CARTA DE NUEVA YORK
EXPRESAMENTE ESCRITA PARA
LA OPINIÓN NACIONAL
El proceso de Guiteau.—El estetismo.—“Pálido Postlethwaite”.—El poeta Oscar Wilde. —Los inmigrantes.—Un grande anciano muerto.
II
Nueva York, 7 de enero de 1882.
Señor Director de La Opinión Nacional.
Ya toca a su remate el proceso del asesino; ya han negado a sus defensores permiso para poner peritos nuevos al formidable cortejo de peritos que le han venido declarando cuerdo en estos días; ya se prepara el defensor[1] a resumir los hechos, y a aprovechar los testimonios en que cimienta su defensa; ya tienen concertada los acusadores la terrible respuesta que ha de seguirle; ya se aguardan cosas dolentísimas, y escenas de monstruo; ya se acerca el día en que han de publicar su veredicto los jurados.
Con los primeros días del año, llegó a Nueva York, a bordo de uno de esos vapores babilónicos que parecen casas reales sobre el mar, un hombre joven y fornido, de elegante apostura, de enérgico rostro, abundante cabello castaño, que se escapa de su gorra de piel sobre el Ulster[2] recio que ampara del frío su robusto cuerpo. Tiene los ojos azules, como dando idea del cielo que ama, y lleva corbata azul, sin ver que no está bien en las corbatas el color que está bien en los ojos. Son nuestros tiempos de corbata negra. Este joven lampiño, cuyo maxilar inferior, en señal de fuerza de voluntad, sobresale vigorosamente —es Oscar Wilde, el poeta joven de Inglaterra, el burlado y loado apóstol del estetismo.[3]
¿Quién no ha visto ese cuaderno de caricaturas que se publica cada semana en Londres, y en cuya carátula ríe maliciosamente, cercado de trasgos, bichos y duendes, un viejillo vestido de polichinela? Ese es el Punch, y Du Maurier es el dibujante poderoso que le da ahora vida. Cuanto acaece, allí es mofado. Toda figura que en toda parte de la tierra se señala, allí es desfigurada y vestida de circo. Va el Punch detrás de los hombres, con un manojo de látigos que rematan en cascabeles. Publica sus caricaturas por series, como los cuadros de Hogarth, y familiariza a su público con sus víctimas. Londres ríe hace meses con el poeta Postlethwaite, que es el nombre, ya famoso de un lado y otro del Atlántico, que el Punch ha dado a Oscar Wilde. Postlethwaite es una lánguida persona, que abomina la vida, como cosa democrática, y pide a la luz su gama de colores, a las ondas su escala de sonidos, a la tierra apariencia y hazañas celestiales. Todo disgusta al descontentadizo Postlethwaite. Cuanto hacen los hombres, le parece cosa ruin. De puro desdeñar los hábitos humanos, va tan delgado que parece céfiro. Postlethwaite quiere que sea toda la tierra un acorde de armoniosa lira. Estos paramentos de los hombres de ahora le mueven a desdén, y quiere para la vida empleo espiritual, y para los vestidos colores tenues y análogos, de modo que el fieltro del sombrero no desdiga del cuero de las botas, y sea todo melancólico azul, o pálido verde. Postlethwaite es ya persona célebre, y toda Inglaterra y todos los Estados Unidos aplauden hoy una ópera bufa de un poeta inglés en que se cuentan los melodiosos y alados amores del tenue bardo mustio.[4] Con tanta saña movió Du Maurier su lápiz tajante, que cuando publicó al cabo Oscar Wilde, jefe del movimiento artístico así satirizado, su volumen de versos, no veían los lectores en sus arrogantes y límpidas estrofas más que aquella ridícula figura, que pasea con aire absorto por la tierra su mano alzada al cielo, como coloqueando con las brisas, y su nariz husmeante, en que cabalgan colosales gafas. Ahí está, en luz y sombra, el movimiento estético. Mantiene este hombre joven que los ingleses tallan sus dioses en carbón de piedra, y huye a Italia, en busca de dioses tallados en mármol, y va a Roma, por ver si halla consuelo en los alcázares católicos su espíritu sofocado por el humo de las fábricas; mas vuelve al fin desconsolado a las islas nobles que le dieron cuna, y lo fueron en otro tiempo de la grandeza y la caballería, e invita a su alma a que salga de aquella vil casa de tráfico, donde se venden a martillo la sabiduría y la reverencia, y donde, entre los que exageran el poder de Dios y los que se lo arrebatan, no tiene espacio el espíritu para soñar en su mejora y en las nobles artes. Quiere el movimiento estético, a juzgar por lo que de él va revelado, y lo que muestra el libro de versos de Oscar Wilde, que el hombre se dé más al cultivo de lo que tiene de divino, y menos al culto de lo que le sobra de humano. Quiere que el trabajo sea alimento, y no modo enfermizo y agitado de ganar fortuna. Quiere que vaya la vida encaminada, más a hacer oro para la mente, que para las arcas. Quiere, por la pesquisa tenaz de la belleza en todo lo que existe, hallar la verdad suma, que está en toda obra en que la naturaleza se revela. Quiere que por el aborrecimiento de la fealdad se llegue al aborrecimiento del crimen. Quiere que el arte sea un culto, para que lo sea la virtud. Quiere que los ojos de la mente y los del rostro vean siempre en torno suyo—seres armónicos y bellos. Quiere renovar en Inglaterra la enseñanza griega. Y cae al fin en arrogancia y fraseo de escuela, y dice que quiere hallar el secreto de la vida.
