombroso milagro de San Juan de la Cruz que traspasó el sacrificio mismo llegando a lo divino. Mas, la sola poesía no alcanza a lo divino, que la Filosofía logra en sus instantes supremos, cuando está apunto de negarse a sí misma despojándose de su ser que es la razón. La poesía sin milagro no lo puede realizar, ya que es cuerpo, resistencia, cuajada continuidad. La poesía permanece en lo sagrado y por ello requiere, exige, estado de permanente sacrificio. El sacrificio es la forma primera de captación de la realidad. Mas, tratándose de la poesía, la captación es un adentramiento, una penetración en lo todavía informe. La poesía no es contemplativa primariamente, puesto que es acción antes que conocimiento. Cuando Goethe enunció con la majestad del caso, que “en el principio era la acción”, no quiso decir otra cosa, sino que en el principio era la Poesía. Y así los dos Evangelios, el de la acción y el de la palabra, no son sino las dos vertientes de una única verdad. La palabra poética es acción que libera al par las formas encerradas en el sueño de la materia y el soplo dormido en el corazón del hombre. No despierta el hombre en soledad, sino cuando su palabra despierta también la parcela de realidad que le ha sido concedida a su alma como patria.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Decía Cintio Vitier que después de “Secularidad de José Martí”, de José Lezama Lima, “María Zambrano […] escribió la segunda página más esencial de Orígenes, ‘La Cuba secreta’, que injertó en nuestra oscuridad su vocación de aurora”. (“Palabras de apertura”, Coloquio Internacional Cincuentenario de Orígenes, Casa de las Américas, La Habana, junio de 1994, Credo, año I, núm. 3, La Habana, octubre de 1994, p. 7).
[2] Diez Poetas Cubanos. 1937-1947, antología, prólogo y notas de Cintio Vitier, La Habana, Ediciones Orígenes, 1948.
[3] Gastón Baquero: “Palabras escritas en la arena por un inocente”, Poemas (La Habana, 1942), Diez Poetas Cubanos. 1937-1947, ob. cit., pp. 126-136. (Como un cirio dulcemente encendido. Poesía completa, compilación y prólogo de Pío E. Serrano, epílogo de Manuel García Verdecia, Holguín, Ediciones La Luz, 2015, pp. 46-56).
[4] José Lezama Lima: “San Juan de Patmos ante la puerta latina”, Diez Poetas Cubanos. 1937-1947, ob. cit., pp. 33-36.