ELOY ESCOBAR

Cansado, acaso, de hacer bien, ha muerto[1] en Venezuela Eloy Escobar, poeta y prosador eximio y tipo perfecto del caballero americano. Hasta el modo de andar revelaba en él benevolencia e hidalguía, porque iba como quien no quiere ser visto, ni tropezar con nadie, y por junto al poderoso pasaba como si no lo viese, no junto al infeliz, para quien salía a pedir prestado. Se entraba en sus paseos de mañana por las casas ami­gas, llevando a todas rosas con su palabra, que parecía ramillete de ellas, y luz con su alma ingenua, que acendró en la desdicha su perfume; era como una limpia vela latina, que al fulgor del Sol, cuando parece el Cielo acero azul, va recalando en las ensenadas de la costa. Aunque hombre de muchos años, tuvo razón para poner cierto afán en esconderlos, porque en realidad no los tenía. Era esbelto y enjuto, de pies y manos finas y vestir siempre humilde; los espejuelos de oro no deslucían la mirada amorosa y profunda de sus ojos pequeños; ostentaba su rostro aquella superior nobleza y espiritual beldad de quien no empaña la inteligencia con el olvido de la virtud, que se venga de quienes la desdeñan negando al rostro la luz que en vano envidia la inteligencia puesta al servicio del poder impuro. Era pálido, como su alma: “Musa mía de mi alma,—que en mi alma vives,—tú sabes que yo te amo—porque eres triste;—porque tu lira tiene todas las cuerdas—de la elegía”. Le caía sobre el pecho en bosque la barba.

     Fue de aquellos hombres excelsos a quienes el nacer en condición favorecida no estorba a conocer el derecho del humilde; ni la mente postiza que la cultura rudimentaria y falsa de las universidades y los dejos de la historia echan en los pueblos de Hispanoamérica sobre la mente natural, pudo entibiar nunca en aquel hijo de una casa ilustre el sano amor a la naturaleza, que le revelaba el secreto del heroísmo americano, sin buscarlo en Gonzalos[2] o en Cides,[3] y le guió a estudiar de preferencia aquellos griegos que, más que los latinos, la conocieron y cantaron, y aquel Luis de León, que, por lo ingenuo del sentido y la forma, le parecía maestro cabal, de quien los que ven poco tienen a Escobar por mero imitador, cuando lo que quería él, enamorado de la poesía nueva de América como de la gracia libre antigua, era “promover una feliz y concertada unión entre la literatura erudita española y la nuestra, tan desmayada de aquel vigor olímpico, y escasa también de los giros de una sintaxis más flexible y fuerte, y de tantos nobles vocablos que ya damos por seniles inconsultamente, y modos y frases adverbiales, y partículas que, como blanco aljófar, esmaltan la elocución poética de los príncipes del parnaso español, y tantas bellezas, en fin, y figuras y galas retóricas preciosas”.[4] Así es como pudo decir, celebrando en la lira de Fray Luis la novela india Anaida,[5] de José Ramón Yepes:

Y vuelve a la memoria
De la presente edad, el ultrajado
Inca de infausta historia,
El cacique esforzado
Y el dolor de aquel pueblo aún no llorado.

     La gracia, el infortunio y la virtud eran sus musas; y su don especial el de ver la elegancia del dolor, acaso porque llevaba el suyo como lleva el caballero de raza el guante blanco. De las flores, la violeta y la adelfa; del día, el crepúsculo; de las fiestas, la mañana de Pascuas; de los sucesos del mundo, jamás canta al amigo encumbrado, sino al que muere, ni al que llega, sino al que se despide; va por las calles siguiendo con el alma ansiosa la nube que se deshace o el ave que desaparece, y encuentra siem­pre modo nuevo, y como fragante, de comparar la pena humana a la de la naturaleza, y sacar de ella el consuelo. Anticuaba sus giros de propósito; pero esto era como artística protesta contra el dialecto becqueriano[6] que se ha puesto de moda entre los poetas, o contra ese pampanoso estilo de la prosa heroica y altisonante que en nuestras tierras, so pretexto de odas y de silvas, ha llegado a reemplazar aquel candor, esencia y música, breves por su misma excelsitud, que son las dotes de la legítima poesía. Él quería labrar ánforas de oro para guardar el aroma del amor, veteado de sangre como los jacintos, y la gota de rocío, y la de llanto. No rehuía la pompa; pero había de ser esa que trae como ornamento propio la grandeza, y se trabaja años para que pueda durar siglos. Es su poesía como mesa de roble, de aquellas macizas y sonoras de la vieja hechura, donde se hubiesen reunido, por capricho del azar, una espada de 1810, un abanico de concha y oro con el país de seda y un vaso de flores.

     No era de los que, deslumbrados por la apariencia multiforme de la sabiduría moderna, acaparan sin orden y de prisa conocimientos de mucha copa y escasa raíz, con lo que por su peso excesivo se vienen a tierra, como esos árboles de pega que suelen clavar en las calles de los pueblos los días de fiestas públicas, para que parezca alameda lo que no tiene álamos; antes era Escobar de los dichosos que entienden que sabe más del mundo el que percibe su belleza y armonía moral que el que conoce el modo de aparecer, lidiar y sobrevivir de las criaturas que lo habitan. Ni era de esos literatos de índice y revista, muy capaces de refreír en sartenes lustrosos materiales ajenos, pero menos conocedores de la belleza verdadera, y menos dispuestos para gozarla que los que, como Escobar, estudiaron la literatura con maestros depurados en el griego y el latín, no para copiar, como los que calcan un dibujo, sus imágenes, órdenes y giros, sino para aprender, como con lo griego se aprende, que solo en la verdad, directamente observada y sentida, halla médula el escritor e inspiración el poeta.

