Ese fue el singular servicio de Fermín Valdés Domínguez a su patria. El dolor natural que nos causa la censura a nuestros conciudadanos, por merecida y oportuna que sea, acorta, por piedad y decoro, la alabanza de un hecho que resplandece más por su rareza en la sociedad que lo produjo: ¡amargo elogio de unos el que envuelve la condenación de los demás! Las etapas de los pueblos no se cuentan por sus épocas de sometimiento infructuoso, sino por sus instantes de rebelión. Los hombres que ceden no son los que hacen a los pueblos, sino los que se rebelan. El déspota cede a quien se le encara, con su única manera de ceder, que es desaparecer: no cede jamás a quien se le humilla. A los que le desafían respeta: nunca a sus cómplices. Los pueblos, como las bestias, no son bellos cuando, bien trajeados y rollizos, sirven de cabalgadura al amo burlón, sino cuando de un vuelco altivo desensillan al amo. Un pueblo se amengua cuando no tiene confianza en sí: crece cuando un suceso honrado viene a demostrarle que aún tiene entero y limpio el corazón. Y eso hizo este vindicador: descubrió, de entre sus cenizas aparentes, el corazón cubano: reveló al pueblo de Cuba su unidad y su pujanza. Parecía en su lecho de venenos adormecida para siempre el alma cubana; toda la hez y pereza de España, carnicera vestida de torero—de la España podrida de la monarquía conquistadora, en que renace apenas la España estancada de las nacionalidades—se comía triunfante como el pus, la sociedad criolla: ya no tenía, por lo visible de afuera, mucho que hacer el afortunado vencedor, y eran los hijos de Cuba, viciosos o conformes, los soldados más seguros de la tiranía que la avergüenza—¡cuando en este hombre atrevido se alza soberbia toda el alma hollada; pálpase, al verlo, el pecho el país; hállalo, como siempre, indómito y sano; y dice, por la vengadora voz de este hijo puro: “Aquí estoy vivo, con el puñal en el costado, y la bravura en el corazón. Ni el cadalso ni el destierro me han domado: me creías muerto, sentenciado, reducido a unos ocho cráneos húmedos, perdidos por las entrañas de la tierra, y aquí me tienes, inmortal como la conciencia, invicto como la justicia, indomable como el honor, y yo creceré como la luz, y tu maldad y tiranía huirán aterradas por las tinieblas de la historia!”
Y aquí he de poner término brusco al encargo que me dio la comisión organizadora de esta fiesta de cariño y gratitud.[9] Mi alma, que solo al horror de la fealdad humana retrocede rendida, entona como un canto de resurrección, y en la zozobra de la muerte exhala el grito universal, cuando contempla un corazón donde el polvo del camino no ha bastado a apagar la llama triunfante de la virtud. El egoísmo es la mancha del mundo, y el desinterés su sol. En este mundo no hay más que una raza inferior: la de los que consultan, antes que todo, su propio interés, bien sea el de su vanidad o el de su soberbia o el de su peculio:—ni hay más que una raza superior: la de los que consultan, antes que todo, el interés humano. Sagrado es el que, en la robustez de la vida, con el amor a la cabecera de la mesa cómoda, echó la mesa atrás, y los consejos del amor cobarde, y sirvió a su pueblo, sin miedo a padecer ni a morir: y así es Valdés Domínguez. Pero el amor entrañable que le tengo, porque desde la niñez amamos juntos la verdad y el dolor, porque aborrecemos con el mismo fuego la arrogancia y la codicia que dividen a los hombres, porque derramamos con la misma pasión la amistad que los calma y congrega, porque en la vida nublada perseguimos la misma estrella doliente y adorable, impone a mis labios el silencio en el instante en que desbordarían de ellos el entusiasmo y la ternura. Nos queremos, como de la misma raíz. Juntos gustamos por primera vez la lealtad de los amigos, que es la almohada cierta; y el amor, que suele irse en cieno o en espuma, o llevamos del brazo por la existencia, como un ángel de luz. Juntos descubrimos en nuestra naturaleza el fuego escondido de la cólera patria, que enseña y ordena, desde el sigilo del corazón, y nos juramos a la única esposa a quien se perdonan la ingratitud y el deshonor. Juntos vimos, en la desnudez de las cárceles, la poquedad que suele afear a los favorecidos de la vida, la grandeza que crece inculta, como con menos obstáculos, en la gente infeliz, y la sublimidad envidiable de la muerte por la redención del hombre y la independencia de la patria. Y juntos, probablemente, moriremos en el combate necesario para la conquista de la libertad, o en la pelea que con los justos y desdichados del mundo se ha de mantener contra los soberbios para asegurarla.
