No se conmemora aquí la efeméride de una nación, sino el nacimiento de un “ethos” transversal, un destino tejido con hilos de dolor y fulgores de creación: la hispanidad. Lejos de la mirada miope que reduce el 12 de octubre a mera exaltación o denuncia, adentrémonos en sus enigmas. Reconozcamos, sin ambages, el sustrato trágico: la conquista fue, como todo acto fundacional de imperios —desde Trajano[1] a Ciro I,[2] también los sanguinarios tlatoanazgos mexicas con sus xochiyaoyotl (guerras floridas) para el sacrificio, o el Tawantinsuyu (imperio incaico) imponiendo mitmaqkuna (traslados forzados)— una empresa de violencia, imposición y dominio. La espada y el arcabuz avanzaron sobre un mundo misterioso, desgarrando cosmogonías. Pero reducir este encuentro (término dialéctico, no inocente) a su génesis violenta es incurrir en la misma cortedad de juicio que se pretende superar.
La genialidad única, el “mysterium tremendum” de la empresa hispánica, reside en su fruto paradójico: la forja de una identidad común. No fue mera sustitución, sino un alquímico proceso de transculturación —término que a Ortiz[3] debemos— donde sangres, creencias y palabras se fundieron en el crisol del Nuevo Mundo. Surgió el mestizaje trinitario, no solo biológico, sino cultural, una revolución antropológica sin parangón.
Tonantzin se transfiguró en la Virgen de Guadalupe; los orishas congos y carabalíes dialogaron con los santos católicos. El barroco europeo estalló en el churrigueresco americano, saturado de soles y frutos tropicales, bien lo entendió Lezama: “La espuma del tuétano quevediano y el oro principal de Góngora, se amigaban bien por tierras nuestras, porque mientras en España las dos gárgolas mayores venían recias de la tradición humanista, en América gastaban como un tejido pinturero, avispón del domingo que después precisamos aumentando y nimbando en la alabanza principal”.[4] Este sincretismo donde se mezcló lo indígena con lo afro y lo español, no fue debilidad, sino la savia vital de una nueva creación.
La lengua, ese “instrumentum regni”[5] inicial, devino en lengua universal, el más preciado legado. Cierto que Nebrija, al dedicar su Gramática[6] a Isabel la Grande, vislumbró su potencial unificador: la lengua compañera del imperio. Pero superó su función originaria. Del choque del castellano con el náhuatl, el quechua, el yoruba y el bantú, brotó un español americano, enriquecido, vibrante, que hoy late con mayor fuerza al sur del Río Bravo que en la misma ribera del Duero. Los frailes, como Sahagún o De Landa, con afán tal vez etnocida, pero a la postre etnográfico, compilaron gramáticas y vocabularios de lenguas indígenas, fijando por primera vez en caracteres latinos su riqueza fonética y conceptual. ¿No hay en ello una paradoja fundacional? La herramienta de dominio se transformó en puente de comprensión y creación literaria inmensa, de Sor Juana a Borges,[7] del Inca Garcilaso[8] a García Márquez.[9]
Jurídicamente, el impacto fue sismológico. Las sombrías encomiendas y el requerimiento —grotesco ejercicio de justificación— provocaron la reacción luminosa de la Escuela de Salamanca. Ante la pregunta radical: ¿tienen alma los indios?; Vitoria,[10] Soto[11] y Las Casas (cuyos ardores y tropiezos reflejan la tensión de la época) esbozaron, desde el derecho natural, los primeros atisbos de lo que hoy llamamos derechos humanos universales. La disputa de Valladolid, aunque inconclusa, sentó un precedente ético irrebatible: la humanidad compartida como fundamento de la ley. América, en su alteridad, obligó a Europa a repensarse.
Hablar hoy de hispanidad es, pues, distinguirla radicalmente de la españolidad. Esta última pertenece a la península; aquella es un continente espiritual, una “ecúmene” lingüística y cultural que abarca veinte naciones y reverbera en Filipinas, Guinea o los barrios neoyorquinos. Es un patrimonio descentrado, cuya vitalidad y futuro son decididamente americanos, o mejor universales. Así lo señalaba Cintio al hablar de Martí: “Hispanidad que ya no es solo españolidad (pues en cuanto España se especifica, se envenena), sino también americanidad (porque América es el deseo de España), y, en definitiva, espíritu ecuménico, humanidad universal”.[12]
Por eso, celebrar el 12 de octubre no es celebrar a España, sino celebrar el vasto, contradictorio y fértil universo que nació del colapso de dos mundos y su posterior fusión. Es reconocer la colonización cruzada: si América recibió caballos, trigo y la imprenta, España —y por ende Europa— incorporó la papa, el pavo y el cajón flamenco; pero sobre todo nociones de tiempo, espacio y relación con la naturaleza que desafiaron su episteme medieval. América colonizó la imaginación europea tanto como Europa reorganizó el espacio americano.
Los frutos son tangibles: desde las universidades, fundadas en Lima y México décadas antes que Harvard; hasta las catedrales de Puebla o Cuzco, auténticos poemas de piedra escritos con la estética de las dos orillas atlánticas. También el carnaval de Oruro donde diabladas españolas bailan con el Tío Supay andino o el son jarocho veracruzano con su requinto morisco y zapateado negro. Desde el Derecho Indiano, complejo intento de ordenar lo inconmensurable, hasta la filosofía novohispana que dialogaba con Descartes desde su peculiar y mestizo entendimiento. Es la herencia que palpita en la prosa caudalosa de un Carpentier,[13] en los versos cósmicos de una Juana de Ibarbourou,[14] en el realismo mágico que es, en esencia, la expresión literaria de esa síntesis imposible y real, en los muertos vivientes de Rulfo[15] y en el son poético de Guillén.[16]
Hoy, la hispanidad no es ni un museo de la tortura ni una nostalgia imperial. Es una realidad viva, polifónica y en perpetua reelaboración. Es el español, nuestra “koiné”,[17] que permite a un santafecino entender a un yucateco o a un madrileño. Es la conciencia de compartir una historia compleja, llena de claroscuros, pero que nos ha legado un espacio común de entendimiento y creación. Celebrar la hispanidad es, en última instancia, celebrar la asombrosa capacidad humana de generar luz —incluso belleza y derecho— desde el abismo del encuentro violento; de tejer, con los jirones de mundos rotos, un tapiz nuevo, mestizo y universal. América es hoy la heredera y custodia principal de este arcano fecundo. “Ex diversis sonis, perfectum concentum effici”[18] dice nuestro antecesor latino: y el conocimiento de esta compleja simiente es nuestra mayor potencia para el futuro.
Otros textos relacionados:
- Cintio Vitier: “El padre Las Casas en el V centenario” (1992), Resistenciay libertad (1999), La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2012, pp. 111-135.
- Raúl Fornet-Betancourt: “La Conquista: ¿una desdicha histórica? Una aproximación al problema desde José Martí”, Aproximaciones a José Martí, Alemania, Wissenschaftsverlag Mainz in Aachen, 1998, pp. 33-42.

