CARTAS DE NUEVA YORK
EXPRESAMENTE ESCRITAS PARA
LA OPINIÓN NACIONAL
Longfellow ha muerto.[1]—Su muerte, sus versos, su vida.—Urnas sonoras.—Abogados mujeres.—La mujer en los asilos, en los hospitales, en las cárceles, en las escuelas.—La mujer en las universidades.—En Inglaterra y en los Estados Unidos.—Derecho de desembarque que han de pagar los inmigrantes.—Fauces enormes.[2]
Nueva York, 1ro de abril de 1882.
Señor Director de La Opinión Nacional.
Ya, como vaso frío, duerme en la tierra el poeta celebrado. Ya no mirará más desde los cristales de su ventana los niños que jugaban, las hojas que revoloteaban y caían, los copos de nieve que fingían en el aire danza jovial de mariposas blancas,[3] los árboles abatidos, como por el pesar los hombres, por el viento, y el sol claro, que hace bien al alma limpia, y esas leves visiones de alas tenues que los poetas divisan en los aires, y esa calma solemne, que como vapor de altar inmenso, flota, a manera de humo, sobre los montes azules, los llanos espigados y los árboles coposos de la tierra. Ya ha muerto Longfellow. ¡Oh!,[4] cómo acompañan, los buenos poetas! ¡Qué tiernos amigos, esos a quienes no conocemos! ¡Qué benefactores, esos que cantan cosas divinas y consuelan! ¡Si hacen llorar, cómo alivian! ¡Si hacen pensar, cómo empujan, y agrandan! Y, si están tristes ¡cómo pueblan de blandas músicas los espacios del alma, y tañen en los aires, y le sacan sones, como si fuera el aire lira, y ellos supieran el hermoso secreto de tañerlo!
La vida, como un ave que se va, dejó su cuerpo. Le vistieron de ropas negras. Le arreglaron la blanca barba ondeante sobre el pecho. Le besaron la mano generosa. Miraron tristemente, como quien ve un templo vacío, su frente alta. Le acostaron en su ataúd de paño. Le pusieron en él un ramo humilde de flores campestres. Y abrieron, bajo la copa de un álamo majestuoso, un hueco en tierra. Y allí duerme.
Y ¡qué hermoso fue en vida! Tenía aquella mística hermosura de los hombres buenos; el color sano de los castos; la arrogancia magnífica de los virtuosos; la bondad de los grandes, la tristeza de los vivos, y aquel anhelo de la muerte, que hace la vida bella. Era su pecho ancho, su andar seguro, su cortesía real, su rostro inefable, su mirada fogosa y acariciadora. Había vivido entre literaturas, y sido quien era, lo que es mérito grande. Le sirvieron sus estudios como de crisol, que es de lo que han de servir, y no de grillos, como sirven a otros. Tanta era su luz propia, que no pudieron cegarla reflejos de otras luces. Fue de los que dan de sí, y no de los que toman de otros. Le graznaron cuervos, que graznan siempre a las águilas. Le mordieron los envidiosos, que tienen dientes verdes. Pero los dientes no hincan en la luz. Él anduvo sereno, propagando paz, señalando bellezas—que es modo de apaciguar, mirando ansiosamente el aire vago, puestos los ojos en las altas nubes y en los montes altos. Veía a la tierra, donde se trabaja, hermosa; y la otra tierra, donde tal vez se trabaja también, más hermosa todavía. No tenía ansia de reposar, porque no estaba cansado; pero como había vivido tanto, tenía ansia de hijo que ha mucho tiempo no ve a su madre. Sentía a veces una blanda tristeza, como quien ve a lo lejos en la sombra negra rayos de luna. Y otras veces, prisa de acabar, o duda de la vida posterior, o espanto de conocerse, le llenaban de relámpagos los ojos. Y luego sonreía, como quien se vence. Parecía un hombre que había domado a un águila.
