Su carácter.—Sus ascendientes.—Infancia y juventud.—Vida de un pastor protestante. —Albores de su fama.—Campaña contra la esclavitud.—Su religión peculiar.—Amor a la naturaleza.—Influjo en la patria y en el cristianismo.—Su vida épica.—Viaje a Inglaterra.—Triunfos.—Proceso escandaloso.—Su oratoria.
Nueva York, marzo 13 de 1887.
Señor Director de La Nación:
Parece que la libertad, dicha del mundo, puede transformar la misma muerte. El hombre, turbado antes en la presencia de lo invisible, lo mira ahora sereno, como si la tumba no tuviese espantos para quien ha pasado con decoro por la vida. Ya alborea la alegría en la gigantesca crisis: de cada nuevo hervor sale más bello el mundo: el ejercicio de la libertad lleva a una religión universal y gozosa: en vano frunce la razón desconfiada el ceño, y, recatando con estudiado livor la fe invencible, escribe la duda sus versos raquíticos y atormentados.
¿A qué, sino a dudar de la eficacia de la vida han de llevar las religiones que castigan y los gobiernos tétricos? Así, donde la razón campea, florece la fe en la armonía del universo.[2]
El hombre crece tanto que ya se sale de su mundo, e influye en el otro. Por la fuerza de su conocimiento abarca la composición de lo invisible, y por la alegría de una vida de derecho llega a sus puertas seguro y dichoso. Cuando las condiciones de los hombres cambian, cambian la literatura, la filosofía, y la religión, que es una parte de ella: siempre fue el cielo copia de los hombres, y se pobló de imágenes serenas, regocijadas o vengativas, según viviesen en paz, en gozos de sentido, o en esclavitud y tormento las naciones que las crearon: cada sacudida en la historia de un pueblo altera su Olimpo.[3] La entrada del hombre en la ventura y ordenamiento de la libertad produce, como una colosal florescencia de lirios, la fe casta y profunda en la utilidad y justicia de la naturaleza. Las religiones se funden en la religión: surge la apoteosis tranquila y radiante del polvo de las iglesias, que se vienen abajo: ya no cabe en los templos, ¡ni en estos ni en aquellos!, el hombre crecido. La salud de la libertad prepara a la dicha de la muerte. Cuando se ha vivido para el hombre, ¿quién nos podrá hacer mal, ni querer mal? La vida se ha de llevar con bravura y a la muerte se la ha de esperar con un beso.
Henry Ward Beecher, el gran predicador protestante, acaba de morir.[4] En él, como criatura de su época, la fe en Cristo heredada de su pueblo ya se coloreaba con la nueva y grandiosa herejía, y su palabra, como las nubes que se deshacen a la aurora, tenía los bordes rizados por los colores fogosos de la nueva luz; en él, como en su tiempo y nación, los dogmas enemigos, hijos enfermos de una sombría madre, se unían atropelladamente, con canto de pájaros que festejan la muda de sus plumas en la primavera; en él, hijo culminante de un país libre, la vida ha sido un poema, y la muerte una casa de rosas. En la puerta de su casa no pusieron, como es costumbre, un lazo de luto, sino una corona. Sus feligreses bordaron para cubrir su féretro un manto de claveles blancos, rosas de Francia y siemprevivas. En sus funerales han oficiado ministros de todas las sectas, excepto la católica. Y a su iglesia, la iglesia que abrió a su púlpito a los perseguidos y a los esclavos, la han vestido de rosas del pavimento al techo, y parece, cuando se entra en el enflorado recinto, que aquella iglesia canta.
Nada es un hombre en sí, y lo que es, lo pone en él su pueblo. En vano concede la naturaleza a algunos de sus hijos cualidades privilegiadas, porque serán polvo y azote si no se hacen carne de su pueblo, mientras que si van con él, y le sirven de brazo y de voz, por él se verán encumbrados, como las flores que lleva en su cima una montaña. Los hombres son productos, expresiones, reflejos: viven en lo que coinciden con su época, o en lo que se diferencian marcadamente de ella; lo que flota les empuja y pervade: no es aire solo lo que les pesa sobre los hombros, sino pensamiento: esas son las grandes bodas del hombre; ¡sus bodas con la patria!
¿Cómo, sin el fragor de los combates de su pueblo, sin sus antecedentes e instituciones, hubiera llegado a su singular eminencia Henry Ward Beecher, pensador inseguro, orador llano, teólogo flojo y voluble, pastor hombruno y olvidadizo, palabra helada en la iglesia? Nada importa que su secta fuera más liberal que sus rivales; porque los hombres, subidos ya a la libertad entera, no necesitan de una de sus gradas.
