CARTA A MEDARDO VITIER [1]

La Habana, 11 de julio de 1953.

Dr. Medardo Vitier

En Mendoza.

Mi querido y admirado Don Medardo:

No sé realmente si podré alcanzar mis palabras adecuadas para llegar hasta usted y abrazarlo en mi gratitud. Pero sí que pocas veces he sentido tan agudamente el pathos intelectual, como esta mañana cuando lo leía y toda mi casa se alborozaba, y sus generosas frases se iban despertando de nuevo en mí como una conminación, como una obligación que de nuevo nos llama. Cuando leo algo sobre mí, sobre todo cuando la página tiene la penetrante comprensión y la calidad de la suya, me obligo y parezco decirme: te están viendo; aprovecha más dignamente tu tiempo, no te descuides; mira que en cualquier momento vas a ser llamado (el temor ordenado de la muerte; no el desordenado, que según el Aquinatense es un pecado contra el Espíritu Santo) y ya no tendrás disculpa posible. Unas páginas como las suyas, me alegran y me atemorizan alegremente. Estoy fuertemente trabajado en el tronco criollo-español, según los acarreos familiares, y eso me restriega ingenuamente en la sangre, el hacerme con una misión. Cuando sus generosas palabras me tocan, mi orgullo de criatura se robustece, y ya entonces sé que mi agradecimiento se hace más fuerte y que lo podré receptar en una forma que será para mí un agudo deseo y una vivaz preocupación.

     Lo que le debo a muy pocas personas en compañía e intelectual comprensión por las pocas cosas que he podido hacer, entre las que mi orgullo señala a usted y a su hijo ha sido bastante para que no me abandonase la católica Leticia.[2] Y ha hecho nacer en mí un sentimiento que siempre ha cuidado, el de que todo hombre que quisiese unas letras, al menos momentáneamente no tuviese que tropezar con una cerrazón sombría e innecesaria. Creo haber ayudado a crear una pequeña república de las letras entre nosotros. Una familia que con su novela, la lentitud de sus deseos, el cajón chino de sus llamadas telefónicas, la gravitación de sus paseos, las leyes graciosas de su gastronomía y la deliciosa tangencia de sus unidades familiares, avanza en el tiempo como un misterio y se resuelve —creación de un estilo posible—, como una ronda secular. Así la poesía se hacía costumbre y tenía familia. Y cuando más intentaba innovar, la tradición se le aclaraba, mostrándose más evidentes y metálicos sus fragmentos:

     Sumaba yo muchos menos otoños, y comenzaba con una voz temblorosamente baritonal a leer algunos de los trabajos que están en este libro y era para mí muy agradable y ennoblecedor, verlo a usted entre los que me iban a escuchar. Y después, sus comentarios, que afirmaba con la palabra, lo que el gesto de la testa, con una manera muy criolla, se complacía en debitar. No había conocido yo todavía a J. R. Jiménez,[3] y así fueron sus frases amables las primeras que oía de una persona cuyos criterios me complacía en admitir como sólidamente fundamentados. Acababa usted de realizar silenciosamente una proeza del más alto valor para mí. Había verificado un segundo cumplimiento, había recorrido un extenso camino para llegar a la unidad. “Todo lo a su manera perfecto, nos dice Goethe, tiene que ir más allá de su manera”.[4] De pronto, al ascender del germen al acto, el que lo ha hecho siguiendo el primer movimiento de la poesía, siente el paso de un ejercicio y de un misterio, que se retrotrae ahora del acto al germen, tendiendo la imagen, cubriendo con la poesía una zona que antes ascendía hasta la muerte, hasta el acto de la suprema participación. El que ha habitado una ciudad, durante años que ya no se cuentan, en sus fuentes y en sus laberintos, siente que ha traspasado un paredón, un muro de cristal, y que allí alrededor de un caldero de cobre, parece que lo esperaban, tranquilamente con jaleas y danzas. Es como un bastión, que al ser minado, las piedras volvieran a caer con exactitud en el mismo sitio. La superficie de la muralla ofrece la misma lisura, pero alguien ha pasado.

