AL DIARIO DE LA MARINA
...continuación 2
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No es verdad, sino falsedad absoluta, que “los agentes del señor Martí finjan el concurso de elementos lejanos, pretendiendo hacer creer en Puerto Príncipe, por ejemplo, que Santiago de Cuba y Santa Clara secundarían cualquier movimiento, y en estas últimas que Puerto Príncipe y la Habana no aguardaban más que la iniciativa de las otras para levantarse en masa”. Así asesinó España, cuando el Zanjón, la revolución en Cuba, diciendo a las Villas cuando no era cierto que el Oriente se había ya rendido, y engañando al Oriente con la supuesta entrega de las Villas. Pero ¿qué esperanza de éxito, en pleno vapor y telégrafo pudiera tener desde el extranjero quien afirmase en Cuba lo que ella a cada paso, en el contacto natural de los hombres afines, tiene ocasión de desmentir? Rétase al Diario a que exhiba prueba escrita o de persona de la afirmación inexacta de que “los agentes del señor Martí exageren los recursos con que cuentan”, según en ese mismo párrafo insinúa, o “finjan el concurso de elementos lejanos”. Se reta al Diario,—porque el señor Martí no tiene un solo agente en Cuba. No tiene un solo agente en Cuba el señor Martí. La revolución que en Cuba haya, de Cuba es. El acuerdo que quisiese tener con el Partido Revolucionario, de su voluntad lo tendría. El respeto del Partido Revolucionario a la patria es tal, tan honda su certidumbre de la espontaneidad y vigor de la revolución, y tan vehemente y preciso su concepto de la dignidad cubana, que no la ofende con estímulos ni espuelas. No hay, de un cabo a otro de la Isla, una sola persona empleada por el Partido Revolucionario para fomentar sus propósitos, ni provocar, ni acelerar la guerra. Acaso la guerra brota de todas partes en Cuba. Acaso “los delegados” del gobierno en Santiago ven tan de cerca su vigor que aconsejan al gobierno que la demerite, sin caer en que solo revela lo que la teme cuando cree necesario apartar de ella los ánimos, aludiendo por boca del Diario, como de paso, a “sus menguados recursos”. Acaso la guerra llega ya tan cerca del estribo que España ha creído necesario mudar, con un nuevo subterfugio, toda su política, y clavar tal vez en la revolución a los que se le prestan de puñal, para dar tiempo, con su falso auxilio, a que se prolongue una situación que pudiera desmigajarse, o a que se aturda y vacíe el Partido Revolucionario, que ni se aturdirá ni se vaciará. Acaso quiere Cuba la guerra, y la puede. Pero es falso que agente alguno del señor Martí, o comunicación alguna, “exagere los recursos o finja elementos lejanos”.
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No es verdad, como El Diario sugiere, que el Partido Revolucionario haya movido, ni dispuesto, ni apadrinado, ni ayudado con “falsas promesas”, ni con promesa alguna, “las recientes intentonas de Purnio y las Lajas”. Medida de la honra propia, en diarios y en hombres, es el respeto en que se tiene la honra ajena. El que no respeta la honra ajena, no respetará la propia. A quien combate a espada limpia, solo los de asesino corazón, cubanos o españoles, pueden buscarle con la navaja los costados. No a escondidas ni a medias palabras, sino faz a faz de un pueblo ebrio de entusiasmo declaró el Partido Revolucionario, cuando aún podía estar en pie en nuestros montes el alzamiento de Purnio, que a él se iría con todo empuje, si por él se había anticipado la guerra en Cuba, pero que él no era obra del Partido Revolucionario. El único manifiesto del Partido Revolucionario,—que en ningún documento privado o público ha azuzado a la guerra al país, ni ha necesitado más que conformarse con amor y presteza a su voluntad,—vio la luz en los días mismos de aquel acontecimiento, y afirmó la irresponsabilidad del Partido en él. Pero si no le hubiese superado en belleza el espontáneo y cuantioso donativo de los cubanos de Key West a la revolución, después de haber desaparecido el movimiento en que acababan de poner la esperanza durante catorce años comprimida, hubiera sido tal vez el más puro y hermoso acto del Partido Revolucionario su espontánea denegación, en los días mismos de Purnio, de una gloria que no le pertenecía, frente a frente de un pueblo febril, de un pueblo de veinte mil corazones, que, a la sombra de las banderas acribilladas y las banderas nuevas, vitoreaba al Partido como autor del alzamiento. Pudiera tal vez tildarse con razón de villanía a los que, ante hechos tales y tan notorios, afirmasen o apuntasen aún que el Partido Revolucionario provocó el alzamiento de Purnio.
