DISCURSO EN HONOR DE FERMÍN VALDÉS-DOMÍNGUEZ

Señor Presidente
Señores:

Vengo a cumplir, con legítimo orgullo, en nombre de los cubanos y puertorriqueños de Nueva York, el encargo de expresar a Fermín Valdés Domínguez la estimación en que tienen su hermoso corazón y su hecho heroico. La tarea es tan grata como difícil. Con la realidad con que, por la presencia misma de su vindicador, reviven a nuestros ojos aquellos adolescentes que, como símbolos del alma cubana, supieron salir de la vida frívola a la muerte sublime;[1] ante este espacio mismo que parece con el misterio y la luz de su blancura, como mudarnos súbitamente el espíritu de la malicia y pequeñez que en la tierra lo atormentan, a la región de amor y claridad donde viven en fúlgido deleite las almas emancipadas por el sacrificio; ante el temor de que, en las puertas mismas, vaguen aún sus almas sin entrada, manchadas con las manchas de su pueblo, o negadas a gozar en la eternidad la dicha de que no goza su patria en la tierra,—la palabra se esconde y acongoja. La elocuencia con que se les ha de honrar, no es la de la palabra. En las tinieblas, está aún, adonde lo hemos de ir a rescatar con nuestras manos, el altar que ha de recibir el homenaje digno de ellos. Un pueblo libre y justo es el único homenaje propio de los que mueren por él. Las palabras, como ánforas vacías, rodarían despedazadas de mis labios, si no sirviesen hoy a una sociedad agradecida para rendir tributo ínfimo al que de las entrañas de la tierra sacó, apretadas en su pecho, las reliquias de sus compañeros, inocentes víctimas del odio español a América, y—cara a cara de la tiranía—enseñó al mundo el crimen, demostró a sus conciudadanos la eficacia del valor, y obligó a los culpables a rendir la cabeza castigada ante las víctimas.[2]

     No es de nuestro corazón cubano, ni de nuestro respeto, ni de la dignidad de nuestro concepto de la patria, que solo  excluye la opresión y el crimen, recrudecer la memoria harto vehemente del espantable asesinato; ni convidar, con palabra baja a imprevisora, a la venganza y el odio:[3] ¡triste patria sería la que tuviese el odio por sostén, tan triste por lo menos como la que se arrastra en el olvido indecoroso de las ofensas, y convive alegre, sin más enmienda que una censura escurridiza y senil, con los tiranos que la estrujan, los soberbios que prefieren la dominación extraña al reparto de la justicia entre los propios,—y los cobardes, que son los verdaderos responsables de la tiranía! Verdad es que se padecerá siempre de un profundo dolor, como de hoguera que abrasase el pecho o puñal que se retorciese en las carnes, cada vez que se recuerde el gran crimen, cuando aún se levanta por sobre cada cabeza útil un patíbulo, y el único modo de escapar al del verdugo es someterse al de la honra. Pero la estéril declamación sobre el suceso inicuo, que fatalmente figura entre los crímenes históricos, no sería apropiado tributo a quien realzó su persecución continua de la gran maldad, y su glorioso triunfo, con la moderación propia de las almas fuertes,[4] y el perdón sincero de los arrepentidos,—sin caer por eso con el disimulo de la prudencia, en el olvido inmoral e imposible con que cubre su palidez la cobardía.