     Así se iba él, recordando y soñando, por aquel valle real, más bello que los de Claudio de Lorena, en que levanta, a la falda del Ávila[7] azulado, su pintoresco caserío Caracas; o “de codos en el puente”, como Milanés, pasaba horas mirando a las hondas barrancas del Anauco[8] juguetón, que corretea por entre la ciudad, vestido de flores, como un pastor travieso; o engañaba los domingos en paseos amables por las cercanías, recordando, del brazo de un amigo,[9] las hazañas de Páez, o los discursos de aquel otro llanero Sotillo,[10] que no sabía hablar al pueblo sino a caballo y con la lanza, o los días de oro en que su amiga Elena Hahn, como aquella maga que sacaba flor con su mirada al ramo seco, reunía a sus pies el ingenio, el valor y la poesía, de cuyas fiestas y certámenes hablaba Escobar con la ternura con que el amante respetuoso alza del fondo del cofre de sándalo el ramo de violetas secas. Y fue lo singular que en aquella alma fina, tan mansa en la ternura como magnífica en la indignación, residían por igual, como en todo hombre verdaderamente superior, la poesía y el juicio, y la misma florida imaginación que compuso cuadros magistrales en la Elegía a Vargas, o en la Lira al caballeresco Carlos Madriz, adivinaba con tal viveza los móviles de los hombres y el poder del interés en sus actos, que en el oficio de corredor a que lo llevó la fortuna no había quien combinase una proposición de remate de la deuda con más habilidad, ni comprador más cauto o consejero más feliz que este insigne poeta.

     Pero lo que ganaba en este oficio, ¿llegaría a manos de aquellas hijas que eran la corona de su vejez, o se quedaría al paso en las manos de un amigo? En las del amigo solía quedarse, aun cuando no fuese menos la necesidad en la casa propia, donde, sin recordar lo que había dado, se preparaba, dando paseos y recitando versos, a salir vencedor sobre los negociantes de oficio en el remate de la tarde. Y era de ver cómo, cuando sentía el alma a sus anchas, padecía hasta llorar por las desdichas de sus amigos: “¡Que en esto se vean estas almas de príncipe!” “¡Que este hom­bre, que es la misma virtud, tenga que empeñar en su tierra el reloj para comer!” “¿Qué somos, sino sombras, los que no hemos tenido miedo a ser honrados?” “¡Me habría muerto ya de la tristeza que veo, si no fuera yo como los árboles, que tienen el corazón en el tronco!” “¡Busco, sí, busco, en emociones locas y ligeras, la satisfacción del anhelo mortal de la hermosura y el olvido de la pena pública!” “¿A tal? Sí, conozco a Tal; es como aquellas malezas que son por de fuera todo fragancia y verdor, y bajo cuya mentida lozanía, replegándose para saltar sobre el viandante con más fuerza, se esconde la serpiente”. “Cuando entré en las bóvedas a ver a Heraclio Guardia, me parecía que se pegaban a la frente dos alas de búho”.[11] “¡Vengan, hijas mías, vengan a decir adiós a este huésped que se nos va de nuestra tierra; y denle para que se lleve lo mejor que tengamos!” Y la hija mayor entró en la sala conmovida, trayendo en las manos una caja de nácar. Así eran, ¡oh Carmen!,[12] ¡los versos de tu padre! ¡así, pura en la adversidad, fue su alma egregia!

José Martí[13]

El Economista Americano, Nueva York, febrero de 1888.
[OC, t. 8, pp. 201-204]

Tomado de José Martí: Obras completas. Edición crítica, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2018, t. 28, pp. 91-94.

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Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] Según las fuentes venezolanas consultadas Eloy Escobar falleció en 1889. La fuente de este texto de José Martí es de OC, dado que no se conserva el ejemplar de febrero de 1888 referido por esta. Pudiera tratarse de una errata al poner la fecha en OC o que Martí recibió en 1888 una falsa noticia sobre la muerte del amigo venezolano.

 [2] Referencia a Gonzalo Fernández de Córdoba y Enríquez de Aguilar, el Gran Capitán.

 [3] Referencia a Rodrigo (Ruy) Díaz de Vivar, el Cid Campeador.

 [4] Se añaden comillas de cierre.

 [5] Novela que trata el tema de los pueblos originarios americanos.

[6] Referencia al estilo del poeta Gustavo Adolfo Domínguez Bécquer.

[7] Montaña de Venezuela.

[8] Río que cruza la ciudad de Caracas.

[9] Autorreferencia de José Martí.

[10] Juan Antonio Sotillo (¿-?). A propósito de este personaje legendario, Martí escribe en su “Cuaderno de apuntes no. 7” [1881]: “Me hablaba Eloy Escobar de Sotillo, aquel valiente coronel de la Independencia y luego infatigable e invencible monaguero,—y me decía de él que era ‘negro como el humo de la pelea y bárbaro como un toro cerril’ .—Y me lo pintaba, como aire de huracán en hora de reposo, bordeando, con paso grave y con mirada igual a la del toro móvil y pujante, dispuesto siempre a la pelea,—las calles anchas y las vías amenas de Caracas, rodeado de sus garrasíes—llaneros a caballo, pintorescos,—y del pueblo curioso, ávido de oír su palabra ruda. Mas si no llevaba lanza, la pedía—porque él no sabía decir palabra,—sino con la lanza apoyada en la cuja, y movida por su fuerte mano en torno al pecho recio”. [OC, t. 21, p. 209. (N. del E. del sitio web)].

[11] Véase la anécdota contada por Martí en sus bajo el título “Un soneto de Calcaño”. [“Cuaderno de apuntes no. 13” [¿-?], OC, t. 21, pp. 327-328. (N. del E. del sitio web)].

[12] Carmen Escobar.

[13] En OC, sin firma.