A LA MEMORIA DEL DOCTOR DON JOSÉ
AGUSTÍN CABALLERO
...continuación 3
Solo su ingenuidad podía sacar ventaja a su desprendimiento. Muy a menudo la ejercía con el sacrificio de amor propio. ¡Cuántas veces no oí de sus labios: “yo he dicho antes tal cosa de tal manera; pues sabed que la he visto u oído mejor expresada en otra parte!”. Era tal el sentimiento de justicia y de franqueza plantado en el fondo de su corazón, que si su mayor amigo, su allegado, su hermano, obraban de algún modo contra los dictámenes de la razón, ni era el primero en cohonestar, ni el último en desaprobar; y por el contrario, tal era su culto por la verdad, tal aquella imparcialidad, que todo lo estudiaba y a todos oía, que si en el mismo Lutero encontraba una especie digna de aplaudirse, en el mismo Lutero la encomiaba. Un hombre de esta naturaleza jamás encubría sus sentimientos, ni se avergonzaba tampoco de quedarse único en su sentir, cuando su opinión no era ya la opinión de moda. Varón que no rendía más homenaje que el de la verdad, tampoco reclamaba otro tributo que el de la franqueza. Tan enemigo como capaz de mandar, mandaba a despecho suyo con el imperio de su opinión; y tanto más idóneo para el caso, cuanto penetrado de la importancia de la disciplina, no transigía con su más leve relajación. Estos son los hombres a cuyo influjo duran y florecen las instituciones: ni halagaba a los superiores, ni tiranizaba a los subalternos, y era a un tiempo espada y escudo, cuando se trataba de sostener los fueros del colegio y de los colegiales. Su presencia, sus luces, su carácter, su rectitud, dejaban impreso el respeto por donde quiera que pasaba. La amenidad y buen humor que sabía sembrar en el trato humano, dejarán siempre un vacío imposible de llenar en la memoria de los que se habituaron al sabor de tan dulce comercio. Pero ¿será por acaso tan viva esta memoria como la memoria del corazón? ¡Cuántos pechos de huérfanos, de viudas, de menesterosos, todavía estremecidos con la infausta nueva, no volverán a conmoverse hondamente al reproducir estos recuerdos! ¿Y su familia?… ¡ah! ¡no!: Caballero, es verdad, se encerró dentro de los muros de un seminario hasta hacerse independiente del mundo, mas nunca para esquivar egoísticamente sus espinas y desazones. Por el contrario, jamás hubo hombre más animado de la caridad, y de una caridad mejor ordenada. En los negocios de familia el padre Agustín era el primero en ocupar el campo: discurría, aconsejaba, se agitaba, ponía en acción todos los resortes de su genio, de su talento, de sus relaciones, se convertía en abogado y agente. ¿Y con los pobres? Que vengan todos a escucharme, los que no lo son, para que aprendan a remediar que otros lo sean. Una vez que daba todo lo suyo (y lo dio en términos que nada le quedó), se constituía en el mendicante de los necesitados. Para ello desplegaba todos sus recursos, hacía valer todas sus relaciones, argüía, instaba, suplicaba, rogaba, y hasta se hacía molesto aquel mismo hombre que era todo discreción y mesura. Su curiosidad misma la convertía en eficaz instrumento para socorro de los pobres. Ella le hacía atisbar y aprovechar todas las coyunturas de hacer el bien; ella le hacía averiguar y acudir a la mayor necesidad; ni era posible que se ocultase a sus pesquisas, por quién, cómo y por dónde se repartían y alcanzaban las limosnas. Y aquellos rasgos de su vida en que al parecer no veíamos más que una mera curiosidad, eran, en realidad, un velo que cubría la primera de las virtudes sociales y cristianas. Pero mientras el acento dolorido de familias enteras, desoladas, derrama mejor que mi triste pluma el mérito de su bienhechor y de su padre, permítaseme emplear todavía algunos instantes en presentarle bajo otra luz.
