CARTA DE NUEVA YORK

EXPRESAMENTE ESCRITA PARA

LA OPINIÓN NACIONAL

Los bárbaros “caminadores”.—Carrera de hombres.—Atletas griegos y atletas modernos. Rowell y Atalanta.—El aniversario de Washington: los banquetes, las banderas, los discípulos de Pedro Cooper.—Blaine pronuncia ante el Congreso el elogio de Garfield.—El hombre externo y el hombre invisible.—Poeta en acciones.—Longfellow, el poeta.—Su aniversario, su casa, sus libros, su vida.

Nueva York, 4 de marzo de 1882.

Señor Director de La Opinión Nacional.

Con más dificultad se abre paso el espíritu por entre las brumas húmedas de este mes de marzo, que lo espantan y contristan, y lo invitan, no a salir de sí, sino a reentrar en sí,—que aquella con que, en este instante mismo,—apretados los codos a ambos costados, cerrados los puños, jadeante la faz, y llagados los pies, tajan el aire en su carrera los “caminadores”, que en torneo por dineros, comparten con sus hazañas repugnantes, su faz marmórea, y sus ojos salidos de las órbitas la admiración de un público enfermizo que ha aprendido a mirar sin dolor las lastimaduras de los pies, y las del alma. Un héroe es un bellaco, y un caminador es un héroe. Las almas asustadas y púdicas; los que no caben en sí y anhelan verterse en los otros; los que prefieren el derecho de vivir en paz en la vida próxima, al goce de una paz que se compra demasiado cara en esta vida; los que gustan más de ver ricas las arcas del alma,—con cuyo oro se compra el bien eterno, que las arcas de dineros, cuyo cuño suele ser marca de infamia para el alma que la señalará en sus trances próximos, —como la cédula amarilla al presidiario francés,—son a los ojos de buena suma de neoyorquinos[1] como flores enfermas o mentes sin seso, o maravillas extraterrenas, u hombres de poca monta, que ven más por los otros que por sí: en tanto que de manos enguantadas y breves, acabado remate de airosos brazos femeniles, cae a los pies de un negrillo caminador, vestido de camisa de seda azul y pantalón de seda roja, una herradura de rosas opulentas, con que la dama de Nueva York desea al negrillo buena suerte en el rudo torneo. Hurras responden a la dádiva, hurras estruendosos de aquellos diez millares de hombres que llenan el circo, henchido de humo espeso, humo de vicios, y de ese aroma de frutas estrujadas, de naranja sin jugo, de manzanas mondadas, grato a las almas corrompidas. Caminan de día, caminan de noche, caminan sin tregua. La gente entra en el hipódromo de Madison[2] a oleadas, no para ver el trance de adelanto de los hombres a un estado mental o moral sumo, sino para ver y vitorear el trance de retroceso del hombre al bruto.

     Mas no lucen estos caminadores como aquellos corceles del desierto, sobre cuyo dorso musculoso ondea el albornoz franjado de oro del altanero beduino, y que parecen, más que siervos, señores de sus magníficos jinetes; sino que con sus zapatillas de caminar, y su camisa ceñida y calzón corto de colores alegres, hundido el rostro entre los hombros, pegado a las sienes enjutas el cabello lacio y sudoroso, respirando difícilmente por entre los labios pálidos y colgantes, andan al paso, galopan, trotan, se detienen sofocados, se disputan el puesto primero, se codean, se ofenden, hasta que, vencidos por la fatiga, se refugian un instante en sus tiendas respectivas, a que sus cuidadores les bañen y cepillen los miembros hinchados, y toman de manos de ellos sin detenerse en su carrera, una tajada de pan, una costilla de carnero, o un trozo de carne a medio cocer, en las que hincan los dientes voraces a par que galopan. Y así durante el día, así en la alta noche, así en el alba. En anchos carteles van anotándose las millas que andan. En pequeñas mesas, tienen abiertos los libros de apostar los que han pagado dos centenares de pesos por recibir apuestas, que se hacen a los pies de los hombres, como a sus puños, como a la ligereza de los caballos. Y estos hombres se pesan, y se nutren, y se demacran de antemano. Cuál no toma más que leche, que alimenta y no carga el cuerpo de excrecencia, que estorba para la marcha; cuál solo come avena, que da fuerza a los músculos; cuál vive de carne sangrienta, tal como la rebana el cuchillo del matador del lomo de la res. Y cada cual tiene sus hombres de cuidar, que les preparan durante el torneo bebistrajos fortalecedores, y menjurjes, y friegas, y los reciben en sus brazos cuando ebrios de sueño y adementados se apartan un momento de la pista, y los ponen en pie, los reaniman con golpes eléctricos o golpes de puño, y los echan a andar aún dormidos por la arena cubierta de aserrín, que miran con sus ojos abiertos y azorados, y revuelven con sus pies tambaleantes, en tanto que tiritan en sus asientos, despiertos por el miedo de perder y el ansia de ganar, los apostadores, y filtran por las hendijas y cristales el aire húmedo y las luces fantásticas de la madrugada.

