MUERTE DEL PRESIDENTE ARTHUR
ANÁLISIS DE CARÁCTER
...continuación 2
Él, como John Kelly entre los demócratas, se servía de los empleados públicos para favorecer en las elecciones y mantener en oficios lucrativos, al partido que les conservaba los empleos. Como una red tenía extendido, en la ciudad primero y luego en el estado, este sistema; y lo que en otros parecía repugnante por lo ofensivo de los modos o el escandaloso provecho que sacaban de su habilidad, en Arthur estaba disimulado por la apuesta sencillez con que llevaba sus victorias, y porque no se echaba en diamantes y leontinas insolentes el fruto de ellas sino las apetecía por lo que vigorizaban a su partido, y le acreditaban en él de jefe de hombres.
La virtud no liga a los hombres tan estrechamente, como estos compadrazgos y camareos oscuros. Dos que han pecado juntos, son eternos amigos.
Obsérvase además que cuando todas las noblezas se han oscurecido en el hombre, aún es capaz de la pasión de amigo, y se encarniza en ella, como para probarse que no es enteramente vil.
Si hay algo sagrado en cuanto alumbra el sol son los intereses patrios. Es natural y humano que el hombre piense constantemente en sí, aun en sus actos de mayor abnegación[15] y descuido de sí propio, y procure conciliar su adelanto personal y la utilidad pública, y servir a esta de modo que resulte aquel favorecido, o no muy dañado.
Pero no hay viles mayores que los que miran exclusivamente los intereses de la patria como medios de satisfacer su vanidad o levantar su fortuna.
Esos son apóstatas de la gran religión del hombre, que en cada uno tiene una columna, y ya se va condensando en imágenes racionales y grandiosas, dignas por su poesía de las imágenes vencidas, y superiores a ellas por su amplitud y majestad.
Ladrones del altar son esos comerciantes de opinión, y debían sacarlos por las calles con sayal de lienzo y la cabeza llena de ceniza.
De modo que no podemos aplaudir a los políticos de oficio, que no andan en la cosa pública para preservarla y trabajar por su bien, sino para servirse de ella en beneficio de su ambición o de su bolsa.
Pero el ala, como se sabe, no entra por mucho en la composición del hombre, que parece tener más de uña y de diente; y si bien es cuerdo conservar siempre la hornilla encendida y los hierros en blanco para marcar a esos traficantes de modo que se vea, e impedir que corrompan y esclavicen la república, cuerdo es también reconocer la ambición impura y disfrazada como factor inevitable de las funciones humanas, y valerse de ella, ya que no puede suprimírsela, para mejor servir a la virtud.
Y como guía y aviso en los países que se están formando, es de prudencia advertir que no basta salir a la defensa de las libertades con esfuerzos épicos e intermitentes cuando se las ve amenazadas en momentos críticos, sino que todo momento es crítico para la guarda de las libertades y no bien se retiran de ella por noble altivez o pudorosa modestia los celadores honrados, asaltan sus puestos, como buitres que quieren hacer de águilas, los que tienen en sus pasiones agresivas de codicia o soberbia una fuerza permanente, y se adueñan con tenacidad formidable de lo que los virtuosos prepararon.
Jamás debe apartarse de los cuidados públicos, ni en los momentos de mayor paz, la gente honrada. Retener cuesta menos que desalojar.
No debe abandonarse por descuido lo que habrá de reconquistarse luego a gran costa.
Ni una vez comenzados a podrir, sanan completamente los cuerpos sociales.[16]
De afuera no podrían entenderse bien las batallas de intriga a que Arthur debió su prominencia; pero es sabido, en globo, que no hay furia mayor que la de los caudillos rivales de un mismo partido.