     El tributo mejor al hombre que, en la soledad tan natural en los arranques de la osadía como el séquito a la hora de su triunfo, se alzó, inolvidable, con la pujanza toda de su pueblo oprimido, y reanimó con su valor las esperanzas patrias, es el tributo que le ofrecemos hoy aquí: el de la constancia en el servicio de la patria infeliz. Y el del regocijo de que Cuba tenga en él corazón de tan puro linaje, y de aquellos muy raros que, en el vaivén revuelto de la vida, y entre sus caídas y desfallecimientos, guardan, como el rayo en las nubes, la grandeza que en las horas decisivas condensa a las sociedades y las salva. Es como imposición divina, o marca de un fuego superior a la justicia misma de los hombres, la conjunción de un hombre y su pueblo; y cuando, siquiera sea por cortos instantes, llega un hombre a servir a su país de palabra o de brazo, ya está a prueba de su misma maldad, y la patria agradecida no querrá ver en él el extravío con que se desluce, sino el servicio con que la honró. Se ama tiernamente, aun cuando se les vean las manos en el crimen, a los que la pusieron un día en la libertad, por aquella causa misma de que veamos con horror a los que contribuyen, por la flojedad de su corazón, o la golosina del buen vivir, al envilecimiento de su pueblo. Pero más bello y útil que esos servidores casuales, es quien de la raíz de la vida viene con aquellas dotes que culminan luego en un hecho excepcional, cuando el aislamiento mismo en que queda la virtud, por la falta de provecho o de brillo en servirla, invita a los corazones caballerescos a defenderla en su abandono. Desde sus comienzos fue nobilísima la vida de Valdés Domínguez, y su mesa la de los desamparados, y sus amores la ciencia y el país triste, y sus amigos los que estudiaban o servían a Cuba, y su único enojo el no tener qué dar. Él fue preso cuando aún estaba en los primeros libros,[5] y en las bóvedas de la infame fortaleza lloró abrazado, cuando su primer condena, a los mártires de la revolución, que le legaron, con la muda mirada, aquel amor enérgico y rebelde, aquella santa y justiciera altivez, con que había de defender su tierra luego de guías complacientes, hijos olvidadizos y venenosos corruptores. Él, cuando fue de su presidio a España, antes que al placer de Madrid, maleante y faldero, se dio todo, por sobre censuras y amenazas, a la tarea de proclamar la inocencia de las víctimas y clavó el marchamo en la frente de la nación culpable.[6] Él, cuando tuvo gloria con que servir a la patria, no la puso de mercadería, a que le pagase el sonriente opresor la ágil tibieza, o el arrebato aparatoso que encubre la productiva docilidad, o la resistencia mansa y nula; sino que la echó entera, descuidado de obstáculos y redes, por la parte áspera y solitaria de la rebeldía y la indignación. Mas la patria tendrá siempre por secundarios todos sus méritos, ante el acto inesperado y difícil que le ha dado asiento perdurable en nuestra historia. Fácil es el heroísmo de contagio cuando el arrebato popular enciende el aire, cuando la ilusión de la libertad oculta a un pueblo estremecido sus obstáculos; cuando el abogado pomposo prende al cabello de sus hijas la flor de la patria, la flor mortal, de aspas de astro; cuando las mujeres, sofocando la tentación perenne del amor egoísta a la infidelidad a la patria y el servicio del hombre, más dañina y punible que las infidelidades del amor, prefiere ver al amante ausente o muerto que inferior a su deber, o a los amantes de sus compañeras; cuando el país entero se lanza en el quitrín del paseo a la guerra romántica y literaria. Pero solo, frente a la turba[7] que no podía olvidar quien la vio aullar una vez, y sacudir, goteándole la sangre, la cabeza desmelenada,—solo, por sobre los consejos de los pechos temerosos, o acobardados por la persecución larga y sutil, o descorazonados por la pobreza aparente del espíritu público,—solo, pedir y lograr la confesión exculpatoria[8] ante el cadáver que pudo, a su mera reaparición, desenfrenar la rabia contenida de los que creen que cada pensamiento cubano es un pan que le roban de su mesa o una joya que hurta el criollo a la corona real,—solo, demandar justicia ante una sociedad inerme y aterrada, para los que no tienen ya cómo pagar su defensa en este mundo, ni podían darle más honorarios que un rincón junto a sus huesos….¡Ah! ese hombre no ha vindicado solamente a los estudiantes de medicina, ese hombre ha vindicado a la sociedad de Cuba.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] Los ocho estudiantes de primer año de Medicina fusilados en la explanada de La Punta, en La Habana, el 27 de noviembre de 1871 se nombraban: Alonso Álvarez de la Campa y Gamba (1855-1871), José de Marcos y Medina (1851-1871), Juan Pascual Rodríguez y Pérez (1850-1871), Anacleto Bermúdez y Piñera (1851-1871), Ángel Laborde y Perera (1853-1871), Eladio González y Toledo (1851-1871), Carlos Verdugo y Martínez (1854-1871) y Carlos de la Torre y Madrigal (1851-1871).

[2] “Tú has hecho, con singular elevación, lo que acaso nadie más que tú se hubiera determinado a hacer. Lo has hecho sin pompa y sin odio, como se hacen las cosas verdaderamente grandes. Tu moderación en la justicia te habrá granjeado el respeto de los mismos que quisiesen ofenderte, y enfrenará la lengua de los envidiosos, que ya los has de tener, pues nada los tiene tan implacables como el carácter. Tú has servido bien a la paz de nuestro país, la única paz posible en él sin mentira y deshonra, la que ha de tener por bases la caridad de los vencidos y el sometimiento y la confusión de los malvados. Tú, recabando sin cólera de los matadores la confesión de su crimen, has sembrado para lo futuro con mano más feliz de los que alientan esperanzas infundadas, o pronuncian amenazas que no pueden ir seguidas de la obra, ni preparan a ella con determinación y cordura. Tú nos has dado para siempre, en uno de los sucesos más tristes y fecundos de nuestra historia, la fuerza incalculable de las víctimas. ¡Oh! si por desdicha hubiésemos estado en guerra, podría decirse, Fermín, que tú solo has vencido a muchos batallones”. (JM: “Carta a Fermín Valdés-Domínguez”, Nueva York, 28 de febrero de 1887, OCEC, t. 25, pp. 364-365).

