TRADICIÓN Y ORIGINALIDAD EN LA MÚSICA

HISPANOAMERICANA

...continuación 2

     Este es, pues —expresado, desde luego, en estrecha síntesis— el sentido de la música que pasa a América. No soy folklorista, ni está en la naturaleza de este trabajo indagar el complejo período de transposición por el que pasa la música española al contacto con las grandes culturas indígenas, y con el posterior aporte africano, hasta integrarse en lo que es la música hispano-americana.

     Sin duda alguna que las características de la cultura española la hacían propicia como ninguna otra a crear un mestizaje que es la raíz del ser americano. Por otra parte, las poderosas culturas solares del nuevo mundo habían llegado, como puede observarse en sus teogonías, a un tenso instante de espera, a la premonición de un nuevo, extraño acaecer que en los años inmediatos a la conquista se presentía inminente. Desde las profecías del libro de Chilam Balán, las imponentes figuras premonitorias, extraordinarias representaciones de la esperanza y la memoria, de Viracocha y Quetzalcóatl, hasta el melancólico testamento de Huaina Cápac, percibimos que la cultura americana se hallaba en un instante detenido, en un silencio sagrado, en espera de una nueva fecundación solar, momento que hace pensar en la narración maravillosa del Popol Vuh, de la espera de los sacerdotes y de la nación cakchiquel sobre el monte Hacavitz, de la aparición del sol, “que al fin, se alzó como un hombre”.

     En el encuentro de estas dos culturas, todo fue propicio para que las características de cada una, por otra parte, con tantas semejanzas, siguieran manteniéndose al producirse su fusión. Alba, soledad, melancolía, memoria, van a mostrarse con la misma pureza con que aparecieron en los viejos cancioneros españoles, en la maravillosa música del altiplano de Bolivia y del Perú, transidas de la misma suspensión, de la misma esencial nostalgia que discurre por la prosa del Inca Garcilaso, o en la menesterosa, implorante realidad de la poesía de César Vallejo.

     Por otra parte, viejas imágenes de las culturas primigenias americanas sobreviven en la memoria poética; sobrecoge leer en “España, aparta de mí este cáliz” el retorno, esta vez enternecido por el diminutivo, del conmovedor comparativo quiché, cuando el peruano escribe: “el cielo mismo, todo un hombrecito”.

     Estas condiciones se van mostrando en la música hispano-americana y acentuándose, según el ámbito geográfico en que se manifieste. Las distintas formas de mestizaje van estructurando concepciones específicamente diferenciadas de la herencia musical española.

     Ya en la organización de la vida colonial, el aporte recibido de España consiste en las riquísimas muestras del arte popular español de los siglos xvii y xviii, en los días de las cortes, alegre e ilustrada monarquía borbónica, donde los vecinos se rebelaban por la anchura del ala de un sombrero o lo largo de las capas; un mundo bullanguero, festivo, poblado de seguidillas, sevillanas, polos, tonadillas, que alcanzan su expresión superior en la obra de Scarlatti o en las Sonatas del Padre Soler.

     De este festival cortesano, arranca la enorme irrupción de música que son las formas de canto y danza en América. Imposible dejar de ver en el pericón argentino toda la galantería dieciochesca, que se encuentra también en sones costeños mexicanos, como “La paloma y el palomo”, y una directa relación con seguidillas tonadillescas, en canciones venezolanas del corte del “San Pedro”, de las Haciendas de Guatire, o en el superior tratamiento de los temas dieciochescos en las contradanzas de Saumell, formas corteses que se manifiestan a veces en medio de la mayor violencia rítmica, como sucede en el principio de algunos sones jarochos, cuando los cantadores saludan a la concurrencia: “Muy buenas noches, señores” o en el ceremonial del maestro de baile, versallesca figura que avanza en medio de la polirritmia y la telúrica melodía de la tumba francesa, la prodigiosa danza de los negros de Santiago de Cuba. Entre las más puras muestras que la imaginación musical americana pueda ofrecer, existe una en la que me interesa detenerme: me refiero a la concepción de una figura rítmica persistente, moviéndose generalmente en un ámbito armónico elemental de tónica-subdominante-dominante. Con diferencias métricas específicas, esta figura es común a casi toda la música hispano-americana. Su carácter más poderoso me parece hallarlo en el bajo del son cubano, inmutable representación métrica de un concepto del oído en el que la libertad de la expresión melódica está acosada por la persistencia inexorable de esta trágica formación de un ritmo detenido. Al llamarlo trágico, pienso en el conflicto establecido entre la voz, siempre clamante de estas músicas, transcurriendo en una expresiva temporalidad, y el tiempo inalterable en que está sustentado su fundamento métrico. Adquiere entonces esta figura rítmica un carácter que nos hace pensar en la máscara de la tragedia, es decir, el drama expresado por la voz está cercado por lo imposible.

