CARTA DE NUEVA YORK
EXPRESAMENTE ESCRITA PARA
LA OPINIÓN NACIONAL
(cont.. Los bárbaros caminadores)
Ochenta y dos años hace ahora que, en la iglesia de los luteranos alemanes de California, ungió Henry Lee a Washington, con las palabras históricas que diez días antes había rogado al Congreso su amigo Marshall que aceptase como el título que discernía al muerto la nación: “El primero en la paz, el primero en la guerra y el primero en el corazón de sus conciudadanos”. Y muchos años después del panegírico famoso de Henry Lee, el historiador Bancroft pronunciaba ante el Congreso americano el elogio de Lincoln, aquel que no bien puso su pie ancho de leñador en la casa de las leyes, acusó con voces nobles de injusta, la guerra que el presidente Polk, hombre del Sur, movía injustamente contra México.
Y ayer, ante auditorio grave y enlutado, leía con voz lenta en un ancho manuscrito un hombre anciano el elogio de Garfield. Negros bordes remataban las páginas anchas; de tocas y vestiduras de dolor estaban aderezadas las damas; y la Casa de Representantes, y el Senado, y el presidente de la nación[16] y sus ministros, silenciosos y tristes, oían la voz del elocuente Blaine, que no se encrespaba, ni azotaba, ni aceraba, como suele en los agrios debates que levanta y doma, sino que salía de sus labios lentamente, como si fuese labor dura para quien bracea sin miedo en los mares de la vida, bogar en calma sigilosa por las sosegadas aguas de la muerte. Y sobre ellos, como brilló en vida, lucía en ancho lienzo el muerto glorioso, con aquella su esbelta apostura de batallador del parlamento, en la una mano el mazo de papeles, que él movía como dardos, y la otra mano blandamente inclinada en el respaldo de una silla, como quien habla sin esfuerzo, porque el habla le surge de manantial hondo y sereno, y no de estufa recién caliente, en que corren el peligro de morir a poco los carbones no bien encendidos;—y con aquella su faz benévola, radiante y acariciadora, iluminada más que por luz de sol, por luz interna.
Oh!,[17] la palabra, como viento que enciende, saca las llamas del espíritu al rostro.—Y Blaine se asió a su tribuna, y sus labios vacilaron, sus labios de orador vehemente y diestro, e hizo ademán de poner de lado su manuscrito voluminoso, como si aquel discurso que lleva siempre hecho el orador al público que le oye, el cual lo ciega, y al cual lo torna, le pluguiese más que aquella tarea de gabinete, hija de razón que traía escrito. Mas la palabra tiene alas, y vuela caprichosa, y se entra en mundos ignorados e imprevistos, y aquel que habla en nombre del pueblo ha de poner rienda doble y freno fuerte a su palabra alada.
Así fue el elogio de Garfield, más señalado por su obediencia a la rienda que por sus rebeldías.—Vese, en aquel elogio, a la par que tacto discretísimo en no usar la ceremonia solemne en bien del elogiante, que pudo, a no ser discreto, ampararse del caso para hacer defensa de los actos que, como ministro de Garfield, se le censuran, una como vaguedad extraña, y falta de líneas fijas, que den marco saliente a aquella hermosa figura, cuyas virtudes viriles, muerte serena y talento honrado cautivan y enamoran a los que tienen los ojos fatigados de ver crímenes de la inteligencia y mascaradas del corazón. Como la llaga con hierro ardiente, ha de ser quemado en su cueva el talento que no sirva a la virtud. Surge del elogio, sobria y galanamente hablado, y hermosísimamente rematado, el hombre externo y visible, el niño que supo leer a los tres años, el estudiante que leía sus libros de aprender sobre su banco de trabajador, el maestro blando, el soldado hazañero, el diputado laborioso e incontrastable, el viajador que rebusca en los archivos de Inglaterra datos que muestren que no hubo abuelo suyo que no hubiese cargado mosquete y blandido espada en defensa de la libertad; el brigadier romántico que dio con su bravura en Chickamauga color de victoria a la derrota; el discutidor leal e invencible que arrolló siempre en campo abierto, y del lado de la justicia, a sus contrarios. Vese a un hombre valioso, que adelanta, brillante y velozmente, en alas de fortuna acariciadora, tolerante e ingenuo, sin odios y sin séquitos, amigo de los libros, poco hecho a las ansias famélicas de los humanos. Y se entrevé al hombre grandioso cuando sofocado en la casa de gobierno, repleta de aire espeso de hombres, va a entregar frente al mar vasto, su espíritu vasto. Pero los que han vivido echan de menos en esa figura externa la falta de la vida verdadera. El hombre no es lo que se ve, sino lo que no se ve. Lleva la grandeza en sus entrañas, como la ostra negruzca y rugosa lleva en sus entrañas la pálida perla. El árbol de la vida no da frutos si no se le riega con sangre. Ese andar afanoso; ese sacudir con los hombros peso de montañas; ese vencer, sin más armas que las de amor y las de razón, a los hombres que mueven otras armas; ese aparecer y deslumbrar; ese sentarse, como Sísifo triunfador sobre la piedra que ha empujado con sus brazos a la cumbre del monte, a recibir luz de sol y ofrenda de hombres; y ese partir a tan alto destino con un libro de escuela y un cepillo de carpintero bajo el brazo dan, a quien sabe ver, y goza en admirar, la medida de una titánica figura, titánica hasta en el modo de ocultar que lo era!