     Y esto lo hacen, porque se ha prometido que aquel de los caminadores que haya andado más espacio al cabo de ciento cuarenta y dos horas, ganará para sí tantos millares de pesos cuantos sean los que se han presentado a tornear, cada uno de los cuales deposita un millar a la entrada, y ganará también si anda los seis días del torneo quinientas veinticinco millas, o más, todos los dineros del público que acude ávido a toda hora del día y de la noche a ver cómo el fornido inglés Rowell, de piernas cortas, que anda en veintidós horas y media ciento cincuenta millas, vence sin esfuerzo a Scott gigantesco, que viste camisa de lana blanca y calzón rojo, y a Hazael que tiene de zorra, y lleva piernas encarnadas y azules, y al escocés Noremac, que tiene de lobo, y a Fitzgerald famoso, que anduvo quinientas ochenta y dos millas en seis días, y a Sullivan, que luce traje verde, y a Hart, el negro esbelto, de andar rítmico y cuerpo donairoso, que corre por entre sus rivales con los brazos llenos de cestos de flores que le dan las damas, como aquellos flamencos antillanos que pasean ligeramente el cuerpo rosado por la arena abrasada de la margen marina.

     Ni es esta aquella garbosa lucha griega, en que a los acordes de la flauta y de la cítara lucían en las hermosas fiestas panateneas sus músculos robustos y su destreza en la carrera los hombres jóvenes del Ática, para que el viento llevase luego sus hazañas, cantadas por los poetas coronadas de laurel y olivo, a decir de los tiranos que aún eran bastante fuertes los brazos de los griegos para empuñar el acero vengador de Harmodio y Aristogitón. Ni es aquel aire balsámico de las serenas tardes atenienses, en que envueltos los hombres arrogantes en el majestuoso himation[3] de ruda lona y anchos pliegues, y las mujeres en sus suntuosas diploidias, oían de pie que ceñían con sandalias, y con la cabeza, que ornaban con diadema, los versos desesperados y terribles de Edipo el Tirano.[4]

     Ni son los premios de estos caminadores, como de los que se disputaban el premio de correr en aquellas fiestas, coronas de laurel verde y fragante, o ramillas de mirto florecido.—Sino que estos jayanes andan pesadamente,—y dan vuelta al circo con una esponja en la mano y una toalla[5] en la otra,—y comen dando vueltas, como perro famélico que huye con la presa entre los dientes, y se enllagan los pies,—y se hinchan el rostro, a punto tal que parece que estalla,—y se arrastran por la pista revuelta, como jacos de posta sudorosos y latigueados,—y ruedan por tierras, hinchadas las rodillas y tobillos, o caen inertes como resortes rotos o masas apagadas,—por unos cuantos dineros, cuyo sonido, al rebotar sobre los mostradores de la entrada aligera y anima su marcha!