     En algunos ejemplos del son, esto se evidencia de una manera obsesionante. Considerablemente suavizado métricamente por el punteo en sones guajiros y tonadas llaneras, la concisa insistencia armónica sigue produciendo una emoción ática, de una clásica desnudez, que se hace entrañable al mostrarse en el espacio americano, y, para mí, al llenarse de sustancia insular en la “Guantanamera”. Considero esta música una de las expresiones más puras del ser americano, quizá su instante más absoluto. Despojada de toda teluricidad, llenándose de pura esencia, transmutadas todas sus realidades formativas, queda esta música morando en una soledad insular, mostrándonos un tiempo suspendido en la gozosa memoria.

     En la marcha armónica se verifica una sustitución de la subdominante por el acorde de segundo grado, lo que le otorga un arcaísmo vivo, colocando lo inmediato en una transfigurada lejanía.

     Solo en la sabiduría naciente de lo popular puede concebirse que una simple sustitución armónica aparezca traspasada de sentido, iluminación posible solo desde la inocencia. Sobre este transcurrir, ahora desasido de toda dramaticidad, de la cual solo persiste un leve contacto con la húmeda tierra insular, se alza la transparencia del canto. Cuando las décimas que se escuchan son los Versos sencillos de Martí, estamos de nuevo en presencia del remoto misterio de comunión entre poesía y música que se mostró en los cancioneros originales.

     Sin ninguna deliberada alusión a formas tradicionales, por una simple continuidad, fuera del tiempo, en el reino de la pura permanencia poética, vuelve a tocarnos el absorto, el éxtasis producido por “Al Alba, Venid, Buen Amigo” o “De los Álamos Vengo”, y la poesía vuelve a hundirse en la música, en el glorioso anónimo que Cintio Vitier nos señala como “el triunfo mayor de la persona poética”.

     Por otra parte, existen muestras de la perduración en América, ya dentro de relaciones específicamente musicales, es decir, de determinados enlaces armónicos y discurso melódico, de la música vocal e instrumental española del siglo xvi.

     Debo a mi amiga, la señora Eva Benamim, el conocimiento del ejemplo más extraordinario que pueda existir en este sentido. Me refiero a una música popular de la Isla Margarita, en la costa oriental de Venezuela, cuyo nombre ya nos seduce con su rica sugerencia musical y belleza idiomática: el “Polo Margariteño”. Su audición nos revela de inmediato un arcaísmo natural, tanto en su procedimiento armónico como en la inmensa belleza de la melodía. En su imagen armónica, notamos también la existencia del “obstinato” a que aludimos anteriormente como una constante en la música americana, pero esta vez considerablemente más elaborada. En vez del movimiento de tónica, subdominante y dominante, se procede por una marcha armónica de cuatro acordes, que sucede dentro del ámbito del primer modo gregoriano, con la tendencia modulatoria al 6o. modo, característica de muchos ejemplos del 1er. modo.

     Una secuencia semejante a la armonización posible del Dies Irae, por ejemplo. Otorgándole una equivalencia tonal de Re menor, la armonía procede por una marcha de Fa mayor (tercer grado), Do (séptimo), Re (tónica) y La, con carácter de dominante en el que, como sucede con frecuencia en otras muestras de música hispano-americanas, finaliza.

     Esta sucesión de acordes crea una pequeña “Chacona”, sobre la cual la voz establece un número de variaciones que puede extenderse libremente, dentro del ámbito tonal, desde luego, según la imaginación improvisadora del cantador.