De tropezar constantemente unos en otros, llegan a ver el universo en la forma y aspecto del rival que les disputa el paso; y como en todos los caminos de la vida se nota en el hombre esa cobarde y feroz naturaleza que en unos pueblos lleva a lidiar toros, en otros gallos y perros, y hombres mismos en otros, sucede que estimulan, en vez de sofocar, esas peleas, y llega a ser motivo de mayor interés lo que cada caudillo dice o hace respecto a su rival, que lo más vivo y urgente de la cosa pública.
Así fueron surgiendo en el Partido Republicano los dos crestados caballeros en quienes año tras año ha estado todo el interés de la lidia; y Conkling, de New York, y Blaine, de Maine, han venido justando como tremendos enemigos, sin aquellos tamaños nacionales que vienen a los hombres—por diputación impalpable y mística—del país que se siente amado con generosidad y defendido con pureza, pero con todo el luciente arreo y el grueso de armas de dos seres superiores a quienes solo falta el desinterés para llegar a la grandeza.
Blaine, con más años y ambición más activa, batallaba por sí, y continúa batallando, con pasmoso poder de supervivencia, y versatilidad catilinaria.
Conkling, más astuto o más leal, quería hacer de Grant una cabeza suma e imperante, ya porque cree, con funesta y antipática equivocación, que la autoridad del poder se asegura con el aparato y misterio de la fuerza, ya porque, a pesar de su elegantísima palabra y austera honradez, la misma pasión de su política le quitaba aquel carácter de superior criterio y anchas miras que los pueblos buscan como por instinto en los que han de ser sus jefes: y no quería ver en la cabeza de su rival los laureles que no hallaba modo de pedir para sí propio.
De esa lucha nació a la presidencia Arthur, que a la sombra de Conkling y Grant había venido adelantando en New York su fortuna política, y tenía cerca de ellos influjo fortísimo, desde que, llevado al puesto de colector de la Aduana por complacencia de Grant hacia el colector saliente que se lo había ganado con regalos, se vio expulsado de su empleo, so pretexto de pureza, por el presidente Hayes, que al privar del puesto a Arthur “para purgar la Aduana de la intriga política de que era centro” cedía en realidad al interés de su secretario Sherman, que veía en el creciente prestigio de Conkling y en el poder de Arthur sobre los republicanos de New York un obstáculo temible para su candidatura a la presidencia que todavía hoy codicia.
Ni de intendente del ejército durante la guerra, ni de colector de la Aduana, se deslució Arthur con indignos provechos; y si bien se valió de ambos empleos para recoger bajo su mano el voto de su partido por la agencia de sus subordinados y favoritos, ni entró a parte en contratos cuando intendente, ni se dejó comprar por los importadores cuando colector, ni necesitó de adláteres venales para desempeñar sus oficios; sino que atendió a ellos con mucha lucidez y aplauso.
Y como hay pocas cosas que en el mundo sean tan odiadas como los hipócritas,—entre Arthur, partidario franco que trabajaba al sol por sí y los suyos, y Hayes, reformador pretencioso e incompleto que encubría sus venganzas y compromisos con disfraz de moralidad pública, se dio la razón a Arthur.
Y con santa dignidad llevó su caída; y tan bien la hizo valer ante Grant y Conkling que, cuando en la próxima convención de los republicanos para elegir candidato a la presidencia Blaine triunfó sobre Conkling, obligando a la convención a elegir a Garfield en vez de Grant, ya que no podía hacer recaer la elección en sí propio, ya Arthur había cobrado tamaños suficientes para obtener de Conkling que le permitiera ser propuesto a la convención como candidato a la vicepresidencia para lavarse de la injuria recibida, cuando llegó a las puertas de la delegación de New York un emisario de Garfield, rogando a los partidarios de Grant vencidos que nombrasen de entre los delegados neoyorquinos la segunda persona de la candidatura.
Por esos manejos de bastidores, por la impotencia de Blaine y Conkling para predominar uno sobre otro, resultaron nombrados y como electos, a los empleos más altos del país, dos hombres relativamente oscuros; porque Garfield, escogido para presidente por los enemigos de Grant y de Conkling, comprendía que su candidatura no podía vencer sin el apoyo enérgico del estado de New York, fortaleza de Conkling.
