Lo notable de este hombre es eso: el haber sobresalido en una democracia sin cortejarla. Él era orador confirmado por los aplausos a los diecinueve[14] años; y fiscal a los veinte, y a los veintiuno abogado tan temible que los más hábiles de Utica aconsejaban a sus clientes que lo retuvieran de su parte para que no lo contratase la contraria. Su amor al deber, su celo en el despacho de su empleo, su estudiar continuo, su maestría en los detalles, su oratoria imponente cuando meditaba y cuando improvisaba pintoresca y viva, y su misma persona altanera, atlética y hermosa, tenían en constante deslumbramiento a la ciudad, que no bien lo había elegido corregidor cuando lo sacó de este puesto para darle el de representante en el Congreso. Y lo fue todo: representante, senador, caudillo de su partido en el Estado,[15] poder predominante en la nación durante el gobierno de Grant: y presidente hubiera llegado a ser, porque los partidos, desdeñosos con quienes los solicitan, acaban por solicitar a quienes los desdeñan. Pero ni esa carrera brillante fue en él lo más original, ni la majestad y honradez personales con que dio apariencias de grandeza, y aun grandeza verdadera, a luchas íntimas, sino aquella mezcla sabia de habilidad oculta y visible altanería, aquel modo nuevo de adular sin parecer que se adula, sirviendo con los actos los intereses y aun los vicios de los mismos cuya compañía se rehúye, y la frenética y teatral arrogancia con que se hacía admirar y seguir de la opinión aquel hombre que solo le era superior en las condiciones de integridad y elocuencia con que manejaba las pasiones públicas para el logro de sus fines: ¡Como si no fuera cómplice del robo el que cuelga una cortina de tisú a la entrada de la madriguera de los ladrones!
Creía en el aparato y la reserva, y guardaba su persona del contacto público en cuanto no le permitiese aparecer con todos los arreos de dignidad senatorial. No manejaba a las masas directamente, sino por intermediarios, que le servían por sincera admiración, y porque “el Senador no es hombre que deje a un amigo suyo sin empleo”.
Servía a sus sectarios lo mismo en sus necesidades que en sus rencores. “Jamás, dijo una vez con razón, he pedido a nadie que vote por mí”. ¿Cómo votaban pues por él?
Porque con su consejo les enseñaba el modo de vencer; porque sirviendo a los demás continuamente se hizo de servidores; porque con el influjo que le daba el caudillaje de su partido en el Estado, pudo este beneficiarse del dominio que gracias a él obtuvo en el partido entero y en el gobierno nacional; porque aquel arrogante que, sin más deseo cierto que la presidencia, rechazó los nombramientos de Presidente del Tribunal Superior y Ministro en Inglaterra, “por no querer más puestos que los que el pueblo le diese en las urnas”, sabía amenazar tan eficazmente con su hostilidad a la presidencia cuando esta dejaba el reparto de los empleos de su Estado al Senador más antiguo, que la presidencia se apresuró a violar la costumbre, y a poner en manos del rebelde todos los empleos. A la soldadesca de su partido la tenía segura por ese cuidado de su interés, y por el encanto que jamás deja de ejercer sobre los hombres el que los domina con su carácter, su palabra y su paciencia, sobre todo cuando, como Conkling, reunía en grado sumo todas estas dotes,—porque en boxear era maestro; y en mandar no tenía rivales, como que sabía unir la fuerza de la pasión a la del juicio; y en perorar no era como los demás, sino como un Hércules de casaca y guante blanco, a quien la maza no se le veía sino cuando con enorme floreo retórico ya la tenía el enemigo sobre la cabeza. Y a sus mercurios y centuriones, a los jefes de turba, a los edecanes a quienes dejaba lo menos limpio de la dirección de la política, y la autoridad que los complace, no los retenía a su lado tanto por esas dotes magnas que con su impertinente arrogancia deslucía, como por tenerlos provistos de empleos cómodos, gracias a su estrategia casi siempre feliz, y a la influencia que por fiel apoyo de ellos había llegado a adquirir en la política de la nación, que él ayudaba u oponía según conviniera a su interés y al de sus partidarios.
Y otro modo de domar tenía él, más seguro que el encanto de su conversación y el poder memorable de sus discursos; y era el conocimiento superior de los asuntos y métodos políticos, de modo que nadie pudiera excederle en el debate sobre ellos, y aquellos que se resistieran a la soberanía de su carácter, tuviesen que ceder a la de su razón. Como todo fuerte, era paciente. El necio solo confía en los meros poderes naturales. Cuando lo eligieron Fiscal no se mostró en público sino un año después, luego de conocer regla a regla y caso a caso su oficio.―Cuando lo eligieron representante, no se enseñó, como hubiera podido en una oración pomposa, sino que procuró un puesto en una de las comisiones, cuyos detalles estudió tan bien que al fin del término ya la[16] presidía. Cuando por su soberbia perdió tantos amigos que no le reeligieron a la Casa,[17] continuó estudiando con tal empeño las cuestiones públicas,―la abolición de la esclavitud, la separación del Sur, la creación del Partido Republicano,―que su reelección fue al fin inevitable, y tan justo y continuo el favor de que por su ciencia política llegó a gozar en la Casa, que al cabo tuvo la ocasión nacional que apetecía cuando en un discurso famoso[18] llevó la voz de la comisión de los treinta y tres,[19] nombrada para aconsejar a los representantes la conducta que el Congreso había de seguir contra los estados rebeldes.
