TRADICIÓN Y ORIGINALIDAD EN LA MÚSICA
HISPANOAMERICANA
Parece natural que antes de intentar un bosquejo de lo que es el espíritu de la música hispanoamericana, tratemos de acercarnos a lo que era la música española en los momentos del descubrimiento y de la conquista. Desde luego que no voy a pretender un estudio de la música de los siglos xv y xvi en España. Solo me interesa —como después haré al tratar de la música hispanoamericana— señalar los centros de confluencia de los que parten las posteriores constantes espirituales e históricas de esta música.
En los azares de la cultura suceden dos o tres hechos fundamentales que nos van a explicar —o mejor dicho— nos ponen en el secreto de su desarrollo histórico posterior, bien sea en poesía, en plástica o en música; son momentos cenitales, en los que el hombre domina el instante y quiere detenerlo según la vieja apetencia fáustica. El deseo de la canción, ¿no nace en el momento en que el marinero la oculta mientras el barco esplendoroso se aleja de la costa implorante? He aquí un instante. Tan conmovedor es esto cuando sucede en la pura verdad de la poesía como cuando acaece en el mundo de la experiencia intelectual. Así, cuando Paolo Uccello traza las líneas que van del centro a la circunferencia y de la circunferencia al centro, según nos lo narra Marcel Schwab.
En la España anterior y contemporánea del descubrimiento, en esos siglos esenciales se correspondían el instante y la historia en una de las más conmovedoras representaciones que de este hecho se nos puede mostrar. Parece como si todo lo culminante en el hombre se encerrara en el frenético deseo que transcurre en esos siglos. Quizá así lo vio Claudel cuando en “El Zapato de Raso” señala como lugar de la acción el mundo, o, más bien, España en el siglo XVI, viendo en el tumulto creador de ese siglo una representación histórica trascendente del drama del hombre. Y en efecto, no puede ser por azar que una nación se dispone a cumplir, y España es fundamentalmente eso en los tiempos de su preñez: el pueblo que va a cumplir.
No puede menos de verse un paralelo entre esa misión y el designio que impulsaba a la nación hebrea a convertir su historia en un sagrado transcurrir hacia la Revelación. En la figura central del descubrimiento, en Cristóbal Colón, tenemos el testimonio mayor de que un impulso sagrado sostenía la empresa. Así lo declara constantemente el propio Almirante, y a veces tan explícitamente como cuando escribe en la relación de su segundo viaje “Ya dije que para la execución de esta empresa de Las Indias no me valió razón, ni matemáticas ni mapamundis; llanamente se cumplió lo que dijo Isaías”.
Pero no es solo en los textos revelados en los que se manifiesta esta predestinación del territorio ibérico; en la poesía griega, en la mitología fenicia, en las propias teogonías indígenas, según vamos conociendo en las investigaciones en torno a Tartessos, se manifiesta la misma representación en la poesía de lo que después será la historia. Vemos cómo se verifica una confluencia sobre el territorio del que han de partir las naves de la verdad revelada y de la poesía de los principios.
No creo que tenga que señalar la trascendental importancia que, para nosotros, hispanoamericanos, tiene este hecho: el haber nacido a la historia desde la poesía y a través de la revelación, lo considero nuestro suceso capital. Cuando esto se une a las culturas solares americanas, se produce uno de los más poderosos sincretismos que se hayan dado en la historia.
En las Crónicas de la Conquista, sigue manifestándose esta correlación entre imaginación e historia, poesía y revelación: por una parte, la evangelización; de otra, la búsqueda del oro. Hay que tener en cuenta que en los conquistadores se representa siempre esta búsqueda de un modo trascendente. No se buscan yacimientos de oro, sino ciudades de oro: por eso, el mito de El Dorado fue la culminación en el imposible de este deseo cenital. En la épica americana posterior, por ejemplo, en La Vorágine de José Eustasio Rivera, asistimos a una reiteración de esta constante de la imaginación, verificando previamente una reducción que nos lleva a la equivalencia de los términos oro-esplendor-mujer. Es la mujer, centro de un deseo ya encarnado, imposible en su realidad, lo que se busca en esta fundamental novela americana, concepción tan semejante, por otra parte, a las mujeres del “Zapato de Raso” y “La Partición de Mediodía”.