De Boabdiles,[18] ya no es hora! Es necesario arrodillarse cada día, como el bravo Balboa, a descubrir un nuevo mar. Es fuerza que cada hombre trabaje, con los maderos vírgenes del bosque, su silla de triunfo. Fuerza es que cada hombre, con sus manos tenaces, se labre a sí propio. Y el que se labre de tal manera, que saque de sí el jefe de cincuenta millones de hombres, oh, es un gran labrador! Vivir en estos tiempos y ser puro, ser elocuente, bravo y bello, y no haber sido mordido, torturado y triturado por pasiones; llevar la mente a la madurez que ha menester, y guardar el corazón en verdor sano; triunfar del hambre, de la vanidad propia, de la malquerencia que engendra la valía, y triunfar sin oscurecer la conciencia ni mercadear con el decoro; bracear, en suma, con el mar amargo, y dar miel de los labios generosos, y beber de aire y agua corrompidos, y quedar sano: he ahí maravillas!—Cuánta agonía callada! Cuánta batalla milagrosa! Cuánta proeza de héroe! Resistir a la tierra es ya, hoy que se vive de tierra, sobradísima hazaña. Y mayor, vencerla.
No fue el elogio de Blaine, aunque caluroso, diestro, sentido y elegante,—aquella alabanza justa, mirada en lo interior y lección suma que nacen de la vida de aquella criatura casta, cuyas mejillas encendió siempre noble pudor viril; de aquel varón eminentísimo, que volvía el rostro descompuesto de la cohorte de mendicantes bien vestidos que le asaltó en sus turbulentos meses de gobierno; de aquel orador singular, cuya palabra limpia y maciza, revuelta airosamente, cual manto de griego, iba cargada de puras y hondas enseñanzas; de aquel espíritu puro que creyó en tiempos de incredulidad, y amó el honor en tiempos en que los hombres se aman a sí propios; de aquel poeta, en suma, que no rimó versos, sino acciones.
Ya aquel ha muerto, y otro, feliz y famoso, está en riesgo de morir. Un cáncer roe el rostro de Longfellow, que cumplió cuatro días ha setenta y cinco años.[19] Y no hubo en Atlanta, en Cambridge, ni en Boston mano de niños sin flores, y labio sin versos. Allá en Atlanta, sentados en los mismos bancos niños blancos y negros, recitaron las estrofas melodiosas del bardo de Boston cinco mil voces puras: las voces de los niños, cual si vinieran de mundo armonioso, vibran extrañamente; y, cual si temblaran de miedo de entrar a vivir, cuando se alzan en canto, parecen llenas de lágrimas. “¡Excelsior!”[20] decían en coro, con la poesía más celebrada de Longfellow, los niños leales de Atlanta, y toda esta tierra que ama a este hombre tierno y bueno, y se ha placido en hacerlo venturoso decía “¡Excelsior!”. Él vive en Cambridge, donde con los pies desnudos, las ropas desgarradas y las manos ennegrecidas por la pólvora, llegaron, allá en los años de la independencia, los bravos soldados norteamericanos, que a pedradas y a culatazos, hundidas ya en cuerpos ingleses todas sus balas, venían de defender la fortaleza, afamada por toda la tierra, con cuyas ruinas se amasó este pueblo, la fortaleza de Bunker Hill.[21] Y posa Longfellow los ojos en el reloj en que posó los suyos Washington. Y engasta y monta sus pulidas rimas en la alcoba misma en que el héroe tranquilo urdió batallas. La vida, que es para unos como monstruo demente y bufador que los elige por jinetes, y los exalta a nubes, los sacude contra las laderas de los montes, y los esconde en abismos—es para otros riachuelo murmurante, que les baña los pies, cargado de flores. Hombre, la fortuna llamó a las puertas de Longfellow, y le dio esa dote benéfica—trabajo,—esa dote de hadas —trabajo poético, trabajo libre, trabajo de creación y de revelación de la hermosura; y a otros hiende en mitad el hacha de la muerte el cráneo lleno de una selva hermosa! Poeta, nació Longfellow en huerto nuevo, de flores no segadas, en que su mano activa, guiada de ojo perspicaz, segó presto las más lindas flores. De ahí ese frescor de las poesías bíblicas; ese aspecto de tronco de las frases de Job; ese carro de oro en que aparece Ezequiel; esa escala de Jacob, más hermoso, aunque menos osado, que el Prometeo griego; esos ruidos de bosque de los poemas indios; y esa lengua pictórica y perfumada que habla Homero. Está la grandeza de aquellos bardos en sí mismos, y en haber nacido cuando todo era nuevo. ¡Hoy, los que nacen, hallan altares rotos, que estorban el paso, altares confusos que se alzan en la distante sombra, y en la tierra, los árboles sin flores, y en la morada de los bardos muertos, los grandes bardos que pasan con las primeras flores de los árboles en sus manos.