Y ellos llegan contentos como los hebreos que acompañaban a Moisés. Vienen a la tierra de los gigantescos racimos de uvas. Vienen a los ríos que arrastran oro, y a las selvas que no se secan. Los unos empuñan la hoz, y se van en cuadrillas por los campos, a hacer trabajos de labriegos. Hácense los italianos de unas cuantas naranjas y limones y pastas de azúcar y alzan en un rincón de Nueva York una frágil barraca. Los alemanes son hombres de ciencia y de comercio. No hay relojeros como los suizos. Ni gente más honesta que los belgas. No hay trabajo recio y mezquino que no hagan con buena voluntad los hombres de Irlanda, ni sirvienta que no sea irlandesa. Ni hay modo de ir por las calles sin dar con esos hombres de rostro áspero y huesoso, nariz corta y empinada, ojos malignos y breves, maxilares gruesos, labios belfudos y afeitados, y barbilla ruin que les cerca, como un halo, el rostro: son inmigrantes de Irlanda. Llenan las minas de California, llenan las fábricas de Nueva York. Ellos elaboran la cerveza, y ellos la beben. De su tenacidad e industria [se] aprovechan los yanquis,[8] que los mofan, y en verdad no hay fiesta que sea más de reír que un día de San Patricio, patrón de Irlanda, en que enfilan en las calles de Nueva York los irlandeses, que andan ese día la ciudad en procesión copiosa, acicalados con las mejores prendas de su baúl de lujo, que son sombreros altos de olvidadas modas, o levitas gruesas que van diciendo en sus indómitas arrugas el excesivo cuidado con que las ven sus dueños, que ostentan en ese día los colores patrios, en una banda verde, que les cruza sobre el chaleco de grandes ramazones el orgulloso pecho. Y en prestados corceles hacen de generales, con sombreros plumados, mofletudos cerveceros. Mas es también verdad que cuando yacen en la cárcel de Kilmaiham,[9] en la oprimida Irlanda, los bravos caudillos que intentan arrebatar a los voraces propietarios ingleses las tierras de cuyo señorío culpablemente abusan, para que las gocen en su precio justo, los infelices nativos,—estos Patricios y estos Jaimes no vuelven los ojos de su viejo pueblo en desventura, y apartan de sus haberes y salarios grandes sumas que ayudan a mantener viva en Irlanda la sabia rebelión pacífica que organizaron los caudillos presos. ¡Suelen los hombres tener manos rudas y espíritus blandos! Yo estrecho con gozo toda mano callosa.[10]

     ¡Ahora acaba de huir la vida de una mano que ha arrancado muchos secretos a la naturaleza! Fue también mano inglesa, y sostuvo una de las plumas más investigadoras y elocuentes de su tiempo. Fijó la faz humana en el cristal, y vio, como si fuese de cristal, en el cuerpo humano. El profesor Draper ha muerto. Nació en Inglaterra y vivió en los Estados Unidos. Sus obras están traducidas al francés, al italiano, al alemán, al polaco y al ruso: ¡una apenas está traducida al castellano!: Los conflictos entre la ciencia y la religión. Escribía como el inglés Burke, como Herbert Spencer, como Stuart Mill.—Bajo su frase se sentía el hecho en que la fundaba. No preconcebía sistemas, ni laboraba ofuscado por ellos. Su oficio era buscar verdades, y revelarlas. Este siglo prepara la filosofía que ha de establecer el siglo que viene. Este es el siglo del detalle: el que viene será el siglo de síntesis. Draper fue uno de los grandes preparadores.—No alcanzan los obreros empeñados en una parte de la obra toda la grandeza y maravilla del conjunto: por lo que no son los que fabrican un edificio los que han de juzgarlo, sino los que huelgan después por sus salones espaciosos, y los ven acabados y lo gozan. ¡Qué estudiante neoyorquino, u hombre de ciencia americano, o extranjero respetuoso, no había visto a Draper! Su frente era saliente y adoselada, como la del poeta Bryant, y la del naturalista Darwin. Daba envidia su frente, a la que los pensamientos habían empujado, a manera de solio, sobre el rostro. Invitaba a llamar a ella con respeto, y a evocar las riquezas que encerraba. Fluía de sus labios espesos la palabra grave. Brillaba en sus ojos, cobijados por cejas tupidas, la jovialidad de un alma buena. Los selvosos cabellos castaños que ampararon un día su vasto cráneo, habían sido consumidos por el ardor del pensamiento. Setenta y dos años tenía, y aún exploraba. Tales son sus obras, que no debiera haber hombre moderno que no se regalase con su lectura y las tuviese siempre a mano.

     Pueblan hoy los fotógrafos la tierra, y todos ellos deben su arte y bienestar al profesor Draper, que enamorado de las copias de estatuas y edificios que hacía en Francia Daguerre, y que su amigo Morse le trajo de París, se dio a ahondar en el descubrimiento, hasta que fijó en la lámina fotográfica el rostro de su ayudante, que fue el primer hombre cuya faz reprodujese la fotografía. En manos de Draper, fue a poco anticuado el antiguo procedimiento: él, como Daguerre, sometía la lámina de plata al vapor de íodina, dejaba que la luz imprimiese en la lámina la imagen, y desenvolvía gradualmente la imagen al vapor del mercurio. Él, con el bromino mejoró el hallazgo y lo reformó a tal punto que, alegres como Arquímedes, abrieron en dos habitaciones un tanto lóbregas la primera fotografía, Morse, que estaba entonces inventando el telégrafo, y Draper que no había escrito aún su revolucionario y creador Tratado de fisiología; ni su serena y profunda Historia de la Guerra Civil americana, que escribió para los tiempos por venir, seguro de la posibilidad y pasión de este; ni su libro sobre El desarrollo intelectual en Europa, que es obra tal que parece al que la lee que se le abren en la sombra luminosos horizontes; ni sus Pensamientos sobre la política civil de América, que son guía de estadista, ni su Filosofía natural, que quiere que no se niegue lo visible, ni se le imponga lo desconocido; ni sus Conflictos entre la ciencia y la religión, que es una obra formidable y precisa, que movió tormenta y consagró la fama del anciano. ¡Cómo nos avergonzamos ante esos cíclopes, nosotros los que hacemos grandes méritos de tal o cual librillo mendicante! ¡Cómo nos afligimos de vivir, como vivimos todos los americanos montados en nuestro caballo de batalla! Y ¡qué bueno fuera dejar de una vez los arreos de batallar, y luego de volver del campo de labor, escribir en la mesa de pino del hogar cosas graves y ciertas, aprendidas en la experiencia provechosa de horas reposadas! ¡Qué maravillas no sacaríamos de nuestras mentes, dados a pensar en lo maravilloso! ¡Nuestros libros serían rayos del sol! ¡Y ahora nos vamos, llenos todos de heridas, con nuestros libros inescritos a la tumba!

José Martí

 La Opinión Nacional, Caracas, 21 de enero de 1882.
[Mf. en CEM]

Tomado de José Martí: Obras completas. Edición crítica, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2004, t. 9, pp. 215-222.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[8] En La Opinión Nacional: “yankees”.

[9] Suburbio y antiguo pueblo al oeste de Dublín, Irlanda.

[10] Nótese la similitud del tema con el poema “[Bien: yo respeto]”, OCEC, t. 14, p. 256. (N. del E. del sitio web).