LA MUERTE DE JOSÉ ORTEGA GASSET
Ya hoy lo podemos complacer, pues le acaba de llegar la gracia de la complacencia transcendente, ya le podemos decir Ortega el americano. La extrañeza del americano en el idioma, su voluntariosa o soterrada desconfianza de las palabras, hasta que una a una se decide a descubrirlas, a desgarrarlas en cada instante germinativo, estaba vivaz en él. Sabía que no podía disfrutar del idioma en blanda siesta, sino apoderarse de él como una conquista, como un comienzo. Ni el calvado aticismo, máscara de tanta endeblez y ñoñería, ni las elegancias minuciosas de la sensación en sus reflejos, ni el rodaballo perifolloso. No apetecía la tradición como disfrute, sino el disfrute de una tradición matinal, reciente, descubierta. Primera de sus hazañas, frente a la mortandad del verbo hispánico de sus comienzos, levantarse a la eficacia conquistadora del idioma. Por eso subrayamos la verdad esclarecedora de José Gaos, cuando nos dice: “su par habría que elegirlo, a mi parecer, entre los máximos prosistas hispanoamericanos, que pertenecen al período posterior a la independencia de estos países”.
Sabía que en España el labriego y el cortesano a la manera de Garcilaso, habían cantado y danzado, para el mejor gusto o el éxtasis, pero quedaba el fragmento del escritor, que le correspondía al campesino, que tenía que comenzar su aventura. Que desde siglos había perdido carácter, energía, desenfado, o para decirlo en el lenguaje de los músicos su “alegría majestuosa”. No solo había disfrutado en su juventud la palabra de áureos ramos almendrinos del “indio divino”, sino que había leído a los cronistas de Indias, en su afán de aunar la palabra que se extrae con la aventura del paisaje de nueva tierra firme. Años antes Unamuno se encontraba con Martí, y tenía que descubrir allí, que dos de las mejores tradiciones españolas, el barroquismo de esencias y el misticismo, se encontraban de nuevo en su llegada americana. Ortega el americano, Martí y Unamuno, primer triunfo, de nuevo en el idioma. Plenitud que comienza por nacer de una frustración, de un reojo de desterrado.
Una consumada torpeza engendraba en la valoración de la valentía de Ortega, las temporadas que había pasado en San Sebastián o en las tertulias bonaerenses del Jockey Club. No se le situaba la gran valentía con que iba a sus cosas esenciales, aunque tuviese que torcer simpatías de cavernícolas o liberales. Es ahora el momento de manifestar que fuera Ortega y Gasset, el que dijera las cosas más valientes, inteligentes y voluntariosas, acerca de historia, paisaje y política, que se han dicho en España en las últimos cien años. Desde muy joven penetró en su destino, “parecería lo que dijese una historia de España vuelta del revés”. La historia se había hecho tópica, repetición, cartoné. Y Ortega comprendió que había que despellejar aquel falso ordenamiento que dañaba lo hispánico. “La perdurable modorra de idiotez y egoísmo que había sido durante tres siglos nuestra historia”. Se enfrentó hasta su muerte con esa idiotez; combatió, hasta que una mezquina circunstancia histórica le cerró todas las puertas, esa modorra. Pero aún hay más en esa valentía, señalar el tránsito de Castilla, medieval, mística y creadora, a pura escenografía., a retórica de la llaneza. Ese momento en que según nos dice, Castilla “se vuelve suspicaz, angosta, sórdida y agria”. Combatió todo esbozo de estatificación y de muerte. Y subrayó que el gran momento vital de España, había sido la colonización americana, matinal, plena, frente a la agriedad del fetichismo castellano. “Para mí, dice Ortega, es evidente que se trata de lo único verdadero, sustantivamente grande, que ha hecho España”. En esa dimensión, Ortega llegó a decidirse contra lo más altivo y rifoso, sin dar muestras de vacilación. Así nos dice de El Escorial, que allí “se muestra petrificada un alma toda voluntad, todo esfuerzo, exento de ideas y de sensibilidad”. En esas valoraciones es donde Ortega muestra su valentía, la decisión de su estilo.
