En toda cultura, desde su nacimien­to, encontramos dos dimensiones igual­mente humanas que son, podemos decir, dos dimensiones ontológicas del hombre, dos planos en los que transcurre su exis­tencia: el de lo inmediato y el de lo me­diato. Toda cultura, por ser cultura, o sea, segunda naturaleza, incluye desde sus orí­genes obligatoriamente la dimensión de lo mediato que de otra manera pudiera llamarse de lo “trascendente”. Pero en los estadios iniciales de su desarrollo, esa di­mensión está aún demasiado involucrada en lo inmediato por su contenido, aun cuando parezca ser auténtica por su for­ma. (Si se trata, por ejemplo, de manifes­taciones religiosas, la preocupación bási­ca de estas es la seguridad personal, la pros­peridad económica, el confort y la tran­quilidad familiar, aunque su forma sea es­trictamente religiosa y, en un sentido más amplio, espiritual). La cultura misma es en ese estadio, cultura, no por su conteni­do, sino por su forma. Una cultura devie­ne, por primera vez tal en el sentido pro­pio de la palabra, cuando esa dimensión humana que antes llamábamos de lo me­diato o lo trascendente, deja de ser forma de otro contenido ajeno y deja de ser con ello un medio para Otra cosa. En culturas como la rusa, la cristalización irreversible de esa dimensión se evidencia con toda cla­ridad en imágenes artísticas como, por ejemplo, la del Ícaro ruso de la película Andrei Rubliov de Tarkovski. Ese Ícaro, que es un símbolo universal del Hombre que busca su auténtica dimensión en la que la humanidad no es más una mera variante de la animalidad; ese Hombre que se es­fuerza por romper la gravedad del intervalo que lo separa de una nueva e insospe­chada perspectiva, es al mismo tiempo que el Ícaro universal, un Ícaro ruso, auténti­camente ruso. Pero esta imagen artística, aun en toda su fuerza y expresividad, es solo un indicio, una señal de la madura­ción de una cultura que ha devenido tal y, por lo tanto, de la realización en algún momento y lugar de la historia rusa del misterio que implica el nacimiento del Hombre. Lo que quiere decir que antes que en la imagen artística —tan univer­sal, pero a la vez, tan concreta, tan concre­ta que necesita de una impresión vivida y próxima, sino directa— esas señales apa­recen en un Hombre o grupo de Hombres cuyo vivir revela las posibilidades de un pueblo y despierta por primera vez en la mayoría las más hondas inquietudes y cuestionamientos hasta tal punto que ya jamás nadie puede volver a vivir o a ser como antes. Y es entonces, por cierto, que surgen por primera vez y con un sentido muy humano, “el antes, el ahora y el des­pués”, es decir, “el tiempo de una cultura, su eje temporal”, una clara tendencia con “de dónde”, “dónde” y “hacia dón­de”, sin la que una cultura jamás puede tener una existencia real.

     La historia de una cultura, las fases de su desarrollo, suelen definirse siguien­do diversos criterios. Como es usual e in­evitable confundir cultura y sociedad, está muy difundida la práctica de tomar los cri­terios de desarrollo de una sociedad como criterios de desarrollo de una cultura y ello es válido solo hasta cierto punto. Sin embargo, si siguiendo la definición de V. M. Mezhuev, por cultura entendemos “el con­tenido humano” de la historia, el criterio básico para definir el desarrollo de una cultura y sus fases dimana de la pregunta: ¿En qué momento propiamente es que sur­ge en ese contexto dado el Hombre y, por cierto, en el sentido más universal, y por tanto, más singular y concreto, “indivi­dual” e incluso “personal” de la palabra? El Hombre como ser real, con un cuerpo espacio-temporalmente definido y perfec­tamente visible, audible y tangible, y al mismo tiempo, el Hombre como misterio impenetrable, intangible, inabarcable…

     Ese acontecimiento histórico es como un humano Big Bang a partir del cual todo en una cultura, aun cuando desde antes hu­biera tenido un “significado, adquiere por primera vez un sentido, y es a partir de ese hecho, de ese fenómeno”, que en el estrato más hondo de todas las manifesta­ciones de la cultura espiritual, en la mo­ral, el arte, la religión y la filosofía, surge la pregunta, en la mayoría de los casos inconsciente, pero por primera vez carga­da de pleno sentido, que la anima: ¿Cómo fue posible que un Hombre así surgiera o cómo pudo nacer un buen Hombre de en­tre el mal? (formulación moral); ¿Más allá de lo real. qué es lo posible? (formula­ción artística); ¿Cómo es posible que el Verbo se haga carne? (formulación reli­giosa) y ¿Cómo puede existir lo universal en lo singular, lo infinito en lo finito? (for­mulación filosófica). Y en lo más profun­do del ser del moralista, del artista, del religioso, del filósofo y demás hombres sensibles se despierta una inquietud ontológica, una duda existencial que experi­mentan incluso físicamente como una pér­dida de equilibrio, una alteración o descentramiento, lo que de hecho no es más que un síntoma de haber intuido en el Hombre la dimensión de lo posible. El funda­mento del cuestionamiento intelectual es entonces una experiencia, “la experiencia de la posibilidad”, sin la que ningún ser con figura humana puede devenir Hom­bre.