Firme siempre en todos los lances de la vida; firme y sereno a fuer de justo, cuando vibraba sobre su cabeza el rayo de la persecución, como cuando quiso tiznarle el hálito de la calumnia, impelido por el soplo de la envidia; firme y sereno en medio de los horrores de una epidemia, para él doblemente horrorosa, por haberle arrancado en dos días a las dos prendas más caras a su sangre y a su cariño, uno solo de estos golpes, que hubiera bastado para derribar a los más fuertes, no es capaz de doblar a este débil anciano de setenta años. ¿Y en qué circunstancias? Cuando estaba aniquilada su salud, y nada menos que por aquella misma enfermedad que más predisponía para cebar al monstruo; entonces, sí, señores, entonces mismo exhalaba el postrimer aliento en sus venerables manos sacerdotales… Yo no quisiera recordar aquella cruenta noche en que se vio solo, desamparado, único a la cabecera de la persona que más amaba en este mundo, mirándola luchar con la muerte en medio de la consternación universal. ¿Y no veíamos todos aquella frágil navecilla, trabajada por los embates de los tiempos y de los pesares, atravesar serena por medio de las olas, cuando las fuertes y corpulentas naos no osaban atravesar la villa? Virtudes de este temple solo nacen y florecen en los terrenos bañados y fertilizados con el rocío del Evangelio. Caballero veía siempre las cosas como son en sí: ni de todo reía con Demócrito ni de todo lloraba con Heráclito: siempre le fijaba la religión santa en el justo medio de la razón y de la humanidad. En suma, hemos visto que el temor de la muerte no podía abrigarse en aquella grande alma; pero tampoco entró en ella la jactancia, “a ley de cumplido valiente”. “Confesemos, señores, así peroraba en el elogio de Candamo, que la virtud cristiana no consiste en conservar la vida ni en destruirla, consiste en seguir la voluntad de Dios en la vida y en la muerte; es menester vivir cuando Dios quiere; es menester morir cuando le agrada…”. Desde el principio hasta el fin de su larga carrera, se nivelaron sus acciones todas al tenor de tan preciosos documentos. En pocos mortales se habrá visto más personificada la conformidad del hombre exterior con el interior. Si no se hubieran ofrecido ya tantas pruebas de ello en el discurso de este escrito, la historia de su última enfermedad nos suministraría las mejores garantías en su abono. Baste decir que, a pesar de ir viendo por espacio de más de dos años, que se desplomaba lentamente su máquina, siempre daba vado a todas sus atenciones, y siempre la misma respuesta a los fervientes ruegos de su amante familia, porque se refugiase en el seno de ella, para prodigarle aquellos consuelos que solo fue concedido dispensar al sexo delicado: “En el colegio he vivido, y en el colegio he de morir”. Así se verificó, para nuestro dolor y su descanso, en la noche del 6 de abril de 1835, a los 73 años de su edad. Compatriotas, amigos, vosotros todos corristeis en muchedumbre a circundar al féretro del justo, a despecho de las aguas que a torrentes derramaban los cielos en el duelo de la religión y de la patria.
Llorad sobre la losa que cubre esas reliquias venerables, pero profanaríais hipócritamente su memoria si derramaseis un llanto estéril… Yo no quisiera más, porque solo anhelo por nuestro bien; yo no quisiera más sino que el alma purísima de ese varón privilegiado, de ese padre mío en el espíritu, me comunicara un destello de aquel vivo fuego, a cuyo influjo se reanimaron las yertas cenizas del descubridor, no para ofreceros documentos de sabiduría y elocuencia, sí para inculcaros la más importante de cuantas lecciones pueden darse al linaje humano. El que mira la vida y la muerte con los ojos que él las miró, lejos de ser un hombre tétrico o un calculador egoísta, vive más contento consigo mismo, es más útil a sus semejantes; y llenando mejor su fin sobre la tierra, marcha por el camino más directo hacia el cielo. Ved aquí conciliados los intereses de Dios con los del hombre; ved aquí la obra exclusiva del Evangelio; y ved aquí la vida del hombre que nos acaba de arrancar la muerte.
Habana, 12 de abril de 1835.
Tomado de José de la Luz y Caballero: Obras, ensayo introductorio (“José de la Luz y Caballero. Las raíces de una cubanidad pensada”), compilación y notas de Alicia Conde Rodríguez, La Habana, Ediciones Imagen Contemporánea, 2001, La Habana, 5 vol., vol. IV (Escritos sociales, científicos y literarios, presentación de Alicia Conde Rodríguez), pp. 310-321.