Desde esta tierra del Sur, mi República oriental dulcemente marina, por sobre todo el Continente se tiende hasta Cuba, una recta tensa, que une a los dos pueblos en una amistad, en un amor que tiene un tierno matiz de patria común. Es que ningún uruguayo olvida jamás que su bandera cobijó a José Martí en el exilio y que él a su vez representó a nuestra nación desde su Consulado en Nueva York,[2] dándole para siempre a ese puesto una alta jerarquía histórica. Por eso, entre todos los países de América, el Uruguay es el que tiene derecho más próximo a la hermandad de Cuba. Martí es herencia americana, herencia latina, como todo grande hombre de una raza lo es de esta, dondequiera que esté afincado. Pero, así como en el clan familiar hay siempre un hermano más apegado a otro que los demás, bajo la curva simbólica de los brazos de Martí alzados para el juramento de la independencia, en el grupo escultórico de los libertadores que algún día ha de crear un Rodin americano, el Uruguay es el que más próximo estará al corazón llameante del Apóstol. Me crié amándolo (mi padre, español, vivió en Cuba años de su adolescencia); se me enseñó a querer a esa tierra y a su héroe, y ese amor está consubstanciado con mi corazón. De los recuerdos paternos aprendí a conocer “la perla antillana”, con el minucioso sentido de los ciegos. No la he visitado nunca, aún, pero su geografía, su aire, su luz, el mar que le redondea la cintura, me son tan familiares como los de mi país. Y en Montevideo, en mi cátedra de Lectura Comentada del Instituto Normal de Señoritas, el verso puro, la prosa rigurosamente poderosa, hacían de fiesta la hora de clase en que los teníamos como lección del día. Igual que Bécquer, Martí se nos entró en el alma y como sucede siempre con los verdaderos poetas, su verso nos sirvió muchas veces de término de comparación a situaciones íntimas, y fue ejemplo, confortación y embriaguez. Porque este cubano incomparable, se polarizó en dos encarnaciones inmensas, alrededor de las cuales giró todo lo que él fue, de modo perfecto, en la vida: héroe y poeta. Su prosa magistral mucho mayor, en cantidad, a los versos que nos dejó, le descubre a cada instante en esas dos entidades supremas. En aquella época aprendí de memoria aquel poema egregiamente grandilocuente de “Los héroes”, que parece modelado por un escultor genial:
Sueño con claustros de mármol
Donde en silencio divino
Los héroes, de pie, reposan:
De noche, a la luz del alma,
Hablo con ellos: de noche![3]
Cansado de luchas y fanfarrias, Martí se dirigía a sus hermanos de inmortalidad, a la única hora posible para esos diálogos. Y así lo veo en el umbral del claustro marmóreo lleno de erguidas estatuas gloriosas, conversando con ellas, fascinadoramente, de patrias y versos.[4] Tan original, certero y rico de centellas en la prosa. Tan difícilmente sencillo y puro en la poesía, como aquellas estrofas invictas de “La rosa blanca”, modelo de forma y esencia, que recitan los escolares de mi país, y que él ha de escuchar desde allá, conmovido por ese culto nacional que el Uruguay le rinde desde su entraña. Martí está entre los grandes que desde hace tres generaciones forman nuestra vía láctea política. Millares de poetas han querido imitarlo. Imposible, pues muy pocos poseen como él, en “esta tierra menuda y rencorosa”, los dos augustos elementos con que ese poema fue creado: santidad y genio. El estilo de Martí, sin antecedentes americanos (Montalvo[5] es grande y distinto), viene tamizado desde las más lejanas fuentes del idioma. Con su elocuencia recia y fulgurante, sus certeros arcaísmos que le confieren tanta gracia, con su simplicidad de poeta prístino que le ha dado el rigor del despojamiento y hace de su estrofa brillante una gema límpida, solo podemos encontrarle raíces en lo más profundo de Santa Teresa, su hermana monja. Martí, escritor, orador, poeta, es tan inmenso como Martí patriota. Una vez quiso él enseñar cómo se es poeta y dijo que “para hacer poesía hermosa, no hay como volver los ojos fuera—a la Naturaleza; y dentro—al alma”.