     El poema, por otra parte, es también extraordinario. Comienza con una extraña advertencia sobre la misteriosa logicidad de lo que se va escuchar:

El cantar tiene sentido
El cantar tiene sentido
Entendimiento y razón.

Sigue luego una curiosa arte poética:

La buena pronunciación.
La buena pronunciación,
El instrumento, el oído.

Establece más adelante una relación entre la poesía y una fabulosa nobleza:

…Pero mi corazón, nunca se sacia
De ensalzar la inefable poesía,
Y encarecer la inmensa aristocracia.

De ahí, súbitamente, pasa a una deslumbrante imagen insular, del acercamiento de un navío a la costa, y el amor que en él llega:

Allá lejos viene un barco,
Allá lejos viene un barco,
Y en él viene mi amor:

La próxima estrofa, llena de fervor femenino en la descripción del hombre que se aproxima, con una hermosa alusión cargada de americano concepto de la gallardía del gesto:

Se viene peinando un crespo,
Se viene peinando un crespo,
Al pie del palo mayor.

Los versos finales, sombríos, aluden a un misterioso cadáver hallado en la playa, de un lejano marino:

Ese cadáver, que por la playa rueda,
Ese cadáver,
¿De quién será?

Y la respuesta, con cierta ironía muy venezolana:

Ese cadáver, bueno, será de algún marino
Que hizo su tumba
En el fondo del mar.

Para retornar de nuevo a la primera estrofa que en esta reiteración adquiere aun un sentido más oculto:

El cantar tiene sentido,
El cantar tiene sentido,
Entendimiento y razón.

     Volviendo al ámbito armónico del Polo nos aguarda otra sorpresa al observar que este es idéntico al del viejo romance “Guárdame las vacas”, tal como aparece en las diferencias que sobre esta vieja melodía escribieron Luis de Narváez, Enrique de Valderrábano y Antonio de Cabezón. Además, la línea melódica que acompaña a la primera estrofa del Polo es casi idéntica, con levísimas variantes a la del inicio del romance. Nos damos cuenta entonces que los posteriores episodios del Polo no son sino “diferencias”, en el correcto sentido del término del motivo melódico inicial y que la estructura de estas variaciones en su desarrollo episódico y métrico es muy semejante al concepto de la variación que aparece en los ejemplos clásicos en la música de tecla, arpa y vihuela.

     Impresionante muestra de sincretismo, de perduración de una sustancia musical que al contacto con el ser americano alcanza un segundo nacimiento en su glorioso mestizaje que lo presenta de nuevo con todo el esplendor del origen al par que con la inaudita potencia de un nuevo acto creador. Y en esto reside la esencia del hombre hispanoamericano, dominador de un vasto universo de poesía naciente desde la heroica voracidad de su desamparo.

