Interioridades e intrigas de la política de los Estados Unidos.—Los caracteres menores en la política.—Blaine, Conkling y Arthur.—La presidencia y la muerte de Garfield.—Gobierno, ambición y muerte de Arthur.
New York, diciembre 15 de 1886.
Señor Director de La Nación:
Llegan doctores hindúes a convertir a Buddha[2] a este país protestante. Va a la penitenciaría otro de los regidores[3] que tomó dinero de una empresa de tranvías para dar su voto en pro de la concesión. Prepárase el fiscal público a perseguir a los demás sobornados, y a los sobornadores.
Cruza el Niágara en un casco de madera una moza del campo, a quien se ve por un real en un museo del Bowery.[4] Atrae gran concurrencia la feria azteca, que es una imperfecta exposición de las artes y costumbres mexicanas.
Se votan cincuenta mil pesos para empezar en las escuelas públicas el ensayo de la educación industrial.
Por primera vez entraron como vocales en la Junta de Instrucción dos mujeres, con un pingüe sueldo, lo que se tiene por muy natural puesto que son mujeres las encargadas de la enseñanza.
Se publica en una revista mensual, The Century, la historia nueva[5] de Abraham Lincoln, escrita por sus secretarios J. Nicolay[6] y Hay, libro sincero, sano y poderoso.
Quiebra por el abandono público una compañía de ópera italiana, y el Tannhaüser[7] y el Lohengrin[8] llenan de bote en bote el teatro.
Pero, el suceso de más significación ha sido la muerte de Chester Alan Arthur, que no hace todavía dos años era presidente de los Estados Unidos.
Solo resisten el vaho venenoso del poder las cabezas fuertes.
El espíritu despótico del hombre se apega con amor mortal a la fruición de ver de arriba y mandar como dueño, y una vez que ha gustado de este gozo, le parece que le sacan de cuajo las raíces de la vida cuando lo privan de él.
Otros mueren, como Greeley y Hancock, de desear la presidencia. Arthur murió de tener que abandonarla.
Dicen los que le vieron en los días últimos de su poder que era extraño y enfermizo el brillo de su mirada, que había llanto profundo en su alegría cortés, que los desgajamientos de la caída se le veían en el livor del rostro.
Él no creyó que había de abandonar tan pronto la Casa Blanca. Quiso continuar como propietario en el asiento a que había subido en una hora trágica como sustituto.[9]
Él había sacrificado su lealtad para con sus valedores más generosos y fieles, en la esperanza de conquistar por los actos con que se apartaba de ellos el renombre de imparcial que debía asegurar su elección de presidente en la inmediata campaña.
Blaine le puso en el hombro su garra formidable, y con la candidatura le arrancó literalmente la vida.
Aquel atlético y amigable caballero, fuerte como ninguno en cenas y galanterías, comenzó a morir del corazón enfermo el día en que supo que Blaine, y no él, era el candidato de su partido para la presidencia.
Se le entró por alma y cuerpo como un tósigo aquel perfume de mujer hermosa que en los años de su gobierno desvaneció a Washington.
No mueren nunca sin dejar enseñanza los hombres en quienes culminan los elementos y caracteres de los pueblos; por lo que, bien entendida, viene a ser un curso histórico la biografía de un hombre prominente.[10]
En la elevación de cada hombre, por más que pueda parecer injusta y casual, hay causas fijas y de gran cuantía, ya residan por fuerza original en el encumbrado, ya dominen por fuerza nacional en el pueblo que los encumbra.
Todo gobernante representa, aun en las formas más extraviadas y degradantes del gobierno, una fuerza activa y considerable, visible u oculta:—y cae, cualesquiera que sean su poder y aparato legal, cuando esta fuerza cesa, o él cesa de representarla.
No hay en los pueblos cosa más real que sus gobiernos.
Las Repúblicas tienen, como excrecencias de su majestad y gusanos de su tronco, sus callejuelas y sus pasadizos, y así como en las horas de tormenta el instinto seguro del pueblo le lleva a elegir por guía el águila que cruza con más serenidad el aire, sucede en las horas de calma, cuando las águilas reposan, que las ambiciones, hábiles de suyo y agresivas, se entran por donde duerme la verdadera grandeza, que solo da cuenta de sí cuando un peligro digno de ella viene a despertarla.
Así aconteció que muerto Lincoln, quien hasta en la forma de la mano llevaba puesta por la naturaleza la insignia del poder, fue la política del Partido Republicano cayendo, de Grant a Hayes, en las rivalidades y apetitos por donde se pudren y perecen los partidos triunfantes.
El Sur, domado, no inspiraba miedo. El Norte, próspero, solo pensó en gozar de la victoria. Y como los hombres necesitan de pelea, tan pronto como los republicanos no tuvieron enemigo contra quien combatir, combatieron entre sí, por el provecho los más viles, y los de espíritu superior por el triunfo.