     Oh! El espíritu humano, como la tierra, como la atmósfera, tiene capas. Las unas son de arena menudísima, que el sol calienta, y movida de vientos extraños, asciende, en revueltas y brillantes columnas al sol: y son las otras de roca áspera, en que parece quebrarse impotente, como en masa intachable, el cincel divino.—Ni se casarán al fin de esta lidia, el astuto Hipómenes[6] y la hermosa Atalanta, que vencía a todos sus rivales en la carrera, y les daba muerte, con su acerada jabalina, mas no venció a Hipómenes, que dejó caer tras sí en la justa las manzanas de oro que tentaron la avaricia de la hermosa, y dieron tiempo al doncel enamorado para llegar, antes que la hija adusta de Esqueneo,[7] al término de la carrera cuyo premio era el amor de aquella vencedora de centauros: lo que enseña que han de tenerse los ojos siempre cerrados a las manzanas de oro;—si no que acabará esta fiesta del hipódromo Madison en disputas y querellas de rufianes, malcontentos con haber de perder, o haber de compartir, las monedas de la apuesta. De vapores de mirto iban oreadas las sienes de los esbeltos corredores de otro tiempo: y orean las sienes de estos, en salones sombríos y húmedos, que parecen cuevas, los vapores del lúpulo.

     No está lejos del circo donde, hombro a hombro, trotan ya en parejas, ya en grupo, ya a la cabeza, ya a la zaga los caminadores,—la estatua de bronce de aquel robusto soldado a quien, como a monumento humano, y ejemplo y prez de su raza, vuelven hoy los ojos los americanos, cuyo valor avigoró con su prudencia, y los hombres todos de la tierra, que vieron convertirse en sus manos generosas la espada del triunfo en rama de oliva:—la Estatua de Washington, que lucía al sol brillante del día veintidós de febrero, en que ha ciento cincuenta años nació, raquíticas guirnaldas y menguadas coronas, allí llevadas por la mano marcial de soldados piadosos, cuando debieran,—por cuanto ayuda a ser grande el respeto a los grandes,—venir en este día al altar de granito y de bronce con sus hijos los padres, y con coronas de rosas frescas las doncellas, y con bandera al aire y destocados los niños que se instruyen en las escuelas, y con la falda llena de siemprevivas y las manos llenas de besos las niñas de la ciudad.

     Comienza a ser desventurado el pueblo que empieza a ser desagradecido. El grano de oro ha de ser cosechado en los campos y en las almas. Corre peligro de perder fuerza para actos heroicos nuevos aquel que pierde, o no guarda bastante, la memoria de los actos heroicos antiguos. Y aquí se cierran, en el día de Washington, tribunales, escuelas, casas de banca y oficinas; los mozos de tiendas pasean alegres por el ancho Broadway a sus amadas bulliciosas; bullen repletos[8] en tarde y noche los teatros; limpia el pilluelo las botas colosales que le dio el munífico vecino, y orla su camisa azul de un cuello amarillento, y encarama en su hirsuta cabellera, revuelta como nido de pájaros traviesos, un sombrerillo agujereado; asoman, en las calles suntuosas, rubias cabezas de damas, y manos cuajadas de diamantes ocúpanse con afán, ya en cambiar saludo con el galán rubio, ya en ayudarse de él para colgar a sus ventanas señoriales la alegre bandera de la tierra.

     En una parte son banquetes, y en la otra discursos, y en los edificios públicos gala y pabellones; mas es este deber de hábito, o de gobierno, o tributo de leales corazones y almas privilegiadas, no la procesión maravillosa en que para hacerse de esas fuerzas de espíritu que la vida moderna ofusca y retacea, debiera la ciudad agradecida venir cada año a honrar a aquel héroe amable y sereno, a quien no cegó ese reflejo funesto de la luz del sol en los laureles de la corona de la gloria, ni devoraron esos apetitos de lengua de llama que engendra el triunfo. Es aquí ese aniversario día de suelta y paseo, mas no de reverencia; y como a voces anticuadas suenan las nobles voces que en círculos estrechos se alzan aún, con vehemencia filial, a loar aquel que no odió, ni ambicionó, ni engañó, ni quiso ser más que caballero de la virtud, conquistador de la libertad, y soldado cristiano. De gran vaso de antigua labor, de donde un día bebieron Henry Clay, aquel jefe de hombres, y Daniel Webster, en quien su nación se hizo hombre—sacaba en la casa del club Washington[9] humeante ponche un capitán canoso; y daba de él al elocuente Daniel Sickles,[10] que perdió una pierna en las batallas, y con su palabra fogosa gana otras; y al orador Walker, que saludaba en el caudillo de la independencia a un hombre tal que ni tuvo par antes de él ni ha de tenerlo luego; y al caballero Fairchild, que ha traído de España un mensaje de amor de la reina Cristina a esa viuda[11] de Garfield nobilísima, que esconde en la aldea oscura, su dolor sereno y sus virtudes pudorosas. El dolor se ofende de que miren a él y lo publiquen.