Son sus versos como urnas sonoras, y como estatuas griegas. Parecen al ojo frívolo pequeños, como parece de primera vez todo lo grande. Mas luego surge de ellos, como de las estatuas griegas, ese suave encanto de la proporción y la armonía. Y no batallan, en lo hondo de esas urnas, ángeles rebeldes en nubes encendidas; ni se escapan de ellas lamentos alados, que vuelan como cóndores heridos, lúgubre la mirada llameante, el pecho rojo; ni sobre rosas muelles se tienden descuidados, al son de los blandos besos y la amable avena, los tiernos amadores, sino que es su poesía vaso de mirra, de donde asciende en humo fragante como en homenaje a lo alto, la esencia humana. Hizo el poeta canoso versos varios, y supo de finlandeses y noruegos, y de estudiantes salmantinos, y de monjas moravas, y de fantasmas suecos y de cosas de la colonia pintoresca y de la América salvaje. Pero estos ocios de la mente, que son bellos, no copian bien el alma del poeta, ni son su obra real, sino aquellos vagares de sus ojos y efluvios de su espíritu, y luengos y ternísimos coloquios con la solemne naturaleza, que era como la desposada de este amante, y se ponía para él sus galas ricas, y le mostraba, confiada en su amor, los tesoros de su magnífica hermosura. Y sus labios, hechos al canto, fluían entonces versos armoniosos. Así miraba, desde los cristales de su ventana, la tarde oscura, no como quien teme a la noche, sino como quien aguarda a su perezosa desposada. Y le parecían los niños flores, y las niñas rosas, y él era para ellas muro viejo, por el que trepaban alegres las rosas y las flores. Le sobrecogía, como a onda mísera, el miedo de perderse en el mar inmenso como onda, y se rebelaba, y se preguntaba cuál era entonces la utilidad de tanta pena, y la razón de tanto bárbaro martirio, pero tenía piedad de sí, y de los demás, y no contaba estos dolores a los hombres. Quería que se viviese como Héctor, y no como Paris, que se viviera sin ira, y con agradecimiento; y que se supiese cuánto hay de hermoso en el dolor, y en la muerte, y en el trabajo. No incitaba a los humanos a cóleras estériles, sino al bravo cultivo de sí mismos. Creyó que, puesto que se tienen brazos, han de moverse y emplearse; y puesto que se tiene alma, ha de vivirse de ella, y no de vanidad, ni de comprar ni vender goces, por cuanto no es goce el que se compra o vende. Veía la vida como monte, y el estar en ella como la obligación de llevar un estandarte blanco a la cima del monte. Y vivió en paz fuera de los mercados bulliciosos, donde los árboles rumoreaban, y trabajaba, a la sombra de un castaño, un herrero robusto, y volaban, como las hebras rubias del maíz tierno, las chispas de la fragua, y se paraban a verlas, como pensativos,[5] parvadas de escolares pequeñuelos. Y ha muerto ahora serenamente, cual se hunde en el mar la onda. Los niños llevan su nombre; está vacío el sillón alto, hecho del castaño del herrero, que le regalaron, muy labrado y mullido los niños amorosos; anda, con son pausado, el reloj rudo, que sobrevive al artífice que lo hizo, y al héroe que midió en él la hora de las batallas,[6] y al poeta que lo celebró en sus cantos; y cuando, más como voz de venganza que como palabra[7] de consuelo, sonaron sobre la fosa abierta aún aquellos sones religiosos, salmodiados tristísimamente por el hermano del poeta,[8] que dicen que se vino del polvo y al polvo se vuelve, parecía que la naturaleza descontenta, en cuyo seno posaba ya su amado, enviaba el aire recio que abatía sobre la tumba fresca el ramaje del álamo umbroso, y que decía el viento en las ramas, como consuelo y como promesa los nobles versos de Longfellow, en que cuenta que no se dijo lo de la vuelta al polvo para el alma. Y echaron tierra en la fosa, y cayó nieve, y volvieron camino a la ciudad mudos y tímidos, el poeta Holmes, el orador Curtis, el novelista Howells; Luis Agassiz, hijo del sabio,[9] que lo fue de veras porque no fue para él el cuerpo, como para tantos otros, velo del alma, y el tierno Whittier, y Emerson trémulo, en cuyo rostro enjuto ya se pinta ese solemne y majestuoso recogimiento del que siente que ya se pliega[10] su cabeza del lado de la almohada desconocida!
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Henry Wadsworth Longfellow murió el 24 de marzo de 1882.
[2] En La Opinión Nacional: “Fauce enorme”.
[3] Punto y coma en La Opinión Nacional.
[4] Se añade coma.
[5] Al parecer, errata en La Opinión Nacional: “con pensativos”.
[6] George Washington. Véase la referencia en la crónica “Los bárbaros ‘caminadores’”, en OCEC, t. 9, la p. 277.
[7] Errata en La Opinión Nacional: “paladra”.
[8] Samuel Longfellow.
[9] El hijo de Louis J. Agassiz se llamó en realidad Alexander.
[10] Errata en La Opinión Nacional: “plega”.