Con esta aparente digresión quiero establecer el instante inmenso que es nuestra irrupción en la historia señalando el esplendor de su origen. En la expresión poética y en la experiencia intelectual, España vive en esos siglos del descubrimiento y la conquista, su plenitud. Sin pretender aludir a los hechos homólogos de Spengler, debo señalar una correspondencia específica entre las formas políticas e intelectuales en la historia de estos dos siglos. En el aspecto político, España alcanza su unidad e inicia simultáneamente su expansión. Esto es suficientemente conocido: en la toma de Granada, en el descubrimiento de América, en las posteriores campañas europeas de los Austrias, en la contrarreforma, observamos en la acción de España este constante movimiento de sístole y diástole, cuya representación más conmovedora me parece hallarla en el Rey Gerión, terco, ensimismado en la defensa de sus toros y al propio tiempo, combatiendo con la fuera heracleana, intentando derribar las columnas infranqueables.
Desde esa remota figura poética hasta nuestros días, el genio histórico ibérico se manifiesta siempre en ese dualismo de expansión y ensimismamiento.
En la música española del xvi, se producen dos hechos en los que esta característica histórica tiene una total correspondencia en el mundo de la experiencia sonora; me refiero a la teoría del temperamento igual, enunciada por Bartolomé Ramos de Pareja, y a la madurez instrumental de la variación como forma musical, en las diferencias de Luis de Narváez. Se trata en ambos casos de dos instantes en el sentido que expresamos anteriormente, de dos principios de la inteligencia, en el orden de la música, cuya importancia en el desarrollo de este arte es realmente fundacional.
Dos años antes que Colón arribase al Convento de Santa María de la Rábida, aparece en Bolonia el “Tratado de Música Práctica” de Ramos de Pareja, en el que el teórico español plantea por primera vez la teoría del temperamento igual, estableciendo la división del tono en dos semitonos iguales; es decir, frente a una realidad acústica que significaba la variedad en la concepción de la consonancia, Ramos de Pareja propone una solución de unidad y homogeneidad, sacrificando una verdad matemática a una realidad sensorial, es decir, a la percepción del oído. Quiero señalar, marginalmente, lo seductor que puede ser un estudio de la teoría de Ramos de Pareja en cuanto pueda tener de contacto con la historia del pensamiento español. Ahora me interesa solo dejar sentado el sentido de unidad que encierra el enunciado del tratadista de Baeza.
Frente a esto tenemos el carácter expansivo que supone la técnica de la variación. Hasta alcanzar su plenitud en España, en las “Diferencias sobre el Canto del Caballero”, de Antonio de Cabezón, el arte del desarrollo de un tema va manifestándose en una constante ascensión en Narváez, Valderrábano, Mudarra, etc. No hay duda alguna que como inicio lo que después será el futuro esplendor contrapuntístico y sinfónico, la variación es una técnica expansiva, con un contenido dialéctico que hará en definitiva que su culminación sea el pensamiento musical de los grandes maestros alemanes.
Estos son pues, a mi juicio, los dos aportes fundamentales de España a la teoría y práctica de la música, en las cuales, repito, me parece ver un ejemplo en este arte de los sucesivos momentos de contracción y expansión que señalé primero en el orden político.