Conkling abandonó a Arthur el puesto a que se asió tan pronto como lo puso a sus ojos la fortuna, porque vencido en Grant su orgullo de caudillo, determinó en aquel instante en su soberbia permitir que fuese vencido Garfield.
Aquellas luchas se enconaron de tal modo que vino a sombrearlas la muerte.
Blaine, que en el gobierno de Garfield hacía de Mefistófeles[17] como secretario de Estado, empeñó contra Conkling y sus favorecidos la misma lucha que Sherman, por mano de Hayes, empeñó contra Arthur; y compelió a Garfield a remover y sustituir el colector de la Aduana en New York sin consultar, como es de uso, a los senadores del estado en que se hacía este cargo importante. Presidía Arthur en el interés de Conkling el Senado de la República, adonde en altivo arranque envió con general asombro Conkling su renuncia, en la vana confianza de que, ayudado por Arthur en su estado de New York, la legislatura lo sacaría de nuevo senador por sobre el influjo de los amigos de Blaine y Garfield, que se oponían a su candidatura.
Pero también acá, el gobierno puede: la lucha fue tan reñida entre ambas facciones, como si pelearan por grandes intereses nacionales.
Conkling no fue reelecto: Arthur, el vicepresidente, quedó por enemigo confeso del presidente, y por semicabeza de la facción que le hacía guerra: tan estruendoso y amargo fue el combate que un hombre de espíritu deforme y ambición brutal, Guiteau, creyó que sería saludado salvador de la patria por dar muerte de un balazo al presidente Garfield,[18] a quien los amigos de Conkling acusaban de conculcar, ¡por no haber pedido parecer a un Senado hostil!, las libertades de la república.
Vinieron aquellos días en que la tristeza prestó la hermosura que casualmente falta a este pueblo afanoso[19] de los Estados Unidos.
Murió Garfield de la bala de Guiteau: pusieron una estrella de bronce en el lugar del pavimento donde apoyó la cabeza al caer herido:[20] Arthur, sacudido en lo mucho que tenía su persona de bueno y generoso, no solo demostró sincerísimo anhelo de que Garfield se salvara, sino que se le vio muchas veces sollozar, y estremecerse con la emoción todo su robusto marco, cuando veía el fin seguro, y cercano el instante de entrar a suceder en la presidencia al adversario muerto en consecuencia de la lucha en que él había sido parte principal.
Allí recibió su espíritu audaz y ligero aquella consagración de pesar que sublima cuanto hay de puro en las almas, y les descubre horizontes no soñados e ignoradas alturas. Allí, donde descansó su cabeza al desplomarse, se colocó la estrella.
Quiso prolongar por el espíritu de su política la vida que involuntariamente había contribuido a interrumpir.
Entró en la presidencia acusado de asesino. Mirábanlo con aversión. Solo sus muestras de dolor sincero templaban el desagrado nacional.
Fuego y espinas fueron para él los primeros meses de gobierno; y tan lejos llevó su deseo de que no le motejasen de vender a sus amigos el poder que le había venido de la muerte, que a Grant mismo y a Conkling les volvió a los pocos días la espalda; a Conkling, a quien había servido de edecán, no le empleó siquiera de consejero; a Grant, por cuyo empeño consintieron los amigos de Conkling en trabajar por Garfield y por Arthur en virtud de promesas que dicen quebró Garfield, le negó el favor de nombrar colector de la Aduana al ahijado[21] para quien le pedía el puesto:—que también acá, como en todas partes, hay compromisos, y tapujos, y componendas, y comercios, y ahijados.
En suma, aquel adversario de Garfield ferventísimo no consintió en repartir entre secuaces personales el poder que le venía de su enemigo; y respetando sin alarde cuanto había en el espíritu del muerto de sincero, lo puso en obra contra sus propios pareceres, trató de gobernar como su enemigo hubiera gobernado, y sin perder su natural llaneza, revistió de tal decoro su persona y gobierno que ni sus amigos abandonados se atrevieron a moverle guerra, ni hubo para él a la terminación de su poder, más que respeto y alabanzas.