No había durado bastante la guerra para que el prestigio de los militares afortunados o valerosos predominara en el ánimo del país sobre el cariño y orgullo con que mira por sus libertades; y la fama de Grant, única que ofuscó el albedrío de sus conciudadanos, se deslucía en los oficios respetuosos de la paz, que repelen justamente la disciplina y arrogancia necesarias en la guerra.
La idea misma que produjo al Partido Republicano, descansó después de vencer: con Lincoln, en quien resplandeció más vigorosamente, pareció morir lo mejor y más alto de ella.
Y puesta para muchos años la mesa del poder, quedó entregado el partido vencedor, con toda la gloria y recursos del triunfo, a la gula de los codiciosos y a los celos de los espíritus brillantes e inquietos que tienen gozo sumo y de mera ambición en demostrar a los hombres su capacidad para mandarlos. Ese aspecto de la República creó a Arthur.
Claro está que en un país de pensamiento, solo por las sorpresas de la guerra puede subir un hombre inculto al poder; y que, por mucho a que lleguen los manejos ruines de los políticos de oficio, solo va creciendo al amparo de ellos ante la opinión el que la corteja con más prudencia y gracia y no desfigura con la brutalidad del deseo manifiesto sus intenciones de cautivar para sí la simpatía pública: hasta puede decirse con razón que el vulgo prefiere a aquellos en quienes halla sus defectos propios, siempre que no los exhiban con tal desvergüenza que le quite la capacidad de publicar su apoyo.
Y si a ese suave modo y cauta vestidura se une un grano de aquel valer esencial y genuino que lleva a los hombres en los instantes críticos a olvidar su interés por el de una idea generosa, he ahí que la persona política se condensa y consagra, y queda en puesto para las más altas empresas, caso de que los lances de partido, diestramente aprovechados, los lleven[11] hasta ellas.
Arthur vino de quien suele engendrar los presidentes de los Estados Unidos: de un sacerdote protestante.
El suyo fue buen padre, puesto que en su tiempo y país no reñían como riñen en otros, el ser padre bueno y criar a su hijo para abogado.
El futuro presidente empezó su vida de hombre por esa santa tarea que parece preparar bien para la paciencia y justicia que requiere el gobierno,—la enseñanza; siendo cosa curiosa que Arthur hubiese estado de director de la misma escuela en que dos años después entró a enseñar caligrafía James A. Garfield, por cuya muerte había de venir Arthur con el correr del tiempo a ocupar la presidencia.
¡Sirvan esos modelos de castigo a los mozos que no hallan sabor al aprendizaje llano, y apenas barbados quieren todos empezar en la vida de pontífices!—¡Así anda el mundo, empedrado de Ícaros!
Precisamente se pagó los estudios de abogado con los “quinientos pesos que ahorró” trabajando como maestro de escuela.
Ya titulado, se estableció en New York; y como parece que sí hay hombres que seducen a la fortuna, sucedió que a los pocos meses de tener su estudio abierto se le deparó uno de esos casos que ungen una vida.
Vino un bribón de Virginia con ocho negros esclavos, de paso para Texas; levantó el juez la cuestión de que por pisar estado libre eran en él libres los siervos; y Arthur abogó por los negros, frente al Sur que aullaba, y ganó el caso en el tribunal inferior, y lo volvió a ganar en el tribunal superior, contra la elocuencia y habilidad de O’Conor[12] ¡pues hubo lenguas que no se secaron al defender por la paga a los dueños de los negros! No hay espectáculo, en verdad, más odioso que el de los talentos serviles.
Otro caso vino después a coronar este. Echaron de un tranway[13] a una pobre negra, y Arthur obtuvo entre grandes celebraciones la decisión que por primera vez autorizó a los negros en New York a entrar en todas partes por derecho propio a nivel de los blancos.
Y esa fue la acción superior y generosa que mantuvo a Arthur, a pesar de sus compadrazgos y cábalas, en la dignidad de persona pública.
Aquella victoria le puso alas para la vida: y la seda del trato, que es aquí muy escasa, y lo arrogante y pulcro de su persona, le abrían las puertas con facilidad extraordinaria.
Pero más que por estas condiciones se ganaba amigos por su aire de jovial franqueza, tan seductora para los hombres como la austeridad les es temible, y por cierta facilidad más dichosa que envidiable, de parecer como que necesitaba la guía ajena y se sometía a ella de buen grado; y haciendo como que obedecía, fue de cumbre en cumbre tomando rango entre los que mandaban.
Desde estudiante se le conocía ya ese poder; porque era tal su capacidad para dirigir sin que se lo sintiese, que él, que no hablaba nunca en los debates de sus compañeros, resultaba ser para todo lo de voto y mando un caimacán de cuenta. Quien lisonjea, manda.