[3] Nótese la similitud temática con el pasaje del discurso “Los pinos nuevos”, en el Liceo Cubano de Tampa, el 27 de noviembre de 1871, donde Martí exclama: “La palabra viril no se complace en descripciones espantosas; ni se ha de abrumar al arrepentido por fustigar al malvado; ni ha de convertirse la tumba del mártir en parche de pelea; ni se ha de decir, aun en la ciega hermosura de las batallas, lo que mueve las almas de los hombres a la fiereza y al rencor. ¡Ni es de cubanos, ni lo será jamás, meterse en la sangre hasta la cintura, y avivar con un haz de niños muertos, los crímenes del mundo: ni es de cubanos vivir, como el chacal en la jaula, dándole vueltas al odio! Lo que anhelamos es decir aquí con qué amor entrañable, un amor como purificado y angélico, queremos a aquellas criaturas que el decoro levantó de un rayo hasta la sublimidad, y cayeron, por la ley del sacrificio, para publicar al mundo indiferente aún a nuestro clamor, la justicia absoluta con que se irguió la tierra contra sus dueños: lo que queremos es saludar con inefable gratitud, como misterioso símbolo de la pujanza patria, del oculto y seguro poder del alma criolla, a los que, a la primer voz de la muerte, subieron sonriendo, del apego y cobardía de la vida común, al heroísmo ejemplar”. (OC, t. 4, p. 284).

[4] “En el ensayo ‘El amor como energía revolucionaria en José Martí’ [Albur, ór­gano de los estudiantes del ISA, a. 4, La Habana, mayo de 1992, pp. 109-119; CEM, La Habana, 2003], Fina García-Marruz ha observado la relación que establece Martí entre el heroísmo y la moderación dentro de la dinámica más profunda de ‘la capacidad de sacrificio’. La consideró virtud vinculada con ‘la armonía serena de la Naturaleza’, distintiva de los mejores hombres de ‘nuestra América’, cuyo paradigma poético lo encontró en Heredia: ‘volcánico como sus entrañas, y sereno como sus alturas’. (OC, t. 5, p. 136). Tan elogiosa como esperanzadamente se refirió varias veces al ‘heroísmo juicioso de las Antillas’ y a ‘la moderación probada del espíritu de Cuba’, expresiones consagradas en el Manifiesto de Montecristi (OC, t. 4, pp. 101 y 94, respectivamente)”. (Nuestra América. Edición crítica, investigación, presentación y notas de Cintio Vitier, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2006, nota 35, p. 64).

[5] Fermín Valdés-Domínguez fue procesado por infidencia junto con Martí, y condenado a seis meses de prisión, en marzo de 1870.

[6] En 1871, Fermín Valdés-Domínguez, fue detenido y juzgado en el proceso que culminó con el fusilamiento, el 27 de noviembre, de los ocho estudiantes de Medicina, acusados falsamente de haber profanado la tumba del periodista español Gonzalo Castañón. Fue condenado a seis años de prisión, pero en 1872 un indulto del rey Amadeo I de Saboya, concedido para acallar el repudio universal que aquel crimen provocó, puso en libertad a todos los estudiantes sancionados en dicha causa. Valdés-Domínguez se trasladó a España, donde se reunió con Martí y continuó su carrera de Medicina. En 1873 publicó en Madrid su libro, Los Voluntarios de La Habana en el acontecimiento de los estudiantes de medicina, por uno de ellos condenado a seis años de prisión, donde demostró la inocencia de sus compañeros y la culpabilidad de los Voluntarios de La Habana en su condena y ejecución. (Tomado de OCEC, t. 1, p. 320).

[7] Referencia a los Cuerpos de Voluntarios.

[8] El 14 de enero de 1887, Fermín Valdés-Domínguez asistió a la exhumación de los restos de Gonzalo Castañón y obtuvo el testimonio por escrito de los señores Fernando Castañón y José Triay de que la tumba del periodista español y coronel de Voluntarios no había sido profanada, lo que demostraba, una vez más, la inocencia de los estudiantes de Medicina.