     En cuanto a nuestra situación ante la música el hispano-americano se encuentra rodeado por la más asombrosa afluencia de música natural que haya existido en ninguna cultura. El término “música natural” felizmente hallado por Pedrell expresa con exacta claridad lo que en denominaciones como “popular” o “folklórico” no se muestra así. Además, va a la entraña de lo que luego constituye esa música popular, es decir, los caracteres que van a determinarla. Ampliando el término, se puede entender por música natural la circunstancia “en” que se halla el pensamiento creador, o sea, las conclusiones armónicas, métricas, melódicas, que la tradición ha ido estableciendo como permanencias. Estas permanencias no crean un objeto ante el pensamiento, sino que constituyen el pensamiento; esto provoca un cambio de situación en la relación folklore-individualidad creadora; las consecuencias de la música natural son realidades lógicas de la expresión musical formadas por la experiencia con idéntica razón que la forma en que se va constituyendo un lenguaje. Quiere decir esto, que el creador no tiene que contar con las formaciones de la música natural como un objeto ante su pensamiento, sino que estas formaciones son parte de su ontología. Esto se manifiesta con mayor claridad aún, cuando observamos que la persistencia de las constantes musicales de una cultura no solo están alojadas en las expresiones generales, anónimas de lo popular, sino que aparecen con parejo sentido en la experiencia intelectual superior. Cuando Falla toma en consideración el libro de Luis Lucas Acoustique nouvelle para crear su sistema de la resonancia natural llevándolo a una expresión armónica en el Concierto para clavecín, asume una actitud ante la teoría de la música semejante a la de Ramos de Pareja al enunciar la Teoría del Temperamento Igual. En ambas conclusiones se piensa fundamentalmente en percepciones naturales del oído, es decir, se trata de una actitud cargada de realidad sensorial, esencialmente distinta a la organización artificial que supone la Teoría Dodecafónica de Schoenberg. No tengo que señalar lo totalmente española y germánica que son respectivamente estas dos actitudes. De ninguna manera quiero establecer, por otra parte, un fatal determinismo; el hispano-americano es un hombre situado ante la cultura con un radiante sentido de la libertad; asimilador voraz de toda experiencia, su acercamiento a la expresión puede ser múltiple, pero estará siempre tocado por una realidad traspasada de símbolos. Hombre sincrético, se verificará siempre en su persona la reunión de los instantes sagrados que constituyen su historia. Es esta una idea que está siempre implícita en la exégesis, en las tesis, en los libros, en fin, que tratan de explicarnos. Sin embargo, como suele suceder en nuestra cultura no es en los textos en donde debemos buscar nuestra verdad sino en su encarnación, en su manifestación viviente. Yo la vi en su milagrosa realidad en un film documental sobre el Perú. En una fiesta celebrada en la plaza frente a la iglesia barroca de uno de los prodigiosos pueblos andinos los indios celebraban un extraño auto; ante el silencio de la congregación un cóndor luchaba con un toro en la plenitud del mediodía. El cóndor lucha amarrado sobre el lomo del toro; la bestia avanza cargando al ave inmensa sobre sí, que lo cubre con sus alas: los enemigos forman así un nuevo animal sagrado. El narrador nos explica que el toro representa a España, el cóndor a América; el ave vence cuando el toro comienza a girar sobre sí mismo; entonces se desata al cóndor, se le lleva a las cimas y con unas cintas amarillas atadas a sus garras se le suelta; el ave se lanza en un vuelo inaudito sobre las cumbres. El toro permanece en la plaza. Esto se repite todos los años.

     Como hispano-americanos debemos penetrar la naturaleza de este símbolo y cuidar que esta lucha entrañable y tenaz no cese nunca, que el toro permanezca solo y eterno en la plaza y que el cóndor con la sangre enemiga en sus alas, siga volando por siempre, hacia el sol.

Julián Orbón

[Revista del Conservatorio de Música de México, no. 1, julio de 1962].

Tomado de Pauta. Cuadernos de teoría y crítica musical, México, D. F., enero-marzo de 1987, vol. VI, no. 21, pp. 19-30.

Otros textos de crítica artístico-literaria de Julián Orbón:

  • “Las tonadillas”, Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, verano de 1946, año III, no. 10, pp. 23-28.
  • “Y murió en Alta Gracia”, Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, invierno de 1946, año III, no. 12, pp. 14-18.
  • “De los estilos transcendentales en el postwagnerismo”, Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, verano de 1947, año IV, no. 14, pp. 31-40.
  • “Richard Strauss” y “José Clemente Orozco”, Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, verano de 1949, año VI, no. 22, pp. 42 y 43-44, respectivamente.
  • “En la esencia de los estilos”, Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, 1950, año VII, no. 25, pp. 54-60.
  • Homenaje. Arístides Fernández (1904-1934)”, Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, 1950, año VII, no. 26, p. 63.
  • “Tarsis, Isaías, Colón”, Islas, Universidad Central de Las Villas, septiembre-diciembre de 1958, pp. 7-25.
  • “José Martí: poesía y realidad”, Exilio, Nueva York, primavera de 1971.
  • En la esencia de los estilos y otros ensayos, Madrid, Editorial Colibrí́, 2000, 165 p.  Contiene: “Y murió́ en Alta Gracia”, “De los estilos en el postwagnerismo”, “En la esencia de los estilos”, “Tradición y originalidad en la música hispanoamericana”, “El Cancionero de Pedrell”, “Tarsis, Isaías, Colón”, “Diálogo con Julián Orbón”, “José́ Martí́: poesía y realidad”, “Las Sinfonías de Carlos Chávez”, “Palabras a Ernesto Cardenal” y “Catálogo sucinto de la obra musical de Julián Orbón”.