A LA MEMORIA DEL DOCTOR DON JOSÉ

AGUSTÍN CABALLERO

...continuación 2...

     Este celo, esta pasión decidida por la lengua majestuosa de Castilla, fue el mismo hasta sus últimos momentos, y el que le inflamaba ha más de 40 años, para encarecer en el seno de la Sociedad Patriótica por medio de sus elocuentes discursos el establecimiento de una cátedra especial para la enseñanza de nuestro idioma patrio. Ese mismo fervor hacía usurpar al Presidente de la Sección las atribuciones del Secretario. extendiendo por sí mismo la representación que al intento se llevó hasta los pies del trono. Digan los que conocieron la eficacia proverbial de Caballero, si caería sobre mí la nota de hiperbólico, aplicándole lo que de Julio César cantó Lucano: Nihil actum reputans, si quid superesset agendum.[5] Buen testigo de ello también sería su no menos eficaz empeño en la reforma del estudio de la lengua latina, cuya pasión, cuyo culto por ella, solo  podría ser comparable a su idolatría por la de Castilla. Ahí están también sus reiteradas comunicaciones a la Sociedad, excitándola a la reforma general de los estudios, atacando el mal en su raíz, pidiendo que la reforma comenzase por la Universidad, y valiéndose de todos los recursos de la dialéctica y la elocuencia, encendidas por el patriotismo más ardiente, para combatir las preocupaciones, y para combatirlas con éxito (que es lo más difícil), conciliando los extremos más encontrados. Esta ley tiránica de la brevedad no me deja extractar unos rasgos de los que en vano me esforzaría yo a daros idea. Caballero fue entre nosotros el que descargó los primeros golpes al coloso del escolasticismo, que después acabó de derrocar y pulverizar en la misma arena el Hércules de sus discípulos,[6] con su robusta maza. Caballero fue el primero que hizo resonar en nuestras aulas las doctrinas de los Locke y de los Condillac, de los Verulamios y los Newtones; Caballero fue el primero que habló a sus alumnos sobre experimentos y física experimental; Caballero fue el primero entre los escogidos para fundar el cuerpo patriótico. La fama de sus luces y de sus virtudes eminentes salvó los muros del Seminario y llegó a oídos del ilustre fundador (¡nombre grato a los habaneros!) que fue muy luego su primer apreciador y su mejor amigo. Él fue de los primeros en presidir nuestra Sección de Educación, conocida entonces bajo el nombre de Sección de Artes y Ciencias; él fue de los primeros secretarios de la naciente sociedad; él fue de sus primeros censores y a él también estuvo reservada la incomparable dicha para una alma patriótica de ser el primero en derramar la luz en nuestro suelo por medio de la prensa periódica; él fue siempre uno de los operarios más activos de aquel campo fértil, pero espinoso. Nada se escapaba a su penetración, todo cedía a su constancia. Contada era la junta en que no hiciese alguna comunicación importante, siempre llevando la voz en cuanto hay de grande y conducente al bien de la patria y de la humanidad, y siempre sujetando los ánimos al imperio irresistible de la palabra. ¿Ni cómo, habiendo yo proferido la voz humanidad, podría olvidar aquel asilo, cuyos muros altos y respetables están, rato ha, escuchando nuestros clamores sobre el túmulo de aquel mismo varón venerable que hizo de la Beneficencia el objeto favorito de sus fervientes deprecaciones, ya que la fortuna no le otorgó serlo de su ferviente caridad? ¡Hablad vosotros mismos, muros santos y respetables!, y que ese cuadro destinado a transmitir a la más remota posteridad la memoria de vuestro fundador a la cabeza de sus socios, en ademán de conducir a vuestras desvalidas moradoras, sea de hoy más un monumento irrefragable de la filantropía y de la modestia del digno hombre que lo sugirió. En una palabra, Caballero siempre el primero en el santuario de las letras y el primero en el santuario del patriotismo; preeminencia tanto más recomendable a los ojos perspicaces de la justicia, cuanto era negocio más arduo, y por lo mismo más decoroso, eminere inter ilustres viros,[7] como decía él mismo de su Nicolás Calvo, aplicándole este verso del trágico Séneca. Alumbraba a la sazón en la tierra de Cuba una constelación de las más luminosas, tal vez la más lúcida que ha brillado sobre nuestro horizonte literario, y de la cual alguna estrella, a despecho de su larga carrera, aún está lejos de su ocaso. Mirad y ved ahora si tuve razón para deciros, queridos compatriotas, “que la historia de nuestro Caballero es la historia de nuestra ilustración”. ¡Qué perspectiva tan interesante, qué lejanía tan envidiable se ofrece a la vista de su elogiado! ¡Cuántos recuerdos dulces para la patria! ¡Cuántas lecciones útiles para la edad presente! Pero también, ¡cuántas memorias que arrancarán lágrimas! Porque ¿quién podrá separar el nombre de Caballero de los de Casas y de Espada, honda e indivisiblemente esculpidos en el corazón de los habaneros? Espada (¿quién podrá contener el llanto?), Espada, apreciador constante del mérito, trató de realzar más y más a nuestro Caballero, no ocurriendo negocio delicado en todo lo relativo a la salud de su grey en que no aprovechase las luces de este ornato de sus presbíteros. Había demasiada afinidad entre estos dos varones eminentes para que no simpatizasen sus almas apenas se acercaron. Siempre fue menester que los conocedores del verdadero mérito sacasen a luz a nuestro singular Caballero: ¡tal era aquella modestia congénita! También fue buscado para la sociedad; también fue buscado para el periódico. Lástima es, compatriotas míos, no escribir la historia de su vida. Ella le haría sobrado honor, y sería igualmente más instructiva para nosotros, porque yo, al cabo, no hago más que ofrecer los resultados sin entrar en las causas que los produjeron, para no hacerme interminable. Mas yo no podría, sin grave injusticia, silenciar sus virtudes como sinodal del obispado, y como examinador en general, porque ellas nos pintarán muy enérgicamente su carácter. No consistía, por cierto, el rigorismo de Caballero en perturbar al examinando bisoño con cuestiones superiores a sus alcances; pero tampoco quería, con una mal entendida condescendencia, cooperar al desquiciamiento de los estudios, y a la postre, al perjuicio del mismo interesado. Y, para graduar bajo qué aspecto miraba él el gravísimo encargo de sinodal, oigamos sus propias palabras elogiando al virtuoso obispo de Milasa: “Todavía era más prolijo (acaba de hablar de los ordenandos en general) el escrutinio en la colocación de beneficios; y con razón es asunto muy arduo, de muy grave responsabilidad, dar pastor a una grey. El obispo que instituye canónicamente un pastor ignorante o de malas costumbres, se hace reo de los pecados procedentes de aquella institución: reato muy temible, y que procuró evitar con inflexible rectitud el Samuel de nuestros días”.