[6] Fórmula fácil para él que poseía el destino, pero tan inaccesible como aquella de la musa traviesa de Ricardo Palma que encomendara poner consonantes en las puntas, y en el medio… talento. Martí fue poeta porque su alma excepcional sentía la naturaleza, que es Dios, como un elegido del cielo, y porque los supremos poderes le dieron el valor creador sin el cual la sensibilidad y la contemplación no pueden llegar al milagro del verso logrado. Su obra es humanidad viva, fe, amor… y genio. Los romances de Ismaelillo, en esos metros falsamente fáciles que él maneja con tanta soltura y elegancia, como toda su producción lírica, son verdaderas trampas geniales en las que se cae atrapado el que recién empieza a estudiarlo. Llano, muy cielo azul, pero tan dueño de centellas, que pronto, de ese decir simple salta una chispa que nadie podría sacar de su ámbar y que es el prodigio del fuego haciendo arder la zarza sin consumirla. Tanto en los Versos libres como en los Versos sencillos; en los poemas galantes de ese gran galanteador, como cuando, “espantado de todo”,[7] se refugia en el hijo rimando delicias para su “reyecillo”[8] o canta sombrío a sus “hermanos muertos el 27 de Noviembre” (los estudiantes de Medicina fusilados en La Habana ese mes del año 1871). Martí se salva de la recarga romántica-decadente de la época y, para gloria de nuestra lírica es, por su buen gusto, su erguidura, su ímpetu, su sintaxis, su adjetivo, la perdurabilísima voz poética que sigue dándonos su melodía, cuando hace más de medio siglo la muerte le apagó en la garganta, en el combate, yámbico de Dos Ríos, la otra voz, la sonora y alucinante del orador. Martí es un precursor del modernismo en la poesía americana y tal vez Darío bebió en él sus primeros sorbos de gracia y cuento:
Margarita, está linda la mar…[9]
El gran nicaragüense dice en su estudio de La Nación, de Buenos Aires, que Martí poeta fue mucho tiempo casi desconocido para él.[10] Pero si algo había leído del bardo cubano, eso fue bastante, como una gota de salada agua del mar es el océano en potencia y el ascua minúscula que ha arrastrado el viento todo un incendio de bosques a kilómetros de distancia.
Martí, que indudablemente tuvo en la poesía clásica castellana su nodriza y su aya, viene de muy lejos. De un muy lejos siempre más cercano que todo, porque está en el pueblo y en el corazón de cada lírica y sensible criatura del pueblo. Si los héroes dialogan con él de noche, mano a mano, de día lo escoltan juglares que recogen del sufriente limo mortal su experiencia y filosofía, cantando con acento directo y bruñido, a lo que les quema el alma por formar parte ella y que nos viene del aliento del principio de la creación. Martí lo transforma en legítimo derecho de poeta:
Yo te quiero, verso amigo,
Porque cuando siento el pecho
Ya muy cargado y deshecho,
Parto la carga contigo.[11]
¿Qué importa que tu puñal
Se me clave en el riñón?
¡Tengo mis versos, que son
Más fuertes que tu puñal!
¿Qué importa que este dolor
Seque el mar, y nuble el cielo?
El verso, dulce consuelo,
Nace alado del dolor.[12]
Es evidente que Martí quiso con el amor de la vocación, su destino lírico. No vacila en hablar de él orgullosamente, cuando la mayoría de los poetas lo tratan como a la propia sangre que necesitan para la salud y la vida y lo silencian siempre. Apenas si a veces lo hacen formar parte de una metáfora o una vergonzante referencia.