¿Y las Lajas? A su tiempo—porque el Partido Revolucionario lo sabe siempre todo a tiempo, y lo investiga y confirma, para salvar después con su prudencia al indiscreto o castigar después con su energía la traición—a su tiempo supo el Partido Revolucionario cómo andaban por Cienfuegos personas dudosas, y sospechadas de oficios policiales o de venalidad, que no obedecían a agencia revolucionaria alguna, fomentando una intentona que creía hallar allí fácil acogida. ¿A quién iba a aprovechar en Cuba la intentona? ¿Se quería alarmar al gobierno en España, o dar allá pretexto para la conservación del estado de guerra a los que en él, de Cuba y de España, trafican? ¿Se quería mostrar por el gobierno en Cuba la capacidad, fácil, por cierto, de sofocar un movimiento por él mismo alzado? ¿Se quiso componer un alzamiento ficticio, y de seguro fin, para darlo como obra nimia y atentatoria del Partido Revolucionario, y quitar a este el crédito que goza por su obra mayor, continental y humana, y por su cautela y su desaprobación de toda tentativa personal o aislada, o de menor grandeza que la que requiere la Isla? Lo que el Partido Revolucionario hizo,—en vez de aprovecharse, como mero agitador, de esa ayuda innecesaria, como de tantas otras de mayor claridad de que habría podido asirse,—fue precaver a la comarca, según prueba personal y escrita, de la intriga, a todas luces española, en que podría caer, y desautorizar plenamente allí todo alzamiento que se cobijara bajo su nombre. ¿A qué la rama, que agita el viento enemigo, cuando se siente, bajo la tierra toda, crecer ya la selva?—Es falso que el Partido Revolucionario promoviese “con falsas promesas, las intentonas de Purnio y las Lajas”.
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Desmentidos así los hechos que el Diario de la Marina afirmó, en asuntos de tal gravedad que no se puede sin pueril ligereza asegurar en él lo que no se sabe de cierto, ni contra lo cierto sin verdadera alevosía, cesa aquí en este tema la tarea de Patria. No se desmienten estos hechos tanto porque sea ya necesario, sino por asir la ocasión de contraer ante la patria ansiosa, que tiene derecho a la verdad, la responsabilidad de estas declaraciones formales. A acelerar en Cuba, por un esfuerzo inevitable y posible, el advenimiento de una situación decidida y próxima, digna de su puesto en el continente y de su hora en la humanidad, se consagra, sordo a la ira y a la provocación, el Partido Revolucionario Cubano, no a azuzar con promesas engañosas intentonas de mozo, que entreguen al país a peligros que de ningún modo serían mayores que el de la ocupación creciente de todos sus medios de vida por el sobrante vicioso y famélico de una nación incapaz y desocupada, con la ayuda inicua de los cubanos que resulten favorecidos, como favorece la tiranía a sus instrumentos, en la consumación del desalojo de los cubanos en su propia patria. De esa inmoral y funesta complicidad,—muy distinta de la unión viril del español y del cubano en el goce común de una república cordial, de donde el padre jamás será expelido por el hijo,—es de lo que debe, por insincera e incauta, guardarse Cuba: de esa liga,—insegura siempre para el español bueno, por el descontento cubano que ella no ha de calmar, y no menos que parricida para con el cubano mismo,—entre los españoles que con el nombre de las reformas, abierto a todo, como la mujer fácil del Evangelio, procuran sustituir a los españoles privilegiados, y los cubanos incapaces para obtener de España una promesa siquiera de concesión que no sea en realidad obtenida por el Partido Revolucionario, con la mira española de desviar con una esperanza perturbadora la amenaza de la guerra. Esa fatal demora en depurar los componentes devorantes de la sociedad cubana, antes de que la invadan y ocupen por completo,—como no la habían nunca invadido,—los elementos viciados y codiciosos de una nación atrasada; e incapaz esa fatal demora, imperdonable en hombres de pensamiento varón, y de rudimentaria capacidad política, es el peligro único de Cuba, no el pueblo cubano, ya preparado para la libertad, no el cubano negro, que a la idea de raza,—que solo los blancos advenedizos y los mestizos encubiertos recuerdan o enconan,—antepone la idea de la patria, con la caridad que da la larga desdicha, y la moderación que viene del trabajo real, y el trato hermano con los hombres justos. Ese es el peligro en Cuba,—no las intentonas que el Partido Revolucionario no ha fomentado jamás, y de las que no ha querido aprovecharse nunca.