     Procuraba ya en mis años de primera formación, seguir la línea clásica del saber de un poeta, preconizada por la Fontaine, que se llamaba a sí mismo Polyphile, “l’amateur de toute chose”.[5] Creía que la cultura del poeta era extensión en el sentido cartesiano,[6] que después la metáfora reducía en una forma tan sorprendente, que era su primera metamorfosis. Pero desde hace unos pocos años me acontece algo, que al principio al sorprenderme me tundía. Sorprendo frases, actitudes, situaciones, donde lo irreal y lo real, lo sorprendente y lo reiterado, tienen el mismo valor indiferente, tomando tan sólo relieve por un fruncimiento momentáneo, por mirarme fijamente, o por quererlas aprehender cuando escurrían. Leo esta frase: diez mil mastines tienen que ser alimentados, se me subraya y me llama, y ya me doy cuenta que me pertenece poéticamente. Visito una oficina y oigo: “Dígale a Calderón, que le entregue los sobres a la Srta. Avellana”. Quedaban para mí un calderón y una avellana, dispuestos a integrarse y a desaparecer en las primeras rondas de un “ballet” ligero. Me sorprendían en su llegada, porque todavía no poseo el logos, el sentido poético en cuyo ámbito se aclaren y sitúen. Por eso, en las pocas cosas que he podido hacer, novela o poesía, ensayos o notas fugaces, siempre he partido del sentido poético, mundo que es para mí tan necesario como la numismática o las excursiones por el desierto, los cables soterrados o el ceremonial inglés.

     Me he demorado en estas largas e inconexas páginas, para así hablar un rato con usted y poder disimular la emoción que hizo / hicieron nacer en mí sus puntos de vista. Por esas finezas, por esas inteligentes atenciones, de las que tantas muestras me han dado usted y su hijo, estamos todavía, recordando la frase de San Lucas, del lado de la consolación, y no de los tormentos.

     Siempre estaré a su lado; siempre será su agradecido amigo,

J. Lezama Lima.

Tomado de La amistad que se prueba, estudio introductorio, transcripción, notas, cronología y bibliografía de Amauri Gutiérrez Coto, Santiago de Cuba, Editorial Oriente 2010, pp. 67-70. (Cartas cruzadas entre José Lezama Lima, Fina García Marruz, Medardo Vitier y Cintio Vitier).


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] Carta manuscrita en la que agradece el comentario crítico de Medardo Vitier titulado “De José Lezama Lima”, sobre el libro Analecta del reloj (1953), publicado en el Diario de la Marina, La Habana, el 10 de julio de 1953, p. 4.

[2] Santa Leticia, virgen y mártir, es una de esas santas de las que se tienen unos muy exiguos datos biográficos que ofrezcan cierta garantía de veracidad histórica; parece ser que sufrió el destierro y martirio por defender su fe y pudor.

[3] Juan Ramón Jiménez (1881-1958). Véase José Lezama Lima: “Gracias eficaz de Juan Ramón Jiménez y su visita a nuestra poesía”, Verbum, La Habana, noviembre de 1937, no. 3, pp. 57-64, (Lezama disperso, prólogo, compilación y notas de Ciro Bianchi Ross, La Habana, Ediciones Unión, 2009, pp. 104-121); “Coloquio con Juan Ramón Jiménez” (1937), Analecta del reloj. Ensayos, La Habana, Ediciones Orígenes, 1953, pp. 40-61 (La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2014, pp. 49-76); y “El momento cubano de Juan Ramón Jiménez”, entrevista de Ciro Bianchi Ross a José Lezama Lima, Fina García Marruz y Cintio Vitier, La Gaceta de Cuba, no. 77, La Habana, octubre de 1969. (N. del E. del sitio web).

[4] No se ha identificado la procedencia de la cita.

[5] La traducción seria: “amante de toda cosa”.

[6] Referencia a René Descartes.