Así, galante y culto, se vino deslizando desde los oficios humildes de la política hasta su empleo más alto; y como tenía el arte de dividir con sus asociados la buena fortuna que sacaba de la asociación, y de trabajar ostensiblemente en pro de la camarilla a que pertenecía, esta no le escatimaba su apoyo, ni se encelaba de verlo ir subiendo entre aquellos a quienes hacía gala de servir: tanto que su habilidad suprema fue la de perfeccionar el sistema de la asociación para provechos políticos, y, convirtiendo a los que pudiesen ser sus rivales en sus cómplices, recoger en sí, sin excitar sospechas, el poder que iba logrando para la asociación con ayuda de ella.
Privada su naturaleza de aquella ciega generosidad e ímpetu heroico que levantan sobre el nivel común a las almas mayores, comprendió a tiempo que domina a los hombres el que aparenta servirlos, y tiene más seguro el mando aquel que no deja ver que lo desea, ni lastima la ambición, orgullo o decoro de sus émulos con el espectáculo de su presunción y soberbia.
¡Y de ambición ha muerto ese hombre de apariencia tan suave que nadie hubiese dicho que de eso muriera!
Le iba ayudando su misma pequeñez, porque por mucho que él desease, no se atrevía a alzar la mira a más allá de aquello de que en sí se creía merecedor, y se contentaba con predominar por su gentil manera y reconocida astucia en las intrigas e influjo de la política de su ciudad y estado; siéndole de gran auxilio su figura hermosa, la cautela con que escondía sus fines, el gallardo abandono con que esparcía entre amigos sus ganancias, y esa indiferencia formidable que suele llegar a parecer una virtud, cuando en verdad no es más que el refinamiento del egoísmo.
Sin nada que le preocupase tanto como su propia fortuna, no veía en las cosas públicas con la ira o la fe que ciegan a otros, sino iba sobre firme a lo que le convenía particularmente, y su misma frialdad y descuido de los intereses humanos le daban aquella calma infecunda que suele pasar entre los políticos miopes por espíritu de conciliación y sensatez.
Y todas esas facultades menores las extremó y usó con tal cordura, que por su excelencia en ellas, que son parte viva de la política de la nación, y por representarlas más cabalmente que otro alguno, llegó a subir, en una época de política menor, al puesto de donde una bala trágica lo llevó a gobernar a su república.[14]
Toda la historia de Arthur está en la de las intrigas políticas de su partido. Nunca adelantó por sí, sino como representante de la camarilla en que servía.
Cada caída o triunfo suyo, y cada acto notable de su existencia, no es un suceso de orden nacional, en que las ideas choquen y luzcan, sino de orden interno de partido, en que las personalidades rivales se arrancan el provecho y la honra diente a diente.
Ya en los puestos, verdad es, se ganaba la voluntad por moderación caballeresca, el blando modo con que suavizaban su energía, su bondad personal, que fue sincera, y aquellas gracias corteses y llaneza digna que añaden tanto al mérito y llegan a disimular su ausencia y a suplirlo.
Pero si con sus subordinados era afectuoso, y en el manejo de los fondos públicos irreprochable, nunca dejó de servirse del influjo que con esto mismo obtenía, para ir trenzando una organización política tan fuerte y estrecha que no había en el estado distrito donde no tuviese de agente un empleado suyo, ni convención en que no sacara triunfante a sus candidatos, ni cábala posible sin su voluntad, ni elección segura sino por sus manos.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Véase la crónica “La muerte del expresidente Arthur”, publicada en El Partido Liberal, de México, el 19 de diciembre de 1886, que trata el mismo tema. (OCEC, t. 25, pp. 39-52).
[2] Errata en La Nación: “Baddha”. En inglés; Buda.
[4] Nombre de una calle y de un barrio tradicional en el sur de Manhattan, Nueva York, Estados Unidos de América.
[5] Abraham Lincoln: una historia.
[6] En El Partido Liberal: “L. Nichols”. John George Nicolay.
[7] En La Nación: “Tanhaüsser”. Ópera en tres actos con libreto y música de Richard Wagner. Estrenada en el Teatro Real de Dresde, el 19 de octubre de 1845.
[8] Ópera romántica en tres actos con música y libreto de Richard Wagner, estrenada en Weimar el 28 de agosto de 1850.
[9] Tras la muerte de James A. Garfield, el 19 de septiembre de 1881, lo sustituyó en la presidencia.
[10] Nótese la similitud temática con las crónicas “Muerte de Roscoe Conkling” y “El orador Roscoe Conkling”, publicadas en La Nación, de Buenos Aires, el 19 y el 9 de junio de 1888. (OCEC, t. 28, pp. 183-193 y 208-218). (N. del E. del sitio web).
[11] Errata en La Nación: “llevan”.
[12] En La Nación: “O’Connor”. Charles O’Conor.
[13] En inglés; tranvía.
[14] Referencia al asesinato del presidente Garfield, cuando Arthur era vicepresidente de Estados Unidos. Garfield recibió dos balazos, ninguno mortal, pero el tratamiento médico sin asepsia le provocó una peritonitis causante de la muerte.