Sí: hervían aquellas calles en torno a la Academia de Música. Había como un silencio en aquel ruido. ¿Dónde aquel miedo viejo por la exco­munión? los rayos se prostituyen y se cansan Se leía en las caras decisión y prisa. Ni un harapo en el gentío, todo de ropa buena. Mucha mano ancha, cabello blanco, paso de pelear. ¿Quién dice que se ha extinguido la poesía? Por cada gusano nacen dos rosas! Donde luce un espíritu sincero, los hombres se congregan y siguen el camino, como detrás del manso la majada. Aún había sol y ya estaba lleno el teatro. Arriendan otro en frente ¡y ya está lleno! Las calles mismas parecían iglesia, y la gente llegaba, llegaba.

     ¿Quién que entró en el teatro aquella noche, a la media luz que precede a la plena de la fiesta, olvidará aquella escena que parecía una apoteosis:[22] ni un asiento sin dueño, hileras y pasillos apiñados, ya caídos a las ma­nos los sombreros y cierto aire de amor y de bravura a que los mismos que por su mal han visto tierras no hallaban nada comparable? ¡Color y olor tienen las almas! Aquella era una batalla de la paz: ¡una victoria! Caballos blancos y espadones fieros cruzaban por aquel aire acerado. Según con la cercanía de la hora avivaban la luz, se iban viendo aquellos rostros férvidos que con esfuerzo reprimían el grito, aquellos hombres asidos de la baranda de los palcos, como jinete que enfrena a su corcel, aquellas mujeres animosas a quienes venía el asiento estrecho, aquellos estandartes de seda blanca y oro que adornaban el escenario, con frases de McGlynn, con el retrato de McGlynn, con este lema: “La tierra es de la nación”,[23] con este otro: “¡Con él hasta la muerte!”

     A cada instante aquel vigor crecía. ¿Cuándo vendría el Padre, para darle el alma? Se oía ya uno u otro grito, como aquellos edecanes veloces que al empezar la revista recorren la parada. Preocupados, no aplaudieron la luz. Por donde el entusiasmo se mostró primero fue por el aplauso, vivo y amoroso con que el teatro saludó la entrada de las jóvenes del coro, vestidas de blanco: ¡solo el dolor de ver a nuestras mujeres indiferentes a las noblezas de espíritu, iguala al gozo, casi perfecto, de verlas padecer y conmoverse a nuestro lado! Empieza la sesión. El coro canta, canta con voces tímidas de nido, voces vírgenes. Preside, entre hurras, un hombre[24] que cabe en un grano de anís, todo giboso y muengo, pero que por venir a esta cruzada de los pobres perdió su puesto de lucro sin pesar. ¿Decir el rumor, el estremecimiento, la ola, cuando se puso en pie el coro en la escena, mirando a la puerta por donde venía el padre McGlynn? ¡Ni rey ni papa nunca, ni orador ni guerrero, oyeron estruendo de almas semejante! Era la libertad, que se vengaba de haber estado comprimida. Pretexto o nombre no importan: ¡Era la libertad, atacada de nuevo y viva siempre! Los niños le iban sembrando el camino de rosas. Él andaba de prisa. ¡Todo el mundo de pie, mujeres y hombres! Ondeaba la voz, tal como el mar. ¡Cuánta niña le lleva ramos de flores! Una mujer, vestida de negro cruza la escena, se arrodilla a sus pies, y le besa la mano.

     No se nota que la aplaudan: ¡ya no se puede aplaudir más! Llorar sí: casi todos lloran. También llora él caído sobre su sillón, una mano a los ojos, otra sobre el muslo, como los hebreos cuando juraban. Lo rodean sus amigos, en aquella agonía del placer. Sigue ondeando la voz, tal como el mar! La mesa del orador es un monte de flores. Y para que las almas bajen sin dolor de aquella altura, el Presidente hace cantar al coro. “¡Por Dios, dice el Presidente, que Eduardo McGlynn es un cura bien excomulgado!”