Pero no bien se vio seguro del cariño público y separado sin dificultad de aquellos a quienes debía su encumbramiento, surgió en él, levantado por los trágicos sucesos a su natural altura, una legítima ambición por entrar de propio mérito por virtud de esa transformación gallarda, en el puesto a que lo acercó una mera intriga y le llevó un acontecimiento inesperado.
Tomó para sí, como muchos gobernantes toman, la lisonja y acatamiento tributado en su persona al poder que ejercen. Vio su moderación estimada y aplaudida. Renovó con gusto exquisito la austera Casa Blanca. Sacó de ella lo feo y anticuado y se fue poniendo en ella con los adornos y muebles con que la embellecía, a punto que la creía su natural morada.
Mantuvo en el gobierno aquella suave autoridad, aquella manera caballeresca, aquella fina justicia, aquel aparente olvido de sí propio que le ayudaron a subir de puesto en puesto sin que le estorbasen ni sintiesen.
No era extraña su galante persona al placer de los amores. Realzaba la elegancia su hermosura. Y pudo creer, por lo nutrido del aplauso, que era general la sanción pública.
Pero aprendió que el decoro encalla donde la intriga sale ilesa, y conoció en sí amargamente, como había hecho conocer a los demás, que donde se plantan podres[22] no hay que esperar olores; que los que han ayudado a corromper por el cohecho, franco o embozado, los cuerpos políticos, no pueden ser escogidos por ellos como representantes de las virtudes que antes profanaban; que el que subió por su arte de emplear los puestos públicos, a la mayor altura política, no podía mantenerse en ella cuando en su novísima virtud se negaba a comprometer los puestos nacionales, en cambio de votos, a los delegados reunidos para escoger el nuevo candidato de los republicanos a la presidencia.
Tan grandes fueron, sea dicho en verdad, su ansia de obtener la designación, como su decoro en la manera de pedirla. Y se cree que salió de la Casa Blanca con el corazón partido y la muerte sentada al lado en su carruaje.
Pero no quiso sacrificar a su ambición la honradez que iluminó su espíritu en la emoción de la catástrofe.
Se ha muerto de deseo, celebrado por las gracias de su persona, y por haberla redimido.
La Nación, Buenos Aires, 4 y 5 de febrero de 1887.
[Mf. en CEM]
Tomado de José Martí: Obras completas. Edición crítica. La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2015, t. 25, pp. 92-104.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[15] Errata en La Nación: “abregación”.
[16] Aquí termina la edición del 4 de febrero con la firma de José Martí y continúa al otro día bajo el encabezamiento siguiente: MUERTE DEL PRESIDENTE ARTHUR / Carácter.—Interioridades e intrigas.—Los caracteres menores en la política.—Blaine, Conkling y Arthur.—La presidencia y la muerte de Garfield.—Gobierno, ambición y muerte. (Conclusión).
[17] El diablo, según antiguas leyendas germanas.
[18] Véanse las numerosas crónicas que José Martí dedicó a la convalecencia y muerte de Garfield y al juicio contra Guiteau, en OCEC, t. 9.
[19] Errata en La Nación: “ajarioso”. Se sigue la lección de El Partido Liberal.
[20] El presidente Garfield fue asesinado cerca de la entrada de la estación de trenes de Baltimore and Potomac, cuando se dirigía a pronunciar un discurso, el 2 de julio de 1881, en el Alma Mater del Williams College donde había estudiado.
[21] Entre los escándalos de la administración de Grant destacan tres nombramientos como cobradores para la Aduana General de Nueva York, entre los años 1872 y 1873. Estas proposiciones generaron igual número de investigaciones: dos del Congreso y una de la Tesorería.
[22] Errata en La Nación: “pudres”.