Pero Beecher, criado en la hermosura y albedrío del campo por padres[5] en quienes se acumularon por herencia los caracteres de su nación, creció, palpitó, culminó como esta, y en su naturaleza robusta, nodriza de su palabra pujante y desordenada, se condensaron las cualidades de su pueblo, clamó su crimen, suplicó su miedo, retemblaron sus batallas y sus victorias. Él pudo ser la maravilla: un hombre libre que vive en una época grandiosa.
Él era, es verdad, como arpa en que los vientos, juguetones o arrebatados, ya revolotean sacudiendo las cuerdas blandamente, ya se desatan con cólera y empuje, arrancándoles siniestros sonidos: mas, sin los vientos ¿qué fuera de las arpas?
Él era sano, caminador, laborioso, astuto, fuerte; él había levantado su casa con sus manos; él traía de la contemplación de la naturaleza una poesía familiar, amena y armónica, y de los trabajos y choques de la vida la osadía y la cautela; él, semejante en todo esto a su nación, aún se le asemejaba más en el espíritu rebelde que conviene a los pueblos recién salidos de la servidumbre, y en lo rudimentario y llano de su cultura; él usaba, como su pueblo, sombrero de castor y zapatos de becerro; él perteneció en su estado nativo[6] al bando de colonos que se oponía a la esclavitud, y trajo al púlpito de Brooklyn, cuando por la abundancia de su palabra lo llamaron, aquella ira local que fue nacional luego. Él puso al servicio de la ardiente campaña de la abolición su salud desbordante, su espíritu indisciplinado, su oratoria vulgar y pintoresca, su dialecto eclesiástico, embellecido con una natural poesía. Él vio crecer los tiempos a través de las señales engañosas, y se puso junto a ellos, en la época feliz en que la virtud era oportuna.
Cautivó a su iglesia con la novedad, franqueza y gracejo de sus sermones; arremetió contra la esclavitud con su brío y descomedimiento campesinos; cedió su púlpito a los abolicionistas, apedreados por la turba; su oratoria agresiva y esmaltada tuvo pronto por admiradora a la nación. Y cuando Inglaterra favorecía a los rebeldes, a los dueños de esclavos, él se fue al corazón de Inglaterra, la hizo reír, llorar, avergonzarse, seguirlo entusiasmada por las calles, proclamar con él la justicia de su pueblo: allí debió morir, puesto que ya no podía prestar a su patria servicio mayor! Luego bajó la cuesta de la vida acusado de una culpa odiosa: el adulterio con la mujer[7] de un amigo,[8] con una de las ovejas de su propio rebaño. Veinte años ha llevado la carga, jadeando como un héroe. Jamás recobró la altura que tenía antes del pecado: porque todo se puede fingir menos la estimación de sí propio. En su asombrosa energía, o en su sincero arrepentimiento, halló fuerzas para seguir siendo elocuente cuando ya no era honrado!
Pero desde que quedó resuelto el gran problema en que se confundió con la nación, solo fue lo que con su naturaleza sana y brillante, encogullada en un dogma religioso, hubiera sido en un país donde la fe no es asustadiza, gusta el atrevimiento, y la originalidad es rara.
Fue una fuerza de palabra, como otros son una fuerza de acto. Hay palabras de instinto, que vienen sobre el mundo en las horas de renuevo, como los huracanes y las avalanchas: retumban y purifican, como el viento: elaboran sin conciencia, como los insectos y las arenas de la mar. Era un orador superior a sí mismo. Divisaba el amor futuro. Defendía, con pujanza de león, la dignidad humana: se le abrasaba el corazón de libertad. Demolía involuntariamente. De los dogmas solo dejó en pie los indispensables para que no lo expulsaran por hereje de su iglesia. No estableció un credo, sino la práctica de tratarse entre sí como hermanas las religiones. Abrió el campo, con este cónclave de dogmas, para el combate que la iglesia autoritaria viene a dar en su propia casa de América al libre pensamiento. Brindó su púlpito a los adversarios de su teología amorosa, a un cardenal, a un ateo. No dijo cuanto puede decir un hombre; pero dijo mucho más de lo que puede decir un pastor. Apenaba verle luchar entre su hipocresía de sacerdote y el concepto filosófico del mundo, enseñoreado de su espíritu indómito.
Acobardado a la caída de su existencia por el interés, no se atrevió a amparar a los pobres como había amparado a los negros. Pero introdujo en el culto cristiano la libertad, gracia y amor de la naturaleza; congregó en el cariño al hombre las sectas hostiles que con sus comadrazgos y ceños lo han atormentado; y con una oratoria que solía ser dorada como el plumaje de las oropéndolas, clara como las aguas de las fuentes, melodiosa como la fronda poblada de nidos, triunfante como las llamaradas de la aurora, anunció desde el último templo grandioso de la cristiandad que la religión venidera y perdurable está escrita en las armonías del universo.