    Pero nada ofrecerá más de manifiesto la delicada conciencia de Caballero en el desempeño de todos sus ministerios eclesiásticos, como aquellas palabras del mismo elogio, en que pone como en cuestión, “si un eclesiástico dotado de las cualidades de un obispo, debe o no aceptar el episcopado”. Sin embargo, este su rigor, que no era más que la justicia bajo otra denominación, no podía, por lo mismo, degenerar en aquellos nimios escrúpulos que suelen ridiculizar a sujetos del primer mérito en su respetable profesión. Aquella justicia innata en el pecho de Caballero, no menos que la superioridad de su razón, le hacían siempre atinar con el mejor partido y ajustarse más que ninguno en sus consejos a los términos de la cuestión y de la ley. Así podían descansar en él, con entera confianza todos los que buscaban el asilo de sus consultas. En ellas resplandecerá a toda hora el vigilante centinela del dogma y de las costumbres, poniendo siempre a raya, con la misma voz siempre levantada a la superstición que al fanatismo, arrancando la máscara a la traidora hipocresía; el hombre que nunca ni a nadie teme declarar la verdad, que no guarda contemplaciones con la causa de Dios y de los hombres. Este concurso de raras circunstancias le constituyeron de derecho en una especie de oráculo universal sobre materias teológicas y literarias. 

     Pero yo me abstengo adrede de ofrecer los innumerables datos que tengo a mi disposición para presentarle como nuestro más bello ornamento en todas las ciencias sagradas. Rato ha que me llama la parte más importante de mi asunto, cual es considerar a Caballero como hombre. Aquí es quizá la veta aún más rica y valiosa que por el rumbo que hemos andado. Pero es ya también más forzoso recorrerla con gran celeridad. Todo lo diré con afirmar que Caballero era la imagen viva del filósofo práctico, pero filósofo cristiano. Infinitos son los teóricos que hemos conocido y conocemos que aspiraron al timbre de filósofos. Pero ¿dónde está el desprendimiento que manifestaron? ¿Dónde aquel desprendimiento de riquezas, desprendimiento de honores, desprendimiento de distinciones, que caracterizaba a Caballero? Abnegación tanto más portentosa cuanto nos ofreció muestras irrefragables de ella, no ya en los lances ordinarios de esta vida, sino en aquellas ocasiones extraordinarias, tentadoras y resbaladizas para la miserable humanidad. Lo vais a ver. Cruza los mares la fama del panegirista de Colón, llega a oídos del vástago representativo del Almirante el señor Duque de Veragua, quien, penetrado de gratitud, quiere recompensar el mérito; escribe a Caballero rogándole pida la colocación que le acomode en el orden de su carrera. Caballero resiste, pero no resiste haciendo alarde de desprendimiento, sino pretextando su delicada salud, porque en realidad él no quiere más empleo que su cátedra, ni más casa que su colegio. Todavía, al cabo de catorce años (plazo en que quizá los sinsabores y desengaños del mundo pueden inspirar al hombre un deseo de mejorar de fortuna para hacerse más independiente), todavía al cabo de catorce años vuelve a instarle el Duque de Veragua y vuelve a obtener la misma respuesta de este nuevo Catón. Pocos son los árboles que dan tales frutos aun en terrenos más privilegiados que el nuestro. Por mi parte, confieso francamente que Caballero resistiendo las instancias del representante de Colón me parece más grande que Caballero haciendo la apoteosis de su ilustre predecesor. ¡Qué más! En la rigurosa escala de su carrera ¿fue por ventura diversa su conducta? Dos veces queda vacante la dirección de ese mismo colegio, donde casi puede decirse que nació; digo, dos veces, después de estar cargado de años y merecimientos, y dos veces resiste a los ruegos e instancias de sus amigos y colegas. Estos rasgos son harto elocuentes para que necesiten comentario. ¿No pudo él, con más razón que aquel celebérrimo estoico, él, que era esencialmente filósofo cristiano, no pudo él exclamar con mejor motivo: todo lo mío lo llevo conmigo?


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[5]“Consideraba que no había hecho nada, si le quedaba algo por hacer”.

[6]Varela. (Roberto Agramonte).

[7]“sobresalir entre hombres ilustres”.