     Habló, habló después de otra tempestad de vítores, en que las mujeres, de pie en los asientos, agitaban sus pañuelos, y sombreros los hombres, y los niños banderas, y una anciana, vecina ya de la suprema luz, le tendía los dos brazos. De veras que aquel discurso irregular, impetuoso, desgarrador, violento, era una fiesta de la razón, no menos grande que aquel que se pronunció en la ruta de Worms, bajo el tilo de Moera.[25] Abrió como majestad, castigó justicia, padeció como azotado, chismeó, denunció, acabó sereno. Él es agigantado, membrudo, de rostro napoleónico, aunque amansado por la clerecía. Va enseñando el candor y el acometimiento. Engañarlo será más fácil que domarlo. El discurso lo arrastra cuando habla, sin lo cual figuraría, por la elegancia y poder de su lenguaje, entre los primeros oradores. No es lírica su oratoria, ni la tiene aún libre de los lugares comunes de la Iglesia: es como una fortaleza, tan bien trabada y segura, cuando la verba no le arrebata el pensamiento, que no es fácil hallar la juntura de las piedras. Comenzó su discurso lento y grave, con palabras que involuntariamente recordaban los martillazos con que clavó Lutero su tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg.[26]

     “Católico como soy, católico por aquello mismo por [lo] que es roja mi sangre, yo os digo, católicos, que debéis obedecer siempre a vuestra conciencia, puesto que Dios no nos la pudo poner en las almas para que fuese desobedecida: antes que la misma ley revelada está la ley natural de la conciencia. La teología moral católica enseña que el que sigue a su conciencia, aun cuando sea errando, obedece la voluntad de Dios. A la sombra del Vaticano he aprendido[27] que si el que se sienta en el Vati­cano manda a un hombre hablar u obrar contra su conciencia, manda contra el espíritu de Dios. Séquense nuestros miembros uno a uno antes que abjurar, mándelo quien lo mande, lo que nos dice nuestra razón o ven los ojos. Cuanto pretende hablar en nombre de Dios ha de traer de la razón sus credenciales. Contra la razón no puede haber verdad. Por quererla divorciar de la razón; por envilecerla en tratos temporales; por apetecer beneficios que no sientan a la túnica sagrada; por vender a trueque de poder o ganancia mortal la libertad y conciencia de los fieles a príncipes y gobiernos enemigos; por atacar neciamente lo que la naturaleza enseña con su invencible pontificado; por deslucir la esencia amorosa de la cristiandad con los incontables abusos, errores, estulticias, crímenes, del gobierno eclesiástico romano, está la Iglesia sin crédito ni casa honrada, y no hay sátrapas más grotescos y escarnecidos que los curas en los pueblos católicos! ¡Oh, me han libertado! me han libertado! A esto le respondían hurras frenéticos: Henry George,[28] el autor de la teoría sobre las contribuciones,[29] por cuya defensa excomulga el Papa a McGlynn, saltó sobre sus pies y guiaba el arrebato.

     Pero la pena del cura excomulgado, del cura de veintisiete años, se enroscaba a las alas del discurso. Los hombres eran fuertes, pero también la losa! Pintó con ingenua ternura la Iglesia del Nazareno; mas luego,—crecido de pronto con el decoro humano hollado en su persona,—como quien salta al cuello de un rufián, como quien lo sacude y lo acogota, denunció la política aleve, la intriga sutil, el gobierno fraudulento, las complicidades inicuas, la ambición tenebrosa, la naturaleza meramente humana del Pontificado. Ya era el aniquilado sacerdote que en el dolor de la agonía clava las uñas en la mano implacable que lo echa del cielo; ya el ciudadano que halla acento altivo para declarar la dignidad de su conciencia; ya el teólogo honrado recordando a su pueblo que miente quien le diga, en lo callado de la confesión o en lo solemne del altar, o conminándolo con la excomunión, que peca contra Dios y la fe católi­ca[30] el que opina y da voto conforme a su propio juicio en las cosas del gobierno de la tierra. Aprenda su fe el católico decoroso que no quiera ser burlado por los falsos ministros! ¿Que la fe es una librea? ¿Que ser católico es ser esclavo? ¿Que no se sabe en qué tratos mundanos están siempre los palacios de los obispos? No hay cuadro más mísero que el de esos ciegos que andan por el mundo de rodillas, cogidos de la fimbria de una sotana como los brahmanes que se asen, para morir en la gracia, de la cola del buey sagrado.[31]