Henry Ward Beecher venía de antepasados fuertes: de una comadrona puritana,[9] que sacó al mundo mucho hijo de peregrino, cuando aún no se había podrido la madera de la Flor de Mayo;[10]—de jayanes que bebían la sidra a barril alzado, como los catalanes beben el vino de sus porrones;—de un herrero[11] que a la sombra de un roble hacía las mejores azadas de la comarca;—de un posadero parlanchín que pasaba los días debatiendo con los estudiantes que se hospedaban en su casa sobre la religión y la política;—del pastor Lyman Beecher, el padre de Henry, en quien culminó la fuerza agresiva, exaltada, nomádica de esta familia de menestrales puritanos.
En los tiempos de Lyman los estudiantes se apellidaban con los grandes nombres de la Enciclopedia. Todos sabían de memoria La edad de la razón, de Tomás Paine; todos, como Paine, jugaban, se embriagaban, adoraban sus puños y sus remos, se descuadernaban las Biblias sobre las cabezas. Lyman, que empezó en el seminario de despensero, salió pastor elocuente. Ya en él bullía la palabra de su hijo. Componía sus sermones vagando por el campo, y luego, con el desorden de la improvisación en las mentes que no se han nutrido por igual ni fueron criadas en el ejercicio y discreción del arte, los exhalaba con la fuerza histórica que le venía de sus antepasados, y de su vida trabajosa y directa. La palabra le molestaba y oprimía, hasta que, como apretado granizo, la vaciaba sobre sus feligreses en apotegmas y epigramas. Y tan estremecido quedaba del choque que le conocían por el “pastor del violín”, porque aquietaba la agitación de sus sermones tocando al volver de la iglesia un aire viejo, o bailando con gran ligereza el trenzadillo en la sala de su casa, la casa de un pastor de pueblo que ganaba trescientos pesos al año. La alfombra en que bailaba era de algodón, cardada e hilada por su esposa, y pintada por ella misma de orlas y ramos, con unas pinturas que envió a pedir a un hermano.
Ese padre vehemente tuvo Beecher, y una madre que a la sombra de los árboles gustaba de escribir a sus amigas unas cartas que aún huelen a flores. Los rizos rubios de Henry le revoloteaban al correr detrás de las mariposas; Harriet, la que había de escribir La cabaña del tío Tom, quería que le hiciesen una muñeca. Allá adentro, en la sala, discutían los pastores envueltos en el humo de sus pipas. Ornaba las ventanas la penetrante madreselva. Mecían sus copas compasadamente los álamos y maples,[12] guardianes de la casa. Como gotas de sangre lucían en la huerta las manzanas, sobre su follaje espeso. Cansado a veces de ellas, miraba Henry el pinar imponente que bordeaba dos lagos vecinos, y la cabeza redonda y azul de la montaña del lugar coronaba a lo lejos el paisaje. En monstruos soberanos, en extraños ejércitos, en rosas de oro, en carros gigantescos se desvanecían las nubes apaciblemente en la hora de las puestas. Durante el invierno leía el pastor, rodeado de sus hijos, a los patriarcas de la lengua, a Milton, austero como su San Juan,[13] Shakespeare, que pensaba en guirnaldas de flores, la Biblia, fragante como una selva nueva; o bien, mientras los hijos ponían la leña en pilas, les contaba el pastor cuentos de Cromwell. Ardía en el comedor oscuro perennemente el fresno, en una colosal estufa rusa.
Sin madre ya, aunque con buena madrastra, iba creciendo el niño rebelde a la reclusión y freno, como quien se cría en el decoro e independencia del campo. El pinar le atraía con seducción más poderosa que los libros. Cuando lo llevaban a la iglesia, “le parecía que iba a una cueva, donde no entraba nunca el sol”, pero se estaba absorto horas enteras oyendo rezar a un negro de la casa, que decía sus oraciones cantando y riendo, como si unas veces sintiera en sí vivo el cuerpo del Señor, y otras le inundara de alegría la salud del mundo. Para las palabras no tenía el niño memoria: su ingenio se mostraba solo en sus réplicas, cómicas y sesudas.
Se iba por el valle recogiendo flores; volvía tarde del bosque, cargado de semillas; gustaba de pasearse por las rocas, viendo cómo el agua se esconde y labra en ellas, con tal finura que parece pensamiento. ¿Qué catecismos y libros de deletrear habían de seducir a aquel hijo de un puritano activo y una descendiente romántica de héroes escoceses, que se embebecía en las músicas de la naturaleza, que comparaba sus semejanzas y colores, que observaba la sabiduría de los cambios, la perpetuidad de la vida, la eficacia de la misma destrucción, que se sentía mudar, como las hojas y las plumas, con el invierno, que fortifica la voluntad, con la primavera, que desata las alas, con el estío, que atormenta y enciende, con el otoño, el himno de la tierra?