A más altas obras está el Partido Revolucionario obligado; y libre del aturdimiento que oscurece el juicio,—y aun suele tristemente nublar el honor—de sus enemigos, marcha sereno, entre las dificultades de la distancia y las redes, que le tiende la traición, al fin de componer las fuerzas de la emancipación de Cuba, de manera que la Isla, de su pleno acuerdo y con cuanto auxilio pueda esperar, conquiste por una guerra cordial y franca para el español, y capas de olvido sincero para los errores o tardanzas de los cubanos, la independencia que permita a Cuba, con las fuerzas desconocidas y reales de su población sesuda y laboriosa, desenvolver en el continente a que pertenece la riqueza americana que a sus rivales aventajados le disputan, antes de que, por la cobardía o la incapacidad disfrazadas de augusta prudencia, se convierta Cuba en asiento definitivo del sobrante imperioso e infecundo de la desmadejada y turbulenta nación española. En la vida nueva y creciente de América, y en el roce amigo con los cubanos aleccionados y creadores, se aprende política distinta, y más americana, que la que se aprende, de capa a capote, en los cafés de Madrid. No para predio holgado de la política aún feudal de España educamos a Cuba; ni a nuestros hijos educamos, en época tan noble y adelantada del mundo, para mantenedores y celestinos de los cesantes y pisaverdes, de Vigo a Jerez, que dan gala y picardía a la capa española. ¿Taberna nada más ha de ser Cuba, u holgazana cervecería de San Jerónimo, y fonda de las Cuatro Naciones? ¿O pueblo propio, trabajador, y americano? Esta, y no menos, es la obra de Cuba. Y esta es la obra del Partido Revolucionario Cubano.
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El objeto del Diario de la Marina fue harto patente, y se ve en el artículo como encubierto—y por cierto desdichado—manifiesto de la capitanía general. Ayúdanla los cubanos: los cubanos que cargaron sable o hule en la inicua guerra contra sus compatriotas, los cubanos que saludaban las glorias del ejército español cuando morían nuestra ancianidad y nuestra juventud por crearles la patria que habían de deshonrar. Mas no habla Patria hoy con estos cubanos o aquellos, sino sobre la revelación falsa, y en realidad angustiosa, de un plan revolucionario mínimo,—sin más base probable que la inducción, ayudada de traidores desorientados,—como medio de empobrecer ante el país la idea revolucionaria, presentándosela reducida a un plan mezquino y descubierto. Y ya queda en su cruz la infeliz habilidad. Falso es que el Partido Revolucionario haya fomentado en un pueblo de Cuba el alzamiento que se dice sorprendido, como falso fue que fomentase el de Purnio y el de las Lajas. No por agentes intrusos ha logrado el Partido Revolucionario levantar amenazantes las fuerzas rebeldes de la Isla, sino porque estas aguardaban solo para batallar la unidad de propósito, y fe en el auxilio posible, que el Partido Revolucionario nació a darle, y le ha dado, sin caer en la trama pueril de las conspiraciones imposibles en tanto recelo y espionaje, sino por el modo superior y seguro de demostrar en esfuerzos crecientes al país, y sin cuidar de ser oído o desoído, su capacidad, su cordialidad, su cordura, su paciencia, su respeto, su cariño. Al gobierno español aloca esta revolución que siente bajo los pies, ya que no puede verle los hilos,—a la que ni siquiera un traidor de su seno pudiera venderle ni cortarle los hilos. Y es que hemos hecho, por medios sensatos, la revolución de las almas. Ese es el pregón que teníamos que hacer: el de anunciar a Cuba que estábamos disponiéndonos a servirla, y sujetos a su voluntad. ¿Cómo lo había de saber, si no se lo decíamos, ni lo había de creer ella, si no se lo demostrábamos? Cuba está determinada, y nosotros con ella, a intentar con todas sus fuerzas puras, y con cordialidad invencible para las mismas fuerzas impuras, la acción necesaria para poner al país en condición definitiva y digna de él, antes que la sumisión mal aconsejada a la política incapaz de una nación famélica, y nula en el mundo moderno, convierta a Cuba en mísera y satisfecha sentina de la población estéril y logrera de España. Pero nuestro pregón era salvo, porque no lo dirigíamos a la preparación tenebrosa, y siempre sorprendida, sino a la luz impalpable de las almas. ¡Enemigo: encarcela la luz, quema el cadáver de la luz, arrastra por las calles el cadáver de la luz! No puede el enemigo: y Cuba solo sabe de nosotros que esperamos en pie, con la cartuchera ceñida, y con los brazos cruzados.—En cuanto al Diario de la Marina, solo se ha de añadir que el empeño de rebajar al enemigo empieza cuando se ha cesado ya de desdeñarlo.
Patria, Nueva York, 10 de noviembre de 1894, no. 136, pp. 1-2; OC, t. 3, pp. 351-360.