     Aquel era discurso sin cuartel. De lo alto de toda su estatura echaba el guante. “Enseñadle a Roma los dientes, si queréis obtener de ella justicia! ¿Qué saben de nuestros asuntos de gobierno civil esos italia­nos que condenan el libro de George[32] sin leerlo, porque alarma a los ricos con quienes viven confabulados, que excomulgan a un sacerdote desde Roma porque aboga por un cambio en el sistema de cobrar los tributos en los Estados Unidos? ¿Qué les pondremos nuestra patria a los pies? ¡Sed católicos, pero hasta el instante en que para serlo tengáis que ser traidores a la patria! Ved lo que hace el Papa con los católicos de Irlanda, los más leales acaso del mundo: ¡venderlos a cambio de influjo político, al gobierno protestante de Inglaterra! Ved lo que hace el Papa con los católicos alemanes que lo defendieron como leones en el Parlamento:[33] ¡abandonarlos, censurarlos, venderlos, a cambio de apoyo para el poder temporal, al gobierno protestante de Alemania!”[34]—Y decía sin respeto el nombre de León XIII, y apayasaba los dulcísimos apellidos de monseñores y eminencias; y provocaba sobre ellos silbidos, gruñidos, befa, toda especie de escarnecimiento del auditorio que lo seguía subyugado.

     Luego, como quien desahoga el corazón, bajó a la historia de su con­flicto con el Arzobispo; de su insistencia en mantener aparte el Estado y el templo; de su santo pecado, hace cuatro años, cuando habló fuera del púlpito en pro de la tierra de sus padres, de Irlanda; de la envidia con que los curas de la ciudad miraban su iglesia, adornada de nuevo, siempre con fieles y rosas, siempre abierta; de la inmoral servidumbre, del atentado político desde el confesionario y el altar, del abuso de almas que, como condición del beneficio, exige el Arzobispo a los párrocos de su diócesis; del mentidero de la sobremesa arzobispal. Mármol de anato­mía eran aquellos párrafos. A pedazos salían de ellos vicarios y obispos.

     “Pero cómo los he de pintar, si así son, si de esos chismes viven, si por esas lentejas venden perpetuamente a Jesús, si odian la libertad sagrada al hombre, si me han robado mis niños y mis viejos, que yo asilaba con vuestra ayuda en la casa limpia que les compramos junto al mar; si son hombres secos, fosilizados, comidos de gusanos?”

     Y se le retorcía en los labios el discurso. Hablaba así por no llorar: sin rienda o tasa hablaba. Quien ha visto condenados a muerte, sabe que poco antes de morir, como moría él para su Iglesia, les viene esa volubilidad inagotable y dolorosa: la vida, como soldados sin esperanzas que asaltan una fortaleza, se les agolpa al cerebro: las palabras a medio acabar, les salen a borbotones: es una luz de incendio. Cuando acababa de desnudar a algún bribón, de enseñar bien una de esas cabezas de marfil de las sacristías, de llamar “bufón viejo” al cura indigno que le acusa de querer tomar esposa, “cuando él no quiere más esposa que la Iglesia, sacudía hacia adelante la cabeza con gestos enérgicos, como clavando con la barba en su adversario lo que acababa de decir; tal cual el indio que mira satisfecho, pegados a los ijares del caballo, los talones desnudos, altivo y sonriente, cuán bien va a la puntería su lanza. Pero el discurso en estos arranques de disimulada pena se le torcía y salía de su madre; y volvía sobre un cargo o argumento una y otra vez, como el juglar que en pleno circo, perdidas las fuerzas, siente crecer sobre sus hombros el globo de hierro con que juega, y lo echa[35] sin cesar de un hombro de otro, para entretener el exceso de dolor con la novedad de la postura.