Y esa colonización, revés de la minoritaria inglesa, según él subrayaba, había sido hecho por el pueblo. Todo lo había hecho el pueblo, pero la que él no había hecho, marchaba a la deriva sin pulso formativo. Entonces fue cuando Ortega precisó el destino que le quedaba por realizar a “los mejores”. A su formación, a su responsabilidad, a lo necesario de su universalidad, dedicó sus mejores vigilancias. Es decir, al lado del pueblo hispano, creador de voz y numerados pies danzables, grave de guitarras romanceadas, acarreo de las mejores resistencias, el ejercicio místico para constituirse en “los mejores”. No era aristocracia sin raíces, como afirman superficiales, sino la elaboración y cuidado de los bíblicos “vasos de elección”.
De ese destino derivó su concepción de la esencial frustración del hombre dentro de la órbita hispana. “Todo español lleva dentro, como un hombre muerto, un hombre que pudo nacer y no nació”. Frente a la trágica decisión de esa frase, es innegable que Ortega Gasset se empeñó toda su vida en superar esa frustración, ese no habitar su destino del hombre hispano. En el señalamiento de esa frustración, no hubo pesimismo en Ortega, sino virtudes aurorales, enérgicas flechas elevadas a un más alto potencial hispánico. Los que se contentaban y aprovechaban de esa frustración, mirarán siempre con recelo maligno ese esplendor, ese triunfo de la inteligencia, ese recio señorío mostrado por Ortega para combatir las enfermedades de su circunstancia y su tiempo.
Huyendo del yo transcendental de los alemanes, trampa mística para los místicos, no se detuvo en la alabanza del Dios en Castilla. Para no caer en el panteísmo alemán desconfió del misticismo español, y pareció siempre huir de todo diálogo teocrático. Pero el frailecito incandescente y el morabito máximo, como él llamaba a dos de las más esenciales figuras de la historia de España, estarán allí para contestar a las preguntas que él no satisfizo. Pero él era también un místico del fervor del conocimiento, del apetito de las esencias. La sobriedad de su muerte, rodeado de cosas muy esenciales, la maligna incomprensión que se complació en escarnecerlo durante sus últimos años, hicieron que de nuevo en él esplendiese la antigua grandeza castellana. A su espíritu de fineza, a la noble voracidad de su fervor humanístico, a la rectitud de su señorío, a la sobriedad de su muerte, el homenaje, un angustioso detenernos en la marcha, de los que trabajamos en ORÍGENES.[1]
José Lezama Lima: “La muerte de José Ortega Gasset”, Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, 1956, año XIII, no. 40, pp. 76-78.
Nota:
[1] “No le interesa a Orígenes formular un programa, sino ir lanzando las flechas de su propia estela. Como no cambiamos con las estaciones, no tenemos que justificar en extensos alegatos una piel de camaleón. No nos interesan superficiales mutaciones, sino ir subrayando la toma de posesión del ser. Queremos situarnos cerca de aquellas fuerzas de creación, de todo fuerte nacimiento, donde hay que ir a buscar la pureza o impureza, la cualidad o descalificación de todo arte. Toda obra ofrecida dentro del tipo humanista de cultura, o es una creación en la que el hombre muestra su tensión, su fiebre, sus momentos más vigilados y valiosos, o es, por el contrario, una manifestación banal de decorativa simpleza. Nos interesa fundamentalmente aquellos momentos de creación en los que el germen se convierte en criatura y lo desconocido va siendo poseído en la medida en que esto es posible y en que no engendra una desdichada arrogancia”. (José Lezama Lima: “Orígenes”, Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, primavera de 1944, año I, núm. 1, p. 5).
“Orígenes es algo más que una generación literaria o artística, es un estado organizado frente al tiempo. Representa un mínimum de criterios operantes en lo artístico y en las relaciones de la persona con su circunstancia. Será siempre, o intentará serlo en forma que por lo menos sus deseos sean a la postre sus realizaciones, un estado de concurrencia, liberado de esa dependencia cronológica que parece ser el marchamo de lo generacional. Desde hace más de quince años, eso que ahora se llama Orígenes, y que antaño se llamó Verbum, Espuela de Plata, Clavileño, Nadie Parecía, se muestra en su fase de riesgo y creación, olvidando el disfrute de todo declive crítico y el regusto de lo adquirido y acariciado. Esa concurrencia operada en Orígenes, se debía a su especial manera de trabajar la historia secreta, que existirá siempre que entre nosotros existan cuadrilleros, momentáneamente invisibles, que laboren dentro de la visión poética del acto naciente, de la poesía como búsqueda de la sustancia irradiante, o del protón pseudos”. (José Lezama Lima: “Alrededores de una Antología”, Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, 1952, año 9, no. 31, p. 64).