Y aprendía a la vez literatura con que adornar sus encopetadas oraciones, y cuantas leyes, datos e incidentes pudieran tener relación, por indirecta que fuese, con los asuntos entonces en debate;—por lo cual llegaron sus improvisaciones y réplicas a ser tan fáciles, sustanciosas y decisivas como los discursos de empeño, recamados de citas y vistosos como caballos caparazonados, que confiaba íntegros a su espléndida memoria. Hasta el fin de su vida pudo recitar enteros todos sus discursos importantes; lo que revela tanto poder de recordar como excesivo amor de sí: ¿qué valen, en lo grande del mundo, unos cuantos racimos de palabras? Dramas completos sabía de memoria, y lo más notable de los oradores antiguos y modernos, lo cual se ve en el peso de su palabra hablada y escrita, y en que no emitía al hablar, aun cuando fuera de improviso, legiones desordenadas de imágenes quasimodescas o de vocablos sin concierto, sino que cada palabra envolvía idea, y era concepto, bofetón o lanzazo. Solía entretener a sus amigos recitándoles composiciones de los maestros ingleses, y jamás viajaba sin un libro de versos: mas―siempre había un libro de versos sobre su escritorio en el Senado.―Pero ese conocimiento del asunto y de la forma, de que cuidó él como un actor de sus entradas y salidas, quedaba a menudo deslucido por su soberbia propensión a creer errados y culpables a cuantos diferían de él, aun cuando tuvieran en su abono una vida más limpia que la suya. Un día, por ejemplo, dijo al integérrimo reformista George William Curtis, que habla oro fino y escribe plata pura: “Bien dijo Johnson[20] que el patriotismo era el último refugio de los bribones”; pero él no sabía entonces todo lo que puede esconderse detrás de la palabra reforma! Azuzado por la pasión personal, llegaba su sátira a ser indigna del lenguaje admirable con que la investía; y la arrogancia, la emulación y el odio quitaban a su oratoria frecuentemente aquel arte sumo que consiste en ajustar la forma al pensamiento, y aquella belleza gloriosa y trascendental que solo da a las obras humanas la justicia.
Cada condición lleva consigo, como todo lo que existe en lo material o en lo espiritual, una cantidad igual de vida y muerte: Así en Conkling, que tuvo su fuerza y ayuda principales, así como su enemigo mayor, en el espíritu aristocrático de que creía ser encarnación viva. Él se reconocía con más deberes para consigo que para con el hombre; y tanto en lo mental como en lo corporal tuvo por su persona verdadero culto. Lo tuvo también por la amistad; y quien se la había mostrado podía estar seguro de su tenaz agradecimiento,―así como de su rencor, feroz a veces, el que hubiese querido ofenderlo en su gran vanidad o en su decoro quisquilloso. Si su amigo era pobre, por servirlo bajaría él hasta su pobreza; pero como quien hace merced, no como quien se da de igual a igual. Para él la República estaba equivocada, y lo de abajo no debía gobernar, y los de más mérito y fuerza debían ejercer su derecho natural al gobierno. ¿No era él una prueba de las diferencias naturales, con las dotes eximias que la vida había puesto en su cuerpo robusto y hermoso?
Por eso, tanto como por mantener el prestigio de la distancia, se negaba a tratar de cerca con las masas políticas; por eso con independencia de artista, esquivó siempre esas vanas reuniones sociales donde se habla sin seso y se congregan gentes vulgares y desconocidas; por eso no pudo mucho cuando Lincoln, aquel hijo sublime de “los de abajo”, y llegó a toda la fuerza de su poder cuando Grant, que en el cariño ciego que le mostró su pueblo solo encontró razón para despreciarlo. Con Grant fue fuerte Conkling, y con él dejó de serlo. Se le mostró hostil cuando Grant daba al otro Senador[21] de Nueva York el derecho de repartir los empleos federales en el Estado; pero jamás lo abandonó desde que accedió a su demanda el Presidente acobardado. Era el uno, el imperio sigiloso; y el otro, era el imperio elocuente. Grant necesitaba de aquella mente enérgica que Conkling sabía fruncir ante sus inferiores, pero suavizaba y escurría de modo que recibiera su influjo el general espantadizo sin darse cuenta de cómo ni con qué fin lo recibía. Los ambiciosos pasan estas vergüenzas. Al poder se sube casi siempre de rodillas. Los que suben de pie son los que tienen derecho natural a él.