     En torno a la mesa de la Sociedad de Cincinnati, oían prohombres las palabras sobrias con que el general Grant, que rebosa ansias y acontecimientos, honraba, en la fiesta del día, al ejército de los Estados Unidos. Y como en la faena de acaparar fortuna, olvidan los americanos nuevos a aquellos veteranos que en 1812 movieron y mantuvieron guerra a los ingleses, que estorbaban el comercio de Norteamérica, herían en la mar a los tripulantes de sus barcas, y asaltaban en el océano solitario, so pretexto de derecho de registro, sus buques indefensos,—tráenlos a su mesa en este día de Washington los veteranos de aquella otra guerra ruda de 1848 contra México, que fue a la voz de Taylor y de Scott, hasta enrojecer con sangre de niños bravos[12] que almenaron el último castillo de la patria, la lava abrupta, que como entraña de monte roto, se alza fría y abandonada en el solemne valle mexicano. Truécase el fuego en piedra, como en peñasco truecan los años en el pecho los hervores volcánicos y generosos de la mocedad. Y el buen Pedro Cooper, con su cabellera blanca y con su báculo, preside la fiesta de los mancebos aplicados de su instituto,[13] a quienes ruega que en este aniversario del padre de la patria, se junten a hablar de él, y a contarse sus méritos, y cómo era ya en su niñez, juez más que compañero de sus amigos, tan pulcro y recto que no parecía su espíritu abismo, sino llano; y como puso a su bravura el freno de la prudencia, quitó a la justicia las espuelas de la venganza; y cómo con artes de indio, que da la tierra, caía de súbito sobre los ingleses aterrados y revueltos, y con decoro de puritano, haciendo a un lado la corona de monarca, colgaba de su casa de labriego la espada del triunfo; y cómo lloraba a grandes lágrimas, cuando presentaba a Lafayette magnánimo, que le venía a ayudar de Francia, a sus soldados gloriosos y macilentos; y cómo, vencido en Brooklyn, salvó con su serenidad a su ejército, y vencedor en Princeton, se aprovechó con celeridad de la victoria; y cómo, en suma, el que a la cabeza de batalladores medio desnudos acampaba en cabañas alzadas con troncos de árboles en medio de la nieve,[14] presidió luego en fértil paz y en próspera fortuna a su pueblo agradecido, que dobló la rodilla sollozando y puso la frente en tierra cuando supo que el hombre virtuoso había muerto en su casa tranquila de Mount Vernon.[15] ¡Buen Pedro Cooper! Así, cuando la maldad reina entre los hombres, la virtud tiene siempre hogares encendidos.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] En La Opinión Nacional: “neoyorkinos”.

 [2] Referencia al Madison Square Garden.

 [3] En La Opinión Nacional: “hymation”.

[4] Probable alusión al momento de la tragedia Edipo rey, de Sófocles, en el que el rey de Tebas sale a escena luego de arrancarse los ojos en castigo por haber dado muerte a su padre y haberse desposado con su madre.

[5] Errata en La Opinión Nacional: “thoalla”.

 [6] En La Opinión Nacional: “Hymennides”.

[7] En La Opinión Nacional: “Scheneo”.

[8] Errata en La Opinión Nacional: “repleto”.

[9] Washington Club House.

 [10] Errata en La Opinión Nacional: “Sikles”.

[11] Lucretia R. Garfield.

 [12] Referencia a los niños héroes de Chapultepec.

 [13] Unión Cooper.

 [14] Punto y coma en La Opinión Nacional.

 [15] Población del estado de Nueva York, Estados Unidos.