“Un hecho como el de la revista Orígenes constituye una forma suprema de heroísmo donde todo invita a no seguir, a cambiar de rumbo, a ‘ganarse la vida’ haciendo cualesquiera de esas incultas y anti-inteligentes tareas remunerativas: periodismo, televisión, radio. Y quien dice revista Orígenes dice José Lezama Lima. Encarna él una actitud incomprensible por ahora y en el ahora que vivimos, ya que lo cómodo es lo otro, halagar las pasiones públicas, unirse a los gobiernos y a las oposiciones, bailar al son del pandero que en un sitio o en otro pueda atraernos las miradas y los aplausos de la mayoría. […] / Ignorar que de una actitud así están hechas las páginas mejores de la historia cultural de cualquier país es ignorar demasiado. […] / Cuando todo paree igualmente pasar y morir, se advierte que hay algo resistente, extraño a la desaparición y al polvo de la tumba. Ese algo es el fruto del espíritu, el producto de la obra realizada con los materiales indestructibles de la pura inteligencia y la pura creación”. (Gastón Baquero: “De la continuidad en el esfuerzo cultural: Orígenes” (Diario de la Marina, 6 de marzo de 1955), Paginario disperso, selección e introducción de Carlos Espinosa Domínguez, La Habana, Ediciones UNIÓN, 2014, pp. 75-76).
“Porque si de hablar de los méritos de ese grupo se trata hay que subrayar de inmediato que uno de los principales es precisamente el de haber conquistado para nuestra alma colectiva ese estrato de los símbolos o enigmas que —a veces como traumas, a veces como revelaciones históricas— tenemos que interpretar en el proceso de nuestro autoconocimiento como pueblo”. (Gustavo Pita Céspedes: “Las tres filosofías de Orígenes”, Contracorriente, La Habana, 1996, año 2, no. 3, p. 36).
“Más que una revista, un grupo literario o un círculo intelectual, Orígenes fue una forma de pensar, un modo de hacer y creer y hasta una actitud ante la vida durante varias décadas. El escritor prefirió llamarlo ‘estado de concurrencia poética’ o ‘taller renacentista’ y destacó, como su mérito esencial, la coralidad del empeño. En la presentación del primer número de la revista homónima, el poeta escribía: ‘Queremos situarnos cerca de aquellas fuerzas de creación, de todo fuerte nacimiento, donde hay que ir a buscar la pureza o la impureza, la cualidad o descalificación de todo arte’. Esta vuelta a lo fundacional está presidida por una visión humanista del arte, asumido a la vez como revelación de la más alta belleza y como perfeccionamiento del hombre en el ejercicio del bien”. (Roberto Méndez Martínez: “Orígenes, destino y expresión poética”, Espacio Laical, La Habana, 2009, no. 4, p. 103).
Otros textos relacionados:
- Cintio Vitier: “Palabras de apertura”, Coloquio Internacional Cincuentenario de Orígenes, Casa de las Américas, La Habana, junio de 1994; Credo, año I, núm. 3, La Habana, octubre de 1994.
- Cintio Vitier: Para llegar a Orígenes, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1994.
- Cintio Vitier: “La aventura de Orígenes”, Fascinación de la memoria, transcripción, selección y prólogo de Iván González Cruz, La Habana-Madrid, Editorial Letras Cubanas, 1994.
- Fina García-Marruz: La familia de Orígenes, La Habana, Ediciones Unión, 1997.
- Cintio Vitier: “Orígenes es una fábula”, entrevista de Ciro Bianchi Ross, Oficio de intruso, La Habana, Ediciones Unión, 1999, pp. 87-101.
- Jorge Luis Arcos: Orígenes: la pobreza irradiante, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1994.
- Reynaldo González: “Orígenes y un debate necesario”, Espiral de interrogantes, La Habana, Ediciones Boloña, 2004, pp. 341-358.