“¿Conque me pedís mi plegaria de ayer?” decía una vez Beecher: “Si me enviáis los acentos de la oropéndola que trinaba en el ramaje de mis árboles el último junio, o los globos tornasolados de la espuma que en menudos millones se deshicieron ayer contra la playa, o un segmento de aquel hermoso arco iris de la semana pasada, o el aroma de la primera violeta que floreció en mayo, entonces, amigos míos, os enviaré mi plegaria”.[14] Esa era su oratoria. Él la improvisaba, porque conocía la naturaleza. Por el vigor de su lenguaje amó luego a los clásicos ingleses; de su abolengo puritano le vino su ímpetu de reformador; de su vitalidad irrepresible surgía su indómito interés en la cosa pública; pero el amor fogoso a la libertad y la alegría, la abundancia y color de su elocuencia le vinieron de aquellos profundos paseos por el campo, y de su madre que vivió en el jardín cuando lo tuvo encinta y fue amiga siempre de las flores.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Véase la crónica “La muerte del gran predicador, Henry Ward Beecher”, publicada en El Partido Liberal, de México, el 2 de abril de 1887, OCEC, t. 25, pp. 194-207.
[2] Véase, al respecto, JM: “Maestros ambulantes”, La América, Nueva York, mayo de 1884, OCEC, t. 19, p. 185; “El terremoto de Charleston” (Conclusión), La Nación, Buenos Aires, 15 de octubre de 1886, OCEC, t. 24, p. 22; y “La muerte del gran predicador, Henry Ward Beecher”, El Partido Liberal, México, 2 de abril de 1887, OCEC, t. 25, p. 194.
[3] Cadena montañosa de la Grecia antigua donde se ubicaba la residencia de los dioses.
[4] Falleció el 8 de marzo de 1887, en Brooklyn, Nueva York.
[5] Lyman Beecher y Roxana F. Beecher.
[6] Henry Ward Beecher nació el 24 de junio de 1813 en Litchfield, Connecticut.
[7] Elizabeth Tilton.
[8] Theodore Tilton. La confesión de Elizabeth Tilton de que sostenía relaciones íntimas con Beecher, estrecho amigo de la familia, suscitó un escándalo a partir de 1870. En una junta de investigaciones nombrada por la Iglesia Presbiteriana para enjuiciar a los involucrados, Beecher fue exonerado; pero Tilton fue excomulgado en 1873. En el juicio civil, celebrado a instancias de Tilton, el jurado no pudo llegar a una decisión. Una segunda comisión de investigaciones de la Iglesia se abstuvo nuevamente de condenar al párroco. Durante todo el proceso, la esposa, Eunice W. Beecher, lo apoyó lealmente. Algunos críticos actuales aseguran que su prestigio se mantuvo a pesar del escándalo; otros opinan que el sacerdote nunca pudo superar las dudas que el incidente provocara.
[9] Esther H. Lyman.
[10] Alusión al barco inglés Mayflower que en 1620 trasladó desde Inglaterra a un centenar de peregrinos de confesión puritana para fundar la colonia Plymouth, en Estados Unidos. (N. del E. del sitio web).
[11] David Beecher, abuelo.
[12] En inglés; arces.
[13] Personaje de El paraíso perdido, de John Milton.
[14] En octubre de 1893, el patriota puertorriqueño Sotero Figueroa, fue encargado de pedirle a José Martí el discurso que improvisó en Hardman Hall, durante la conmemoración del 10 de Octubre de 1868, para publicarlo en Patria. Este es un fragmento de la carta de respuesta: “Como la lava, salen del alma las palabras que en ella se crían; salen del alma con fuego y dolor. Horas después, aún chispea el discurso y resplandece, y se le puede tomar vivo, en los surcos que abrió al pasar. Días después, amigo mío, que es lo que me sucede ahora, el quehacer grande y presente, se lleva las palabras que en la hora agitada pudieron parecer bien, o sembrar idea y método, pero que luego, ante el sol, ante el alma encendida, ante la marcha firme y silenciosa de tanto leal como le queda aún a nuestro honor, no es más, amigo mío, que cáscara y pavesa. / Ni me pida, ni me dé, palabras ajenas o mías, como cosa principal. Déme hombres: déme virtud modesta y extraordinaria, que se ponga de almohada de los desdichados, y se haga vara de justicia y espuela de caballería: déme gente que sirva sin paga y sin cansancio, en el mérito y entrañas de la oscuridad […]” (JM: “Carta a Sotero Figueroa”, [Nueva York, octubre de 1893], Patria, Nueva York, 24 de octubre de 1893, no. 83, p. 1 (EJM, t. III, p. 424). (N. del E. del sitio web).