Aplomado y límpido, Martí dice lo que siente sin mirar a su público de reojo. Es que, más aún, no busca tener público, como el ruiseñor. Canta por un imperativo natural y lo hace con una idiomática segura, perfecta, sin dengues ni laberintos. El sol directo de Cuba, que ha de comerse sombras y contraluces, está, vertical, en su verso. Y así era él mismo, vertical, y por eso ha quedado en América como una de las más fuertes columnas de la poesía y la libertad. Si como héroe tiene un ancho espacio luminoso para su estatua en el claustro de los héroes, como poeta se talló un plinto de piedra berroqueña y se conquistó una siempre fresca corona de laurel castellano. “La niña de Guatemala”, la que por él se murió de amor, la que en andas llevaron a enterrar obispos y embajadores, y cuya mano afilada y cuyos zapatos blancos besó transido de dolor en la despedida suprema, es mucho más que un romance hermoso. Bien sabemos el nombre de la pobre y bella desdeñada, que prefirió el frío definitivo del agua del río, al del olvido de aquel desmemoriado que volvió casado con otra, aunque a ella la hubo amado tanto. Ese romance puro y sereno, sin embargo, llora sangre. Así, llorando y sangrando de remordimiento desesperado, debió escribirlo Martí que tuvo grandes poderes de atracción con las mujeres, pues sin ser hermoso poseía unos ojos de fuego y una invisible aureola que conmovía los sensibles nervios femeninos.[13] Su bondad total lo salvó de ser un don Juan: su genio y su sentido de la libertad, de los derechos humanos, de ser un conquistador de cualquier especie. Él sabía bien que “el amor, engendra melodías”[14] y sembró amor en el verso, en la prosa de centella, en cuanto ideal se le cobijó bajo la noble frente magnética. Como él mismo dijo de Emerson, Martí fue “un hombre que se halló vivo”.[15] Lo vemos inflexible y dominante en la lucha sagrada por la libertad de su patria; grande, con solo los odios que por ser justos son santos,[16] como lo prueba en Versos sencillos su “Romance a Aragón” y en múltiples instantes su cariño a la España de sus ancestros,[17] limpia de la culpa que los políticos tuvieron en la esclavitud de Cuba. Si en todos sus aspectos yo lo venero y lo admiro, Martí tiene en mis preferencias de vocación y destino, la alucinante atracción de un ídolo. Muchos poetas de América hubieran deseado poseer su sobria y certera claridad. Pero ese don solo lo reciben del cielo muy pocos grandes. Su vastísima cultura, ese relampagueo académico, fulgurante, entre la transparencia del agua, su sencillez asistida por el vocablo antiguo que la subraya de gracia, esa sintaxis que parece tan lisa y es su gran misterio de forja y riqueza, todo eso que es Martí poeta sea en la prosa, en el verso, en el patriotismo o en la heroicidad, hacen de él una creciente estampa de Dios.[18] Así lo estamos amando. Así está él superando a todas las estatuas de sus diálogos olímpicos.
Montevideo, febrero de 1953.
Juana de Ibarbourou: “La poesía de Martí”, Memoria del Congreso de Escritores Martianos (febrero 20 al 27 de 1953), La Habana, Publicaciones de la Comisión Nacional Organizadora de los Actos y Ediciones del Centenario y del Monumento de Martí, Imprenta Úcar, García, s. a., pp. 632-637.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Véase la nota introductoria de Jorge Camacho: “La ‘alucinante atracción’ de Martí. (Un texto de Juana de Ibarbourou sobre el autor de Ismaelillo)”, publicada en La Habana Elegante. Segunda época.
[2] Rodolfo Sarracino: “José Martí: sus primeros servicios consulares en Uruguay”, Honda, La Habana, 2007, no. 21, pp. 54-58; José Martí, cónsul de la República Oriental del Uruguay. Documentos, prólogo de Armando Hart Dávalos; presentación de Gonzalo Fernández, La Habana, Centro de Estudios Martianos y Ministerio de Relaciones Exteriores, 2008; y Pedro Pablo Rodríguez: “Prólogo” a José Martí: cónsul de la República Oriental del Uruguay, compilación de José R. Cabañas Rodríguez, Pedro Pablo Rodríguez y Alfredo Coirolo, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2016.
[3] JM: “Poema XLV”, Versos sencillos, Nueva York, 1891, OCEC, t. 14, p. 350.
[4] “[…] la visión simbólica roza la alegoría, como en el grave y desnudo poema de los héroes, que tanto impresionó a Juan Ramón Jiménez; el poema de más recio blancor, y más puro en la grandeza, de nuestra lírica”. [Cintio Vitier: “Séptima lección. El arribo a la plenitud del espíritu. La integración poética de Martí”, Lo cubano en la poesía (1958), en Lo cubano en la poesía. Edición definitiva, prólogo de Abel Prieto, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1998, p. 205].
[5] Juan María Montalvo Fiallos (1832-1889). Véase Medardo Vitier: “Los siete tratados de Montalvo”, Del ensayo americano, México, Fondo de Cultura Económica, 1945, pp. 75-94.
[6] JM: Guatemala, México, 1878, OCEC, t. 5, p. 252.
[7] “Hijo:
Espantado de todo, me refugio en ti.
Tengo fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud, y en ti.
Si alguien te dice que estas páginas se parecen a otras páginas, diles que te amo demasiado para profanarte así. Tal como aquí te pinto, tal te han visto mis ojos. Con esos arreos de gala te me has aparecido. Cuando he cesado de verte en una forma, he cesado de pintarte. Esos riachuelos han pasado por mi corazón.