     “¡Excomulgado! No tiene terrores para el que conoce a Dios, el abuso que hacen de él los que lo desfiguran! ¿Quiénes me excomulgan? ¿esos que pasaban las horas en el silencio viperino de las antesalas, murmu­rando porque yo había dejado acercar a la reja de comunión una pobre trabajadora cargada con un fardo? ¿esos, que me prohíben hablar en pro de George, cuya teoría de contribuciones juzgo buena, y mandan a todos los párrocos de la diócesis que hablen con la casulla puesta, contra George, y rehúsan la comunión a los que le dan su voto? ¿Esos, que nos niegan a los párrocos el derecho de expresar opinión política que no sea la que nos manden que expresemos, cuando ellos viven hundidos hasta la tirilla en manejos políticos, cuando el Arzobispo es el aliado público de la menos respetable de las asociaciones políticas de New York, cuando a mí mismo me ha enviado el Arzobispo a Washington a pedir un empleo para uno de sus favorecidos, cuando están moviendo desde hace cinco años cielo y tierra porque les reciba el gobierno un nuncio en Washing­ton, un nuncio que ate en tratos y convenios la Iglesia que debe ser libre, en pago de cuyo atentado contra la Iglesia y la República en América le tienen empeñada palabra a un obispo alemán de hacerlo arzobispo?”

     ¡Parecía, entre aquellos desesperados ataques, que llovían sobre la escena máscaras y huesos!

     Pero cómo no había de volver al cura afligido la paz de la palabra aquella continua ovación, aquellos aplausos que parecían juramentos y caricias, aquellas[36] fieras protestas de fidelidad que como saeta cruzaban el teatro? Con el puño levantado acentuaban las palabras. Los hombres como para acercarse más a él, se habían puesto en pie. Las mujeres, ansiosas y erguidas, ondeaban sus pañuelos, con aquel mismo gesto con que enjugó la Verónica el sudor de Cristo. Del cura expulso fue poco a poco emergiendo el hombre; y la palabra, conforme entraba en las ideas mayores, adquiría aquella heroica sencillez que levanta de súbito al que escucha, como si viera nacer torres del suelo, o a tajo señorial escalar el aire al águila.

     “¿Sabéis por qué me han excomulgado? Porque yo quiero que la Iglesia se gobierne en bien de los pobres, y no contra ellos, en bien exclusivo de la Iglesia; porque no me siento a las mesas de tráfico donde se ríe en secreto de la fe que en los altares se promulga: porque amo mi fe, pero no tanto que por obedecerla a los que la falsean, desobedezca yo el mandato augusto que trae a la vida el ciudadano de una República; porque no quiero consentir, ni por mi patria ni por mi religión, en que so pretexto de religión, roa una curia codiciosa las libertades de mi pa­tria.” ¿Os dicen que yo trabajo contra la Iglesia? Sí: en la única parroquia amada y popular de New York he trabajado veintisiete años, a vuestra cabecera y entre vuestros hijos para que no engañen a mi pueblo; para que no prospere por métodos corruptores una jerarquía eclesiástica egoísta; para que el clero viva en aquella nobleza y santidad de los siglos en que la Iglesia pobre admiró y sedujo al mundo: para que no hagan el catolicismo abominable por su odio a la libertad[37] y su avaricia; para que no levanten la cólera de la nación hurtando del Tesoro, acumulado por el óbolo de todas las sectas, sumas enormes destinadas a pagar las instituciones superfluas y las escuelas ciegas de una secta sola; para que no nos quiebren desde el nacer el carácter con un sistema de serviles escuelas de parroquia, donde clérigos ignorantes y abyectos, en vez de alas pondrán al niño vendas; para que no nos minen, como nos quieren minar, nuestro amplio y glorioso sistema de enseñanza pública, donde el hebreo aprende sin odio al lado del cristiano”