[22] Son inmortales porque aspiraron las primeras flores de la tierra. Y ¡qué hermosa es la casa que con sus albores se ha alhajado el poeta! Bajo el pórtico que lleva a su sala, ve a los que entran, como símbolo del culto que tras de aquel umbral se tributa a la hermosura, la casta y serena Venus de Milo. Sobre la ancha y maciza chimenea guardada por altos tibores de la China, álzase ornamento rico que recuerda las líneas airosas del templo de Paestum.[23] Él trabaja en un ancho sillón, ante mesa redonda, cuajada de libros. Allí relee sus versos musicales; sus Voces de la noche, en que a vueltas de imitaciones del socrático Bryant, ya apunta el sentidor afable y melancólico, a quien, porque consuele y conforte con su poesía sana y fragante, quiso dar la fortuna fortaleza y consuelo. Relee allí sus Aves de paso, en que ya ve con ojos amorosos las penas de los hombres; sus Baladas,[24] nacidas de mirar atentamente en las obras humildes y armónicas de la naturaleza: y aquella Evangelina, cuento hermoso de Acadia, olorosa y blanca como un lirio: y aquel Hiawatha,[25] poema de los indígenas de América, en que se ve la primitiva luz sagrada, los arroyuelos que juguetean entre los céspedes, y se oyen crujir hojas vírgenes al paso de pies nuevos; y aquellos Cuentos de la posada del camino, ya impregnados de mística embriaguez y ansias de cielo; y aquellas coplas nuestras de Lope y de Manrique, que él dio al inglés, con singular fortuna,[26] porque ese poeta tiene, como el don de ver en pie cosas y hombres pasados, el don raro de asir la música y el espíritu de las lenguas, de lenguas de Europa, y letras de ellas, le hicieron maestro cuando tenía apenas dieciocho años, y en enseñarlas sucedió luego a Ticknor, que historió con mano segura las letras de España, y por conocer de fuente propia, como ha de hacer todo el que enseñe, la materia de su enseñanza, fue tres veces a tierras europeas, donde el sol calienta, y la naranja enjuga los labios ardorosos; como en el mediodía, y donde la tierra parece mar cubierto de perenne espuma, y el color del cabello de las doncellas es el color de las naranjas, como en Escandinavia. Y se trajo Longfellow, en sus ojos ávidos, los estudiantes salmantinos, y bridones gallardos de Nápoles, y aquellas mozas de Roma, que son estatuas coloreadas, y aquellos caballeros dormidos, que rezan con sus manos de piedra sobre las sepulturas de las iglesias; y aquellos hombres voladores que cruzan, con velas a la espalda que parecen alas, por las laderas, los valles, los ríos, los pueblos nevados de los daneses. Y así que tuvo de tanto matiz rico llena su paleta, sentose a ver, con los ojos de quien ve poblada de seres la atmósfera vacía, a este Universo que hierve perpetuamente, como mar en cuna; a esta naturaleza que se abre perpetuamente, como inmensa rosa, y a oír esas risas de alba, que flotan en la tierra en medio de la noche. Para él la vida es un amable sacerdocio, una tarea grave, un deber que acarrea gloria, si cumplido, y si olvidado, culpa y miseria, y son los vivos como peregrinos meritorios, que van con las banderas desplegadas, los pies ensangrentados, y la azada en las manos, comiendo del trigo que siembran, y bebiendo del agua de los ríos, que vadean con puentes. Dice esas cosas profundas en versos alados. Habla de fe, hoy que tantos hablan de desesperación. Pervade sus versos una hermosa tristeza, la tristeza azul de aquel que no ha sufrido, no la tristeza mordedora, inquieta y bárbara de los infortunados. Las pasiones tuvieron compasión de su alma pura, y en su alma cantan ángeles. Le hallan perfecto en forma, como vaso árabe. Le hallan descriptor excelente, que no escribe con tinta, sino con colores. Le hallan como ruiseñor del verso, que canta en rama en flor. Y le hallan como si no vibrasen en su lira las voces hondas y desgarradoras de las pasiones humanas, lo cual viene de que este poeta ha sido venturoso. El dolor madura la poesía. Los ángeles de Longfellow no tienen manchadas de sangre las alas. A las veces, pálido de ansia, ve ese anciano al cielo, como buscando en él cual buscan todos los humanos el bajel invisible que ha de volverle a la patria de que vino. El hombre necesita sufrir. Cuando no tiene dolores reales, se los crea. Purifican y preparan los dolores.[27] Y así ha vivido este poeta, en cuyo honor soltaron al aire sus banderas el día de su cumpleaños las casas del pueblo de su nacimiento,[28] y quedaron sin rosas los jardines comarcanos, porque fueron a llenar los jarrones artísticos de aquel en cuyo espíritu vibra blandamente un arpa melodiosa; de aquel bardo dichoso que ha vivido en el solemne culto y en el apacible cultivo de la belleza; de aquel afortunado en cuya casa, como en paredes de diamante, se quebraron los bardos del dolor.