     Si se quiere entender el sentido de la filosofía en Orígenes, el mensaje e inclu­so el lugar que ocupa esa obra como un todo en la historia de la cultura cubana, es indispensable, creo, tomar en cuenta esa dimensión que para la época en que nace Orígenes ya ha acaecido en nuestra cultu­ra. Sobre todo, hay que hacerlo cuando se trata de entender ese profundo estrato de su faceta filosófica que en forma de poesía es savia vivificante que circula en el alma del pueblo siendo a su vez conciencia viva, y sin el cual resulta incomprensible el otro estrato, más externo y profesional que se autoevidencia como filosofía. Porque en lo más profundo de la revista Orígenes, en su inconsciente poético y poiético, res­pira la “experiencia de Martí”, alma gran­de de Cuba, gran misterio de nuestra cul­tura, enigma que ha magnetizado nuestro ámbito histórico, creado el más y el me­nos y con ello un sentido; la experiencia de lo posible —y lo imposible— en lo real, del sentido de la vida, la muerte y la inmortalidad: experiencia del ser del Hom­bre que sin Martí sería para los cubanos mero misticismo, parábola lúcida de buen libro viejo, sutil mercancía, ilusión o pa­satiempo.

     Ese misterio de Martí ha ido desen­trañándose gradualmente, en diversas eta­pas —en un proceso que ha coincidido con el desarrollo de nuestra autoconciencia cubana. Cada generación ha ido develando facetas del gran enigma, y buscando comprender a Martí, ha buscado de hecho comprenderse a sí misma. Pero hay algo aún más esencial —y en esto está quizá el secreto de la “cubanidad”, porque Martí es el “cordón de plata” que nos mantiene cubanos en la distancia— incluso lo que cada generación ha alcanzado a interpre­tar apenas como un proceso de autocomprensión, ha sido de hecho un proceso de comprensión de Martí.                

     En etapas tempranas de nuestra evo­lución nacional, el objeto principal de esa búsqueda fue “la vida del Maestro”, su que­hacer como sujeto empírico, como hom­bre de su suelo y de su tiempo.

     La etapa en la que floreció la revista Orígenes fue un período en el que nuestra cultura espiritual ya había madurado lo suficiente como para tratar de entender el profundo sentido de la “muerte del Maes­tro” e intentar, desde esa perspectiva, una nueva interpretación de su vida. El tema mismo de la “muerte” podía ser asumido ya en su sentido particular: no era la muerte del ser humano universal-abstracto, ni la de un cuerpo concreto en su individual animalidad, era “la muerte de un Hombre”, la muerte de Martí, la premisa o trasfondo de la reflexión. Por primera vez, esa sus­tancial realidad humana podía ser abordada a fondo con un sentido realista y constructivo, lejos de todo temor, lamento o morbosidad.

     La generación actual, tras la huella de un nuevo tipo de hombre, retoma el misterio del nacimiento del Maestro, ese enigma de la nada vuelta semilla, y ensa­ya una nueva visión de su quehacer.

     En los poetas de Orígenes encontra­mos pues, por primera vez, esa profunda penetración en el Ser del Hombre que solo alumbra una experiencia. Ella revela el arquetipo comprometedor que hace impo­sible el autoengaño y enciende, como quemante espejo, la conciencia. De esa experiencia del Ecce Homo nace el Hombre. Y en Cuba el Ecce Homo, el “Hombre acontecido”, fue Martí.

Gustavo Pita Céspedes

Bibliografía:

Revista Orígenes.
Kagan, M. S: El mundo de la interacción comunicativa.
Kitaro, Nishida: Ensayo sobre el bien. (Zen-no-kenkyu)
Mamardashvili, Merab: “Otro cielo”. (Entrevista concedida a la revista rusa América Latina).
Mezhuev, V. M: La cultura y la historia.
Nishitani Keiji: El punto de vista del Zen. (Zen-no-tachiba) y Filosofía de la religión. (Shukyoteisugaku).

Gustavo Pita Céspedes: “Las tres filosofías de Orígenes”, Contracorriente, La Habana, 1996, año II, no. 3, pp. 36-41.