     “¿Sabéis por qué me han excomulgado? Porque he visto que la dis­tribución injusta de la riqueza, que la Iglesia debiera corregir en vez de aprovechar, tiene ya amontonada mucha cólera en el pecho de los hom­bres; porque creo que, en el riesgo de este encuentro bárbaro, peca contra Dios el que en vez de evitar la obra de muerte con una distribución más justa, la atrae con su descaro y la provoca; porque creo honradamente que el sistema de cobrar los tributos todos sobre la tierra acercará las fortunas, pondrá en circulación un gran caudal de riqueza estancada, criará a los hombres sin ira ni miseria en hogar propio, y evitará el levan­tamiento más hondo y temible que haya visto el mundo; porque el Papa me ha mandado que peque contra mi conciencia, que jure el nombre de Dios en vano, que niegue lo que creo; y porque, aunque me quemen vivo, no lo niego!”

     ¿Se ha visto al huracán arrebatar, arremolinar, lanzar al cielo, desme­nuzar las olas? Pues así, en un vítor que todavía no cesa que repitió la calle, que la nación repite, rompieron a esta declaración aquellas almas. “¡Y si os amenazan—decía— sobre el aplauso la voz tonante —si os amenazan con rehusaros los sacramentos porque os negáis a abjurar la verdad en que honradamente creéis, negaos a recibir los sacramentos!”— “¡Tú nos guías!” “¡Contigo hasta la muerte!” “¡Tú eres nuestro Papa!” lo abrazaban de lejos; las madres ponían en alto a sus hijos, para que aplaudiesen: hacían los hombres con los brazos, al ir saliendo McGlynn del escenario, el movimiento de quien saluda con ramos de palmas.—De esta manera, seguido de ciudades, comienza su campaña el que, si no alcanza a purificar la Iglesia Católica, o a conciliarla con la República, habrá sido al menos uno de los salvadores de la libertad.

José Martí

El Partido Liberal, México, 12 de agosto de 1887.
[Mf. en CEM]

Tomado de José Martí: Obras completas. Edición crítica, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2016, t. 26, pp. 75-87.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[22] Coma en El Partido Liberal.

[23] El padre McGlynn, en su prédica, usaba esta idea que tomó de Progreso y miseria, de Henry George.

 [24] James J. Gaham. Editor del Catholic Herald.

[25] Lutero fue citado por el emperador Carlos V a la Dieta de Worms ya acusado de hereje. En el camino a la ciudad durante abril de 1515, recibió el apoyo popular a su paso por varios lugares, entre ellos la aldea de Moera, donde pronunció un sermón a la sombra de un tilo.

 [26] Errata en El Partido Liberal: “Wittemberg”. Iglesia de Todos los Santos. Según la leyenda, el 31 de octubre de 1517 Lutero clavó en dicha iglesia del castillo de Wittenberg sus 95 tesis que condenaban la avaricia y el paganismo.

 [27] Errata en El Partido Liberal: “aprehendido”.

 [28] Se añade coma.

 [29] Referencia a un componente de la teoría de George, que sostenía la necesidad de un impuesto único.

[30] Errata en El Partido Liberal: se repite la sílaba “ca”.

[31] En el panteón de dioses hindúes, el toro sagrado Nandi era la montura ve­hicular de Shiva, dios de la destrucción y de la creación. Es tradición entre los brahmanes morir asido a la cola del toro sagrado.

 [32] En la encíclica Rerum Novarum, el papa León XIII denunció las ideas de Henry George expresadas en su obra Progreso y miseria, por lo que fue incorporado a la lista de libros prohibidos por la Iglesia. Véase parte de la crónica “El millonario Stewart y su mujer”, donde aparecen más juicios sobre esta obra. (OCEC, t. 24, pp. 287-289).

[33] Reichstag. Cámara baja del cuerpo legislativo del Imperio Alemán según la Constitución de 1871. Sus miembros eran electos por el sufragio universal masculino.

[34] En mayo de 1873 el gobierno alemán dictó una ley subordinando la Iglesia y sus bienes al Estado, lo cual motivó una larga disputa con el Vaticano.

 [35] Errata en El Partido Liberal: “hecha”.

[36] Palabra ininteligible en el microfilme. Se sigue la lección de OC, t. 11, p. 251.

[37] Errata en El Partido Liberal: “liberrad”.