Hay en estos Estados Unidos, a la par que un ansia ávida de mejoramiento artístico, un espíritu de mofa que se place en escarnecer, como en venganza de su actual inferioridad, a toda persona o acontecimiento que demande su juicio, y dé en sus manos. Y pasa en eso lo que en las ciudades de segundo orden con los dramas aplaudidos en las capitales, que solo por venir sancionados de la gran ciudad son recibidos en la provincia con mohínes y desdenes, como para denotar mayor cultura y más exquisito gusto que el de los críticos metropolitanos. En esta dependencia de Europa viven los Estado Unidos en letras y artes; y como rico nuevo a quien nada parece bien para aderezar su mesa, y alhajar su casa, hacen profesión de desdeñosos y descontentadizos, y censuran con aires magistrales aquello mismo que envidian y se dan prisa a copiar.
¿Qué suerte aguarda, pues, al joven poeta que viene a esta tierra a propagar desde la plataforma del lector su dogma estético, y a poner en escena una tragedia de argumento ruso que por respetos internacionales no ha podido ser representada en Londres?[5] No bien pisó muelles de Nueva York el bardo inglés, a quien estiman los jueces serenos dotado de ingenua fuerza poética, que se verá entera cuando haya pasado para el bardo joven el forzoso periodo de imitación,—imitación de Keats y Swinburne—en que anda ahora,— ya los periodistas sacaron a luz al lánguido Postlethwaite, y ya echan a andar por plazas y calles, más ganosos de cebarse en lo alto que capaces de acatarlo, a esa criatura del sangriento Punch, a ese poeta famélico de cielo y agostado, a ese trovador que tañe en los aires enfermos una lira doliente e invisible.
Pero Oscar Wilde volverá a Europa. No volverán, en cambio, sino que harán casa en las entrañas de los bosques, o arrancarán una fortuna al seno de las minas, o morirán en la labor, esos cuatrocientos cuarenta mil inmigrantes, que Europa, más sobrada de hijos que de beneficios, ha enviado este año a las tierras de América. Manadas, no grupos de pasajeros, parecen cuando llegan. Son el ejército de la paz. Tienen derecho a la vida. Su pie es ancho, y necesitan tierra grande. En su pueblo cae nieve, y no tienen con qué comprar pan ni vino. El hombre ama la libertad, aunque no sepa que la ama, y viene empujado de ella, y huyendo de donde no la hay, cuando aquí viene. Esa estatua gigantesca que la República francesa da en prenda de amistad a la República Americana,[6] no debiera, con la antorcha colosal en su mano levantada, alumbrar a los hombres, sino mirar de frente a Europa, con los brazos abiertos. He aquí el secreto de la prosperidad de los Estados Unidos: han abierto los brazos. Luchan los hombres por pan y por derecho, que es otro género de pan; y aquí hallan uno y otro, y ya no luchan. No bien abunda el trigo en los graneros, o el goce de sí propio halaga al hombre, la inmigración afloja, o cesa; mas cuando los brazos robustos se fatigan de no hallar empleos,—que nada fatiga tanto como el reposo,—o cuando la avaricia o el miedo de los grandes trastorna a los pueblos, la inmigración como marea creciente, hincha sus olas en Europa y las envía a América. Y hay razas avarientas, que son las del Norte, cuya hambre formidable necesita pueblos vírgenes. Y hay razas fieles, que son las del Sur, cuyos hijos no hallan que caliente más sol que el sol patrio, ni anhelan más riqueza que la naranja de oro y la azucena blanca que se cría en el jardín de sus abuelos: y quieren más su choza en su terruño que palacio en tierra ajena. De los pueblos del Norte vienen a los Estados Unidos ejércitos de trabajadores: ni su instinto los invita a no mudar de suelo, ni el propio les ofrece campo ni paz bastantes. Ciento noventa mil alemanes han venido este año a América: ¿qué han de hacer en Alemania, donde es el porvenir del hombre pobre ser pedestal de fusil, y coraza del dueño del imperio? Y prefieren ser soldados de sí mismos, a serlo del emperador.