CARTAS DE JOSÉ MARTÍ
HENRY WARD BEECHER
Bosquejo de la vida del famoso orador
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Es necesario que la juventud sea dura. Beecher fue al seminario: jamás aprendió griego: supo mal sus latines: era el primero en los ejercicios corporales: era el primero contra los manteos, el juego, la bebida, el abuso de los menores. Pastor fue el padre, pastores los amigos, pastor lo hicieron a él: ¡estas carreras heredadas malogran [a] los hombres! La cogulla para aquel mozo libre hubiera sido un insoportable freno, si no hubiese en la casta puritana el espíritu vehemente del sacerdocio, y la astucia que enseña cuán conveniente es entrar por un camino hecho:—los hombres gozan en abandonar a quien se decide a vivir sin adularlos.
Beecher se casó joven, con lo que dio prueba de nobleza: “Me casaré con ella,[15] aunque no tengamos para vivir más que la punta norte de una mazorca!” Y juntos se fueron a la aldea,[16] donde derribó él los árboles con que hizo su casa, ayudado de los feligreses y vecinos. Él era el pastor, el sacristán, el apagaluces: su parroquia era de ganapanes: recibía al año, como su padre, trescientos pesos.
Pero luego, en una ciudad más populosa, fue mayor la angustia: allí su mujer envejecía de ira: el Oeste grosero la ponía fuera de juicio: ocho años vivió enferma. Y aquel pastor elocuente, a quien ya acudían a oír de los lugares a la redonda; aquel temido abogado de los colonos que se resistían a permitir que la esclavitud pudriese la comarca; aquel ministro del Señor que no tenía embarazo en envidiar a las armas, como los obispos antiguos, ni en hacer reír a sus oyentes con chistes brutales, ni en hacerlos llorar con sus memorias domésticas; aquel fornido predicador que hablaba más de los derechos del hombre que de los dogmas eclesiásticos, cultivaba una huerta para ayudar a los gastos de la casa, cuidaba el caballo, la vaca y el cerdo, pintaba las paredes, como su madre había pintado la alfombra, y cocinaba, y corría con la limpieza de la vajilla.
Al fin, lo oyó hablar un día un viajero, lo llamaron de Brooklyn, a ser pastor de la iglesia de Plymouth. ¡Brooklyn, en el Este! Allí los pastores son gente de mucho libro: no dicen chistes en el púlpito: no cantan a voz en cuello con la congregación: usan zapatos finos y sombrero de copa: ¿qué va a hacer en Brooklyn aquel mozo del rostro bermejo y la cabellera suelta? Pero su mujer quiere ir, y van. Lo primero fue rehacerles el guardarropa, porque la que llevaban daba risa. Daba risa también la oratoria del pastor. ¡Aquellos manotazos, aquellos chascarrillos, aquellos temas políticos en la casa apergaminada del Señor!
“¡Por Dios, sáquenme a mi hijo del Este: ahí se sabe demasiado!”
Sí: pero allí no se tiene esa altivez pujante y dichosa ignorancia de los que se crían alejados de las ciudades populosas. Él traía su religión hermoseada por el trato franco, saneada por la vida, y aromada por la naturaleza: él venía del Oeste domador, que abatía la selva, el búfalo y el indio. La nostalgia misma de su público pobre le inspiró una elocuencia sincera y profunda: ¡hacía tiempo que no se oían en la tribuna sacerdotal acentos humanos! Beecher comenzó a discutir, como en el Oeste, los asuntos políticos en la iglesia: pues ¿pueden amar a Dios los hombres esclavos?: lo primero que debe guardar el sacerdote es la libertad! Le decían payaso, profanador, hereje. Hacía reír. Se dejaba aplaudir. Jamás citaba el Viejo Testamento. A Jesús lo alababa como padre. No creía en la caída de Adán. Los domingos debían ser alegres. Cristo se está constantemente revelando al mundo. Predicaba, con abundancia de símiles amenos, el amor de Dios, la limpieza de la patria y la dignidad del hombre. Su lógica era gafa; su latín, un entuerto; su sintaxis, toda talones; por los dogmas pasaba como escaldado. Pero en aquella iglesia cantaban los pájaros, como en la primavera, solían los ojos llorar sin dolor, y se experimentaban emociones viriles!
¿Qué importaba que sus mismos feligreses creyesen exagerada la propaganda de su pastor contra la esclavitud?
Ellos lo habían admirado cuando, desafiando la cólera pública, cedió su púlpito al evangelista de la abolición, a Wendell Phillips. ¡Quién ha de atreverse, les dijo él, a la mejor obra divina, al pensamiento del hombre! Y ellos fueron, como él les aconsejaba, armados de garrotes.