Examinemos ahora la música que se escuchaba durante los reinados de los Reyes Católicos y el Emperador. Esta música nos es bien conocida en las colecciones de los Siete Libros de Música de Salinas, el cancionero de Palacio, el de Upsala, el de Medinaceli, etc. Lo que primero señalaría en el encuentro con esta música es la unión de lo popular y la individualidad creadora, la fusión de la poesía con la música, esto es tan perfecto que es muy difícil establecer los límites de una y otra acción. Parece normal que en un movimiento formativo se genere esta síntesis; pero si observamos su sobrevivir en las manifestaciones posteriores, por ejemplo, en muchas sonatas de Scarlatti, o en el trabajo de Falla en las “Siete Canciones Populares Españolas”, percibimos que se trata de una situación constante, que de la mera circunstancia histórica se constituye en ontología, y esto es lo que se consideró la primera cosa a indagar: nuestra situación ontológica ante el hecho musical.
Esta síntesis a que aludimos en los cancioneros españoles de los siglos xv y xvi es posible por lo que parece ser una deliberada simplicidad en la técnica musical empleada por los compositores en el intento de acercarse con mayor pureza al texto poético. Es este otro hecho de gran importancia para la comprensión de nuestro pasado musical.
Veamos lo que Higinio Anglés nos dice sobre esto, en su trabajo crítico sobre “El Cancionero de Palacio”: “Lo curioso del caso —dice Anglés— es que, a pesar del conocimiento que los músicos españoles tuvieron del arte flamenco, por lo visto fue con todo intento que dejaron de cultivar paulatinamente la técnica florida de aquella gloriosa escuela directora de los destinos del arte musical de Europa, y crearon una música en apariencia simplicísima, pero que sabe adentrarse más que ninguna otra en lo más íntimo del corazón humano”. Hasta aquí Anglés.
En efecto, en la vasta colección del Cancionero, se encuentran muy pocos ejemplos de elaboraciones contrapuntísticas superiores. La inmensa mayoría de las composiciones son de una sencillez expresiva que lleva a una emoción directa realísima, entrañable. Cuando este despojamiento se une a algunas muestras de versiones a lo divino, se produce el milagro de pureza que es, por ejemplo. “Al Alba Venid, Buen Amigo”.
En esta actitud de los músicos del Cancionero, hallamos otra muestra del ensimismamiento que contrasta con la naturaleza expansiva de la Obra de Tecla de Cabezón, o con las grandes construcciones polifónicas de Victoria.
A través de su deliberada sencillez, de la lógica poética en la conducción de las voces, las composiciones del Cancionero nos ofrecen otra de sus ganancias más preciosas, la transparencia. Despojada de toda complejidad en el tratamiento musical del texto, yendo por el contrario al espíritu de la letra, al par que, a la ardiente realidad del lenguaje, estas músicas llegan a una desnudez de la expresión en la que el sonido está penetrado por la sustancia de la poesía, es decir, que una relación interválica, una modulación, un acorde, tienen el mismo sentido que se expresa en el verbo poético. Al establecer esta identidad, quiero decir que la música no es un acercamiento al texto, ni siquiera la expresión simultánea de una emoción semejante, sino que las relaciones puramente musicales transcurren en la misma morada en que habita la palabra poética.
Sería más fácil expresarlo diciendo que un acorde puede ser una imagen, y una modulación puede tener un carácter metafórico, pero en estos textos poéticos, no hay imagen ni metáfora, ni figuras del lenguaje, sino realidades bienaventuradas, radiantes epifanías, jubilosos retornos de ver el aire sobre los álamos, espera del amigo, nocturna muerte del caballero… Y estas nupcias de la palabra y el sonido solo pueden celebrarse en la transparencia, en una comunicación inefable; por eso su plenitud está en los kiries, en los sanctus, en los aleluyas, en el milagro, en fin, del gregoriano.
En la música del Cancionero están presentes también desde luego, en la misma relación de identidad con el texto, las esencias tocadas con mayor frecuencia por la poesía tradicional española: el alba, la soledad, la noche, transcurren en la música, otorgándole la misma lejanía, suspensión, misteriosa memoria con que se muestran en la poesía.