Pero el silencio a que me obliga esta amistad, de nada priva al huésped que ya era como de todas nuestras casas, porque es la suya entre nosotros historia de aquellas pocas que se quedan prendidas al corazón del país, y dan al dichoso héroe puesto de honor en todos los hogares, y asilo caluroso en los más tibios brazos. Su pueblo le ha dicho muchas veces, y le vuelve a decir hoy, lo que le está vedado decir a mi cariño. Para él ya no hay desdicha ni muerte. No viene aquí a la tristeza ni al frío, sino al abrigo íntimo de nuestro afecto. Cuanto piensa y siente entre nosotros se congrega aquí a dar muestra pública de aprecio a su valor sin alarde, a su prudencia sin hipocresía, a su corazón sin más flaquezas que las de una desbordada piedad. De la patria ha de padecer cubano tan viril, de la existencia puede ser que sufra su alma ardiente, pero el orgullo con que le vemos los cubanos le dará fuerzas para sobrellevar sonriendo la amargura inevitable de toda vida sincera y generosa. Y esta ternura nuestra no es excesiva, ni indigna del extraordinario mérito que la promueve; sino arranque natural de nuestra gratitud, y como la caricia del corazón desesperanzado a quien le vuelve la fe en el honor y en la felicidad:—porque no hay dicha sin honra y sin patria:—porque cuando desfallezca el corazón cubano, y sienta que ya le llega la turbación de los campos perseguidos, y el tósigo de la ciudad envenenada por la miseria y los placeres en que el hombre busca entretenimiento a la inactividad forzosa o consuelo a su deshonra; cuando se pregunte el corazón cubano por el hecho mayor, por el hecho único, que después de la guerra ha estremecido a Cuba con la intrepidez excelsa de los diez años de gloria, volverá los ojos, a la hora en que el sol cae, a la fosa en que este hombre leal—sin que la tímida admiración de la ciudad le fuera defensa contra el rencor de la soldadesca embravecida—sacó de la tierra, con sus brazos desnudos, los restos del crimen pasmoso por donde muestra España la crueldad permanente que la incapacita, con su corazón de Ovando, para reinar sobre el alma altiva y pía de América, y de pie junto a la desgarradora sepultura, miró al cielo, y vio brillar en él, como astros proféticos, las almas de sus compañeros de martirio. Las coronas de la historia y el corazón de sus conciudadanos son, con justicia, para el hombre que supo, él solo, tener frente a los déspotas de su patria, el valor que había tenido antes todo un pueblo.
Salón Jaeger’s, Nueva York, 24 de febrero de 1894.
Tomado de José Martí: Obras completas, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1991, t. 4, pp. 321-326.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[9] En la noche del 24 de febrero de 1894, “en el espléndido salón Jaeger’s, uno de los más bellos y espaciosos” de Nueva York, según se hace constar en un artículo sin firma titulado “En honor de Valdés Domínguez” (Patria, Nueva York, 2 de marzo de 1894, no. 101, p. 2), tuvo lugar el acto público con el propósito de dar testimonio de “estimación y cariño” al hombre que es “símbolo de valor, de honra y de decoro para todo buen cubano”. Hicieron uso de la palabra Tomás Estrada Palma, José Martí y el propio Fermín Valdés-Domínguez. Además, en “La opinión de Cuba” se recogen algunas valoraciones del libro El 27 de noviembre de 1871 y de la digna actitud patriótica de su autor, debidas a Eduardo Yero, Enrique José Varona, Antonio Zambrana, José Ignacio Rodríguez, Esteban Borrero, Manuel Sanguily, Julio Rosas, Ramón Meza, El País (La Habana), Nicolás Heredia y R. Ramírez. (Patria, Nueva York, 2 de marzo de 1894, no. 101, pp. 3-4). (N. del E. del sitio web).