El púlpito crecía. De la nación entera venían a oír, con pasmo los unos, con burla los más, aquella palabra denodada y ferviente. “Siga al gentío”, decían los policías a los que preguntaban por la iglesia. Allí solía encresparse la elocuencia del pastor, y subir como las olas del mar, en torres de encaje. Tundir solía, como el garrote de sus feligreses.
Pero era en lo común su discurso, coloreado y melodioso, como un fresco boscaje por cuyos árboles de escasa altura suben cuajadas de flores las enredaderas, ya la roja campánula, ya el blanco jazmín, ya la ipomea morada. A veces un chiste brusco hacía parecer como si, por desdicha, hubiese asomado entre los florales un titiritero; pero de súbito, con arte de mago, un recuerdo de niño cruzaba volando como una paloma, e iba a esconderse, despertando a las lágrimas, en un árbol de lilas.
Corría el estilo de Beecher como las cañadas por el llano, argentando las arenas, meciendo las frutas caídas y las florecillas, sombreándose con las nubes que pasan, serpeando por entre las guijas relucientes, derramándose en mil canales, entrándose por los bosques de la orilla y volviendo de ellos más retozona y traviesa. Cuando se ahondaba el camino, cuando enardecía aquel estilo la pasión, despeñábanse sus múltiples aguas, y allá iban reunidas y potentes, con sus hojas de flores y sus guijas. Mas luego que el camino se serenaba, volvía aquella agua, que no tenía fuerza de río, a esparcirse en cañadas juguetonas.
No tenía la palabra nueva, el giro abrupto, la concepción dogmática de los creadores. Él era criatura de reflejo, en quien su pueblo se manifestaba por una voz sensible y abundosa.
Tenía de actor, de mímico, de títere. Lo gigantesco en él era la fuerza: fuerza en la cantidad, matices y persistencia de la palabra: fuerza para adorar la libertad, con una pasión frenética de mancebo. ¡A todo se tocase, menos a ella! Aquel orador, acusado con justicia de mal gusto, hallaba ejemplos apropiados en el tesoro de sus impresiones de la naturaleza: aquellos ojos azules centelleaban, y se veía el mar tras ellos: aquel predicador de ademanes burdos, producía entonces sin esfuerzo arengas sublimes. Ya era una nota inesperada y vibrante, que subía hendiendo el aire, y quedaba azotándolo en lo alto, como un gallardete de bronce. Ya era un magnífico puñetazo, dado con acierto mortal entre las cejas.
No recargaba el raciocinio con ornamentos inútiles; pero solía debilitar la frase, por su misma abundancia. Escribió libros sin cuento, por el cebo de la paga, que llegó al millón de pesos; mas nunca fue maestro de la palabra escrita, y se buscaría en él en vano, a pesar de su amor a la naturaleza, la expresión triste y jugosa de Thoreau, y aquella lengua raizal de Emerson.
No hay que buscar en él la prosa caldeada, transparente y fina de Nathaniel Hawthorne; pero eso bien se puede perdonar al que, descubriendo en el amor esencial al hombre el fundamento de todos los credos, desmintió la frase fanática de aquel otro Nathaniel, Nathaniel Ward: “la propiedad es la impiedad mayor del mundo”.
La lengua inglesa, es verdad, no debe a Beecher ningún cuño nuevo, ingrediente desconocido u olvidado, injertos briosos. Casi puede decirse de él, aunque no en tan alto grado, lo mismo que decía él de Robert Burns: “Fue un verdadero poeta, no creado por las escuelas, sin cultivo ni ayuda exterior”. Él, como Burns, pedía “una chispa del fuego de la naturaleza: eso era toda la sabiduría que deseaba”.
Famosa era la iglesia de Plymouth en aquel tiempo en que, marcado en la frente por Wendell Phillips, se decidía el Norte, herido en sus derechos, a protestar al fin contra la esclavitud. Un flagelo de llamas era la elocuencia de Beecher. No se salía sin llorar un solo domingo de su plática. Exhibía en el púlpito a una niña esclava de diez años, y agitaba el horror de la nación. Con las joyas que llevaban puestas libertaban otro día los feligreses a una madre y su hija. Cuando el rufián Brooks[17] golpeó brutalmente en el Senado con el puño de su bastón al elocuente Sumner, los magnates neoyorquinos, temerosos de Beecher no lo invitaron a protestar con ellos en su reunión: y Beecher fue, lo vieron, lo echaron sobre la tribuna, donde los magnates lo dejaron solo, y él dijo cosas que todavía llamean tal como lloran aquellas con que describió a Lincoln.