No se veía la mano de Conkling donde se sabía que estaba su mano. Salió sin mancha personal, como Grant mismo, de aquellos años de descaro y rapiña, cuando el Secretario de la Marina[22] acaparó millones, y el de la Guerra[23] vendía por dinero los empleos, y al de Gobernación[24] lo echó del puesto la indignación pública, y el secretario del Presidente[25] cobraba el fruto de un fraude al Tesoro, y la familia del Presidente fraguaba para su beneficio con ayuda de la hacienda nacional la intriga ruinosa que acabó en el pánico del “viernes negro”.[26] Pero si sacó Conkling limpias las manos de entre aquellos robos, no pudo sacar limpia la lengua, constantemente empeñada en defensa del partido a que había ligado su fortuna, y del hombre a cuya sombra esperó llevarla a la cima. Él fue el pujante defensor de la tercera candidatura de Grant a la Presidencia, en la Convención misma[27] en que noventa y tres delegados votaron por Conkling para Presidente: al amparo de Grant iría él creciendo: Grant quería como él gobierno fuerte: de Grant se valdría él, como de instrumento poderoso para derribar a Blaine, cuyo influjo se mostraba ya entonces con arraigos tales que no pudo vencerlo el discurso célebre, épico, tempestuoso, con que―precedido de cuatro versos[28] y mantenido por trescientos seis delegados leales―apoyó Conkling a Grant para candidato del partido contra la candidatura de Blaine, que sin las fuerzas que supo allegar cuatro años después en la Convención posterior,[29] tuvo ya bastantes para lograr que el escogido no fuese Grant, sino Garfield,[30] Garfield,—muerto a manos del idiota.[31] Ambicioso que tomó asunto y consejo para su crimen en la envenenada querella donde se consumó la rivalidad de Blaine y Conkling, cuando este creyó mal pagados los servicios con que él y Grant aseguraron a Garfield la elección dudosa, y no remuneró el Presidente electo dando a Conkling, como parece que le tenía prometido, el derecho de repartir los empleos federales de su Estado, sino que, cediendo al influjo celoso de Blaine, nombró precisamente para aquellos puestos a los que en pro de Blaine habían movido más guerra contra Grant y Conkling: ¡Tales miserias oculta la política en sus pompas!
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[14] En El Partido Liberal: “diez y nueve”.
[15] Nueva York.
[16] Errata en El Partido Liberal: “lo”.
[17] Formó parte de la Cámara de Representantes entre 1859 y 1863, sufrió la derrota en su intento de relegirse en 1862 y volvió a ser electo en 1864.
[18] Referencia al discurso pronunciado por Roscoe Conkling el 30 de enero de 1861, en el que rechazaba enérgicamente la secesión y la guerra iniciada por los estados esclavistas del Sur. No ofrecía ninguna garantía, piedad o trato a los rebeldes: la única alternativa era que regresaran a sus hogares, se rindieran y se acogieran a la obediencia, porque esa rebelión era absolutamente ilegal y anticonstitucional.
[19] Comité Selecto de los Treinta y tres.
[20] Errata en El Partido Liberal: “Jhonson”. Andrew Johnson.
[26] En 1869, personajes cercanos al presidente Ulysses S. Grant provocaron, con turbias manipulaciones financieras, una crisis que se extendió a todo el país, bautizada con el nombre de Viernes negro, en atención al día de la semana en que estallara en Wall Street.
[27] Convención Nacional Republicana celebrada en Cincinnati, Ohio, del 14 al 16 de junio de 1876.
[28] José Martí se refiere al discurso de Conkling en la Convención Nacional Republicana de Chicago, el 6 de junio de 1880, cuando el senador nominó a Grant para un tercer mandato presidencial, aunque sin éxito. El mismo tiene un tono épico, exaltado, que destaca las victorias de Grant como militar y su labor como presidente. Según algunos especialistas en la vida y obra de Conkling, este es su discurso breve más famoso y mejor logrado. Comienza citando los siguientes versos, de la autoría del soldado Miles O’Reilly: “When asked what State he hails from, / Our sole reply shall be, / He comes from Appomattox, / And its famous apple-tree”. [En inglés; “Me preguntan de cuál estado él procede/ Una sola respuesta habría/ Él procede de Appomattox/ Y de su famoso manzano”.] Se ha atribuido al general Charles G. Halpine bajo el seudónimo de Private Miles O’Reilly, la autoría de esos versos, quien en la convención del Partido Demócrata de 1868 intentó proponer a Grant como candidato presidencial, aunque este no aceptó ser nominado por esa agrupación. Los versos aluden a la rendición de Robert E. Lee, el jefe militar de los confederados, el 9 de abril de 1865, ante Grant, al mando de las tropas de la Unión, en la casa de McLean, en la villa de Appomattox. Pero aún se sigue repitiendo desde entonces que el encuentro entre ambos ocurrió bajo un manzano, donde Lee recibió antes