¡Lleguen al tuyo!”
(JM: “[Dedicatoria de Ismaelillo]”, Ismaelillo, Nueva York, 1882, OCEC, t. 14, p. 17).
[8] JM: “Mi reyecillo”, Ismaelillo, Nueva York, 1882, OCEC, t. 14, pp. 29-30.
[9] Rubén Darío: “A Margarita Debayle” (Poema del otoño y otros poemas), Poesía, prólogo y cronología de Julio Valle-Castillo; epílogo de Ángel Rama, La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1989, pp. 471-474.
[10] “Cuando al saberse la noticia de su muerte, en el campo de batalla, escribí en La Nación su necrología —que forma parte de mi libro Los Raros— yo no conocía sino muy escasos trabajos poéticos de Martí. Por eso fue mi juicio somero y casi negativo en cuanto a aquellas relativas facultades. Él comprendía que el verso fuese un derivativo en especiales momentos de la existencia. Y no como retórico pasatiempo, antes bien como un exprimir lo íntimo en lengua ritmada y expresada de modo cordial”. [Rubén Darío: “José Martí, poeta” (La Nación, Buenos Aires, 29 de mayo de 1913), Boletín de la Academia Cubana de la Lengua (Homenaje a José Martí en el centenario de su nacimiento), La Habana, octubre-diciembre de 1952, p. 494].
[11] JM: “Poema XLVI”, Versos sencillos, ob. cit., p. 352.
[12] JM: “Poema XXXV”, Versos sencillos, ob. cit., p. 340.
[13] “Sobre el color de los ojos de Martí siempre ha existido mucha confusión, creyéndose generalmente que fueron negros. Eran pardos, ‘glaucos’, según el pintor Federico Edelmann, color que tiene los tonos cambiantes de las olas, desde el oscuro hasta lo claro, en una sensación variable de pardo a verdemar. Y eran almendrados, algo achinados o árabes, más bien melancólicos y dulces, pero relampagueantes o coléricos cuando acusaba desde la tribuna a la España colonial de sus desmanes en Cuba. Y en su mirada, después de su verbo, residía acaso el mayor magnetismo de Martí, porque era ella la que atraía enseguida a las personas hasta llegar casi a hechizarlas”. (Gonzalo de Quesada y Miranda: “Cómo era Martí”, Obras completas. Edición digital, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2002).
A propósito, véanse los artículos homónimos de Gonzalo de Quesada y Miranda y de Alberto Plochet: “Los ojos de Martí”, publicados en Bohemia, La Habana, el 28 de enero de 1934 y en la Revista Bimestre Cubana, La Habana, septiembre-octubre de 1932, en el Anuario del Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2000, no. 23, pp. 274-278 y en Yo conocí a Martí, selección y prólogo de Carmen Suárez León, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2012, pp. 130-133, respectivamente.
[14] JM: “[Crin hirsuta]”, Versos libres, OCEC, t. 14, p. 185.
[15] “Fue un hombre que se halló vivo, se sacudió de los hombros todos esos mantos y de los ojos todas esas vendas, que los tiempos pasados echan sobre los hombres, y vivió faz a faz con la naturaleza, como si toda la tierra fuese su hogar; y el sol su propio sol, y él patriarca. Fue uno de aquellos a quienes la naturaleza se revela, y se abre, y extiende los múltiples brazos, como para cubrir con ellos el cuerpo todo de su hijo. Fue de aquellos a quienes es dada la ciencia suma, la calma suma, el goce sumo. Toda la naturaleza palpitaba ante él, como una desposada. Vivió feliz porque puso sus amores fuera de la tierra. Fue su vida entera el amanecer de una noche de bodas. ¡Qué deliquios, los de su alma! ¡Qué visiones, las de sus ojos! ¡Qué tablas de leyes, sus libros! Sus versos, ¡qué vuelos de ángel! Era de niño tímido y delgado, y parecía a los que le miraban águila joven, pino joven. Y luego fue sereno, amable y radiante, y los niños y los hombres se detenían a verle pasar”. (JM: “Muerte de Emerson”, La Opinión Nacional, Caracas, 19 de mayo de 1882, OCEC, t. 9, pp. 311-312).
[16] Véanse los ensayos de Fina García Marruz: “La fuerza divisora del odio”, “Amor y fundación” y “La guerra sin odios”, El amor como energía revolucionaria en José Martí, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2003.