La Opinión Nacional, Caracas, 22 de marzo de 1882.
[Mf. en CEM]
Tomado de José Martí: Obras completas. Edición crítica, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2004, t. 9, pp. 268-280.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[16] Chester A. Arthur.
[17] Se añade coma.
[19] Longfellow nació el 27 de febrero de 1807. Véase, en el presente tomo, la crónica “Longfellow ha muerto”, publicada en La Opinión Nacional el 11 de abril de 1882.
[20] Título de un poema de Longfellow, en el que el último verso de cada estrofa termina con la palabra “Excelsior”. Martí lo consideraba “verdadero canto de batalla de los humanos”. (“[De Longfellow, el gran poeta americano]”, “Sección constante”, La Opinión Nacional, 22 de abril de 1882, OCEC, t. 13, p. 41). (Nota modificada por el E. del sitio web).
[21] Al parecer, Martí se refiere al lugar donde intentaron atrincherarse los rebeldes, y aunque estos lo hicieron finalmente en Breed’s Hill, es Bunker Hill el sitio que dio nombre a la batalla.
[22] Estas ideas fueron repetidas por Martí en su “Prólogo al Poema del Niágara”, publicado a principios de 1882.
[23] Dos templos sobresalieron en esta ciudad romana, el de Ceres y el de Neptuno.
[24] Ballads and other Poems.
[25] Referencia a La canción de Hiawatha.
[26] Sus traducciones de los poetas españoles fueron incluidas en el libro Essay on the Moral and Devotional Poetry of Spain, publicado en 1833.
[27] “Jamás sin dolor profundo produjo el hombre obras verdaderamente bellas”. (JM: “Fiestas de la Estatua de la Libertad”, La Nación, Buenos Aires, 1ro. de enero de 1887, OCEC, t. 24, p. 317).
“Para Martí el dolor ennoblece y purifica, inspira y eleva. Numen y crisol. Este sentimiento alcanza en él mayor categoría espiritual y estética que en ningún otro escritor hispano. A primera vista, el lector poco enterado creerá descubrir una raíz mística de oriundez indostánica en esta exaltación del dolor, o le atribuirá un origen o fundamento mórbido y psicosomático. Tal interpretación sería un error grave, porque si hay un espíritu equilibrado y sano en el que la razón y la sindéresis no se eclipsan ni se inhiben jamás es el de Martí. La categoría espiritual y estética que le reconoce al dolor guarda cierta afinidad con la ‘vía purgativa’ de los ascetas españoles o con la ‘redención por el dolor’ de los místicos rusos, pero las trasciende a las dos al añadirle el atributo estético —ausente en el caso de los ascetas y místicos citados. A su manera, Martí era también un místico —sin Dios, sin dogma y sin ritos. En todo caso, podríamos decir que era un místico de la naturaleza que en él aparece poco menos que deificada. En su filosofía de la vida, el hombre no solo está inmerso en ella, sino que es parte de ella, y su más compleja creación. Amaba a los hombres con un amor desengañado y doloroso porque fue víctima de ellos muchas veces —víctima de su egoísmo, su envidia, su ingénita malevolencia y mezquindad. Por eso dijo: ‘El hombre es feo; pero la humanidad es hermosa’. Su filantropía no reconocía límites ni cejó hasta inmolarse en su heroica vocación redentora. Su concepto del dolor está, pues, estrechamente vinculado a su experiencia vital, a su disposición filantrópica y a su inclinación al sacrificio. De ahí que la muerte tuviera para él la significación de premio, triunfo y corona”. (Manuel Pedro González: “Prontuario de temas martianos que reclaman dilucidación”, Anuario Martiano, La Habana, Sala Martí de la Biblioteca Nacional, 1969, no. 1, pp. 109-110).
[28] Portland.