Mas ¿qué era el entusiasmo de sus compatriotas, de llevarlo de ciudad en ciudad, el tenerlo en lo más caro de su corazón, comparado a su gloriosa defensa de la Unión Americana en Inglaterra?[18] Los ingleses, menos enemigos de la esclavitud que de la prosperidad de los Estados Unidos, ayudaban celosamente a los confederados. La Unión corría peligro grave, aquella Unión mirada entonces como la primera prueba feliz de la capacidad del hombre para gobernarse sin tiranos. ¡No en balde, con tal causa, halló Beecher en sus debates de Inglaterra aquellas arremetidas portentosas! Para eso se han hecho los montes: ¡para subir a ellos! Quien ha visto abatir toros, ha visto aquella lucha. Hablaba bajo tormentas de silbidos. Las deshacía en un chiste inesperado. Su auditorio, compuesto en su mayor parte de muchedumbre sobornada e ignorante, tenía a los pocos instantes húmedos los ojos.
¡Cómo les movía con alusiones a sus propias desdichas las entrañas! ¡Con qué bravura, de un revés de la palabra derribada una interrupción insolente!
Era duelo mortal: él, con sus hechos, sus argumentos, sus plegarias, sus chascarrillos, sus cifras; ellos, rodeando su tribuna, coléricos, enseñándole los puños, vociferando, mas siempre al fin domados! Esgrimía, aporreaba, fulminaba. Era invencible, porque llevaba la patria por coraza:—¡Ah! ¡Cuán fácil es lo enorme! ¡cuán poco pesan las tareas grandiosas!
Vinieron luego los días del triunfo, cuando él que había defendido la justicia de la Unión en Inglaterra la proclamó en nombre del Dios vencedor, sobre los muros dormidos del fuerte de Sumter[19] donde por primera vez fue abatida su bandera. Vinieron luego los días amargos de la política mezquina, cuando él, que había combatido sin cansancio a los estados rebeldes, pidió en vano, con voz que se perdió en el cielo, que todos los ojos se cerrasen a la culpa, y los hijos equivocados volvieran a ser recibidos en la patria con amor. Vinieron luego los días del escándalo, cuando el hombre elocuente a quien apadrinó y casó en su iglesia le acusó más por celos de fama que de mujer, de haber deslucido la majestad de su vejez con el hurto de la carne ajena. ¡Bien pudo ser, porque el amor de una mujer joven trastorna a los ancianos, como si se les llenase de nuevo la copa vacía de la vida! Sentaron al pastor en el banquillo: fue el proceso la befa nacional. Su esposa, con adorable fortaleza, no se apartó un instante de su lado. El tribunal, ni lo absolvió ni lo condenó. Su iglesia lo declaró exento de culpa. El anciano no abatió entonces, ni después ha abatido la cabeza. Él, siempre en banquetes, en juntas, en reformas, en elecciones, en protestas, en atrevimientos. La opinión, agradecida o indiferente, continuó honrando en público a aquel a quien cree culpable en privado.
Hurtó, o no hurtó; pero su pecado será siempre menos que su grandeza. Grande ha sido, porque fustigó a su pueblo sin miedo cuando lo creyó malvado o cobarde, y para extirpar la esclavitud del hombre, en su país hizo a su lengua torre de fortaleza, a su casa cuartel, y a su hijo[20] soldado. Grande ha sido, porque la creación lo ungió con la palabra, y aunque la usó en un oficio que empequeñece y estrecha, nunca la puso de antifaz para sus intereses, ni le recortó jamás las alas. Grande ha sido, porque como el cielo se refleja en el mar con sus luminares y tinieblas, su pueblo, que es aún la mejor casa de la libertad, se reflejó en él como era: amigo del hombre, colosal y astuto. Grande ha sido, porque criado a los pechos venenosos de una secta, no predicó el apartamiento de la especie humana en religiones enemigas, sino el concierto de todo lo creado en el amor y la alegría, el orden de la libertad, y la belleza de la muerte. Y la postrera vez que se le dio en su templo no iba del brazo de dos magnates de la tierra, sino que, al tiempo en que el sol de la tarde coloreaba el pórtico con su última luz, salió el pastor acariciando las lindas cabezas de dos niños pobres y gozosos.
La Nación, Buenos Aires, 26 de mayo de 1887.
[Mf. en CEM]
Tomado de José Martí: Obras completas. Edición crítica, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2015, t. 25, pp. 207-218.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[15] Eunice W. Beecher. Su apellido de soltera era Bullard.
[16] Lawrenceburg. Población en el estado de Indiana, Estados Unidos de América.
[17] Preston Brooks. Senador estadounidense. Atacó a bastonazos e hirió gravemente al senador Charles Sumner, consagrado abolicionista, en plena sesión del Senado, el 22 de mayo de 1856.
[18] Beecher fue enviado por Abraham Lincoln a Gran Bretaña para pedir su neutralidad ante la Guerra de Secesión.
[19] Fuerte Sumter. El discurso fue pronunciado en esta fortaleza, en abril de 1865, para recordar el ataque de los confederados que dio inicio a la Guerra de Secesión.
[20] Henry W. Beecher Jr.