[17] Véase el ensayo de Cintio Vitier: “España en Martí” (1994), Obras 7. Temas Martianos 2, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2005, pp. 166-186.
[18] “Sin caer en beaterías ni canonizaciones pueriles, podemos decir con exactitud que Martí significa para nosotros el arribo a la plenitud del espíritu, si no en su dimensión mística (aunque muy cerca parece que estuvo de tocarla en sus últimos días), sí en el doble sentido que le hemos dado a la palabra ‘espíritu’: objetivación y sacrificio. Y todo ello sin perder, antes bien salvándolos prodigiosamente, los testimonios y las angustias del alma: del ‘alma trémula y sola’”. [Cintio Vitier: “Séptima lección. El arribo a la plenitud del espíritu. La integración poética de Martí”, Lo cubano en la poesía (1958), en Lo cubano en la poesía. Edición definitiva, prólogo de Abel Prieto, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1998, pp. 168-169].
“No hay bibliografía pasiva de escritor laico hispano en la que tanto se prodiguen los vocablos reservados para la literatura hagiográfica como la de Martí. […] Tan inusitada y de tan noble jerarquía es la trinidad de valores que en él se dio, que el lector —o el oyente— no iniciado en su conocimiento se torna escéptico o suspicaz, y reputa como loa de adepto o hipérbole de idólatra, lo que es mero recuento de auténticas excelsitudes intelectuales, artísticas y éticas”. (Manuel Pedro González: “José Martí, su circunstancia y su tiempo”, Indagaciones martianas, Universidad Central de Las Villas, Dirección de Publicaciones, 1961, p. 53).
“Negar por cualquier prejuicio sectario que la palabra santidad pueda aplicarse a Martí en su vida y en su obra, es desconocerlas y carecer, por añadidura, de la indispensable elasticidad mental para operar con símbolos, vale decir, etimológicamente, con equivalencias de las cosas”. // “[…] Es necesario borrar la idea que suele tenerse de la santidad como virtud negativa y pasiva o prestigiosa, y reconocerle cabal validez en ese otro tipo de bondad heroica y de pureza que veneraron los pueblos primitivos y los antiguos, y que puede condensarse en la práctica del bien en tal forma que auxilia y ennoblece. Esa clase de santidad poseyó Martí…”. (Ezequiel Martínez Estrada: Martí revolucionario, prólogo de Roberto Fernández Retamar, La Habana, Casa de las Américas, 1967, t. 1, pp. 566 y 563, respectivamente).
“José Martí es un caso inexplicable y de orden mítico o milagroso en la historia de América. Cuanto más se le escudriña y estudia, más crece, y más impoluto y genial se nos revela. En él falla el refrán que afirma que no hay nadie grande para su ayuda de cámara. Él resiste el microscopio y hasta la ojeriza de los pícaros, los frívolos y los egoístas. No se le puede meditar largamente sin caer en la actitud reverente y en la terminología hagiográfica”. (Manuel Pedro González: “Contenido profético del epistolario martiano”, En torno a José Martí, Bordeaux, Editions Bière, 1973, p. 38).
“José Martí fue un Cristo laico. La precocidad en el sacrificio de su persona, la intensidad de su amor por el prójimo quien quiera que fuese, la rectitud y fidelidad de sus ideas a una doctrina, el desinterés ante los bienes materiales, su sentido de la amistad, su capacidad de premonición y su acierto en la advertencia, su voluntad de morir antes que renunciar a su doctrina, todo lo que en un humano cabe exigir para considerarle en proceso constante de cristificación, lo hallamos en Martí”. (Gastón Baquero: “Cristo laico”, La fuente inagotable, Valencia, Pre-Textos, 1995, p. 92).
“En algo más de tres mil poemas no he escrito apenas, ni apenas he invocado el nombre de Martí. No lo hice, creo, porque evitaba caer en una fácil retórica, esa misma retórica que hace que cualquier poeta evite emplear palabras demasiado altisonantes, usadas y abusadas […]. Pero tampoco invoqué su nombre, porque ese nombre contenía y contiene una tal enrarecida altura de amor y verdad que lo mejor es callarlo hacia afuera y recordarlo constantemente, como a un Cristo, a un Buda o a un Gandhi, hacia adentro”. (José Kozer: “Martí, una ansiedad”, Encuentro de la Cultura cubana, Madrid, invierno de 1996-1997, no. 3, p. 65).