JULIÁN DEL CASAL
Aquel nombre tan bello que al pie de los versos tristes y joyantes parecía invención romántica más que realidad, no es ya el nombre de un vivo. Aquel fino espíritu, aquel cariño medroso y tierno, aquella ideal peregrinación, aquel melancólico amor a la hermosura ausente de su tierra nativa, porque las letras solo pueden ser enlutadas o hetairas en un país sin libertad, ya no son hoy más que un puñado de versos, impresos en papel infeliz, como dicen que fue la vida del poeta.
De la beldad vivía prendida su alma; del cristal tallado y de la levedad japonesa; del color del ajenjo y de las rosas del jardín; de mujeres de perla, con ornamentos de plata labrada: y él, como Cellini, ponía en un salero a Júpiter. Aborrecía lo falso y pomposo. Murió, de su cuerpo endeble, o del pesar de vivir, con la fantasía elegante y enamorada, en un pueblo servil y deforme. De él se puede decir que, pagado del arte, por gustar del de Francia tan de cerca, le tomó la poesía nula, y de desgano falso e innecesario, con que los orífices del verso parisiense entretuvieron estos años últimos el vacío ideal de su época transitoria. En el mundo, si se le lleva con dignidad, hay aún poesía para mucho; todo es el valor moral con que se encare y dome la injusticia aparente de la vida: mientras haya un bien que hacer, un derecho que defender, un libro sano y fuerte que leer, un rincón de monte, una mujer buena, un verdadero amigo, tendrá vigor el corazón sensible para amar y loar lo bello y ordenado de la vida, odiosa a veces por la brutal maldad con que suelen afearla la venganza y la codicia. El sello de la grandeza es ese triunfo. De Antonio Pérez es esta verdad: “Solo los grandes estómagos digieren veneno”.
Por toda nuestra América era Julián del Casal muy conocido y amado, y ya se oirán los elogios y las tristezas. Y es que en América está ya en flor la gente nueva, que pide peso a la prosa y condición al verso, y quiere trabajo y realidad en la política y en la literatura. Lo hinchado cansó, y la política hueca y rudimentaria, y aquella falsa lozanía de las letras que recuerda los perros aventados del loco de Cervantes. Es como una familia en América esta generación literaria,[1] que principió por el rebusco imitado, y está ya en la elegancia suelta y concisa, y en la expresión artística y sincera, breve y tallada, del sentimiento personal y del juicio criollo y directo.[2] El verso, para estos trabajadores, ha de ir sonando y volando. El verso, hijo de la emoción, ha de ser fino y profundo, como una nota de arpa.[3] No se ha de decir lo raro, sino el instante raro de la emoción noble o graciosa.[4]—Y ese verso, con aplauso y cariño de los americanos, era el que trabajaba Julián del Casal. Y luego, había otra razón para que lo amasen; y fue que la poesía doliente y caprichosa que le vino de Francia con la rima excelsa, paró por ser en él la expresión natural del poco apego que artista tan delicado había de sentir por aquel país de sus entrañas, donde la conciencia oculta o confesa de la general humillación trae a todo el mundo como acorralado, o como con antifaz, sin gusto ni poder para la franqueza y las gracias del alma. La poesía vive de honra.
Murió el pobre poeta, y no lo llegamos a conocer.[5] ¡Así vamos todos, en esa pobre tierra nuestra, partidos en dos, con nuestras energías regadas por el mundo, viviendo sin persona en los pueblos ajenos, y con la persona extraña sentada en los sillones de nuestro pueblo propio! Nos agriamos en vez de amarnos. Nos encelamos en vez de abrir vía juntos. Nos queremos como por entre las rejas de una prisión. ¡En verdad que es tiempo de acabar! Ya Julián del Casal acabó, joven y triste. Quedan sus versos. La América lo quiere, por fino y por sincero. Las mujeres lo lloran.[6]
Tomado de Patria, Nueva York, 31 de octubre de 1893, no. 84, p. 2; OC, t. 5, pp. 221-222.

Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Causa extrañeza que Julián del Casal no aparezca en la relación de escritores latinoamericanos, seleccionados por Martí, a los que consideraba debía consagrar “un estudio”, que titularía “Los poetas jóvenes de América”. Ellos eran: Santiago Sierra Méndez, Víctor Olegario Andrade, Rafael Obligado Ortiz (1851-1920), Salvador Díaz Mirón, Manuel Gutiérrez Nájera, Juan de Dios Peza, Rubén Darío, Manuel Acuña, Agustín Cuenca, Manuel Puga y Acal, José Joaquín Palma, Diego Vicente Tejera, Francisco Sellén. (OC, t. 18, p. 287).
[2] Nótese la similitud temática con el siguiente pasaje martiano: “Hoy se habla en América la lengua concreta donde encaja la idea como el acero en el tahalí, y el pensamiento criollo impera y resplandece. Ya nuestra América se busca, y no hay pueblo que no tenga sus hombres de raíz, que procuran el remedio de los males en el conocimiento de ellos, y tienen fe en el asiento visible de las mezclas americanas. Con vehemente simpatía se unen, como si fueran de un solo pueblo, todas estas almas superiores, y está al proclamarse el credo independiente de la América nueva”. (JM: “La Casa Editorial Hispano-Americana”, Patria, 22 de septiembre de 1894, no. 130, p. 3; OC, t. 5, p. 440).
[3] “En América solían rimarse ideas, más que sentimientos, olvidando que la poesía y el arte todo está en la emoción inesperada y suprema por donde en una hora propicia culmina una especie de emociones semejantes. Y se pierde la perla de tanto envolverla en conchas”. (JM: “Preludios. Rafael de Castro Palomino”, Patria, Nueva York, 22 de abril de 1893, no. 58, p. 3; OC, t. 5, p. 213).
[4] Véase el aleccionador comentario de Cintio Vitier a esta frase: “No se ha de decir lo raro, sino el instante raro de la emoción noble o graciosa”, en La luz del imposible (1957), Poética. Obras 1, prólogo de Enrique Saínz, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1997, pp. 128-129. De Fina García Marruz sugerimos consultar el poema “El instante raro” (1981), Habana del centro (1997), Obra poética, prólogo de Enrique Saínz, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2008, 2 t., t. II, p. 306.
[5] Se preguntaba José Lezama Lima, con verdadero asombro, en “Las imágenes posibles”: “[…] ¿qué gran nube homérica, qué trabajo de los héroes impedía que Martí y Casal ni se hablasen ni se conociesen?” [Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, verano de 1948, año V, no. 18, p. 29; Analecta del reloj (1953), La Habana, Editorial de Letras Cubanas, 2014 (edición digital), p. 218]. Sin embargo, en el segundo de los dos gruesos libros de recortes que Casal coleccionó hasta su muerte aparece “un fragmento con los poemas XXV, XXXV y XXXVIII de los Versos sencillos (1891) de José Martí. La certeza de que uno y otro se leyeran mutuamente, aunque sea solo a través de este discreto botón, aporta un nuevo elemento al análisis de los nexos entre estas dos figuras cimeras del modernismo y de las ‘semejanzas estilísticas’ manifiestas en su obra, a juicio de Ivan Schulman, ‘en suficiente número para resistir la calificación de fortuitas’. Lector asiduo de El Partido Liberal, Casal tuvo que conocer allí las colaboraciones martianas. Tal vez los allegase Magdalena Peñarredonda, la buena amiga de ‘Julito’, que conversó con Martí en Nueva York y recibió de su mano, con autógrafo, el tomo de Versos, mas las hipótesis podrían multiplicarse”. (Leonardo Sarría Muzio: “Lecturas iberoamericanas en los libros de recortes de Julián del Casal”, Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, quinta época, año 111, La Habana, enero-junio de 2020, pp. 140-141).
[6] Raúl Hernández Novás: “El sol en la nieve”, El sol en la nieve: Julián del Casal (1863-1893), Luisa Campuzano (coord.), La Habana, Editorial Casa de las Américas, 1999, pp. 289-290.