—De Irlanda, como los irlandeses esperan ahora tener patria, han venido este año menos inmigrantes que en los anteriores. La especie humana ama el sacrificio glorioso. Todos los reyes pierden sus ejércitos: jamás la libertad perderá el suyo:—de las islas inglesas solo han buscado hogar americano este año, ciento quince mil viajeros. Francia, que enamora a sus hijos, no ha perdido de estos más que cuatro mil, que son en su mayor parte artesanos de pueblos, que no osan rivalizar con los de la ciudad, ni gustan de quedarse en las aldeas, y vienen, movidos del espíritu inquieto de los francos, a luchar con rivales que juzgan menos temibles que los propios. Italia, cuyas grandes amarguras no le han dejado tiempo para enseñar a sus campesinos el buen trabajo rudo, ha acrecido con trece mil de sus perezosos y labriegos la población americana. Suiza, que no tiene en su comarca breve, faena que dar a sus vivaces y honrados hijos, no ha mandado menos de once mil a estas playas nuevas. De Escandinavia, a cuyas doncellas de cabellos rojos no tienen los desconsolados nativos riquezas de la tierra que ofrecer, porque es su tierra tan pobre como hermosa, llegaron a Nueva York cincuenta mil hombres fornidos, laboriosos y honrados. Nueve mil llegaron de la mísera Bohemia, más en fuga del trabajo que en su busca; y nueve mil de Rusia, de cuyas ciudades huyen los hebreos azotados y acorralados.[7] Y los áridos pueblos de la entrada del Báltico han enviado a esta comarca de bosques opulentos dieciséis mil neerlandeses. Y cómo vienen, hacinados en esos vapores criminales! No los llaman por nombres sino los cuentan por cabeza, como a los brutos en los Llanos. A un lado y otro del lóbrego vientre de los buques se alzan jaulas de hierro construidas en camadas superpuestas, subdivididas en lechos nauseabundos, a los que sube por una escalerilla vertical, entre cantares obscenos y voces de ebrio, la mísera mujer cubierta de hijos que viene a América traída del hambre, o del amor al esposo que no ha vuelto. Les dan a comer manjares fétidos. Les dan a beber agua maloliente. Como a riqueza a que no tienen derecho, los sacan en majadas a respirar algunos instantes sobre la cubierta del buque el aire fresco. No se concibe cómo reclusión semejante no los mueve a crimen! ¿Dónde está la piedad, que no está donde padecen los desgraciados?
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] George Scoville.
[2] Largo sobretodo de invierno.
[3] Oscar Wilde llegó a Nueva York el 2 de enero de 1882.
[4] Patience de William S. Gilbert.
[5] Vera o los nihilistas.
[6] La Libertad iluminando al mundo. Véase en OCEC, t. 24, pp. 291-308 y 309-326, las crónicas: “Descripción de las fiestas de la Estatua de la Libertad” y “Fiestas de la Estatua de la Libertad”, publicadas El Partido Liberal, de México, el 18 de noviembre de 1886 y en La Nación, de Buenos Aires, el 1ro. de enero de 1887, respectivamente.
[7] El primer pogromo tuvo lugar en 1881, después del atentado contra el zar Alejandro II. Las persecuciones se extendieron por cientos de ciudades y pueblos, y se les prohibió a los judíos la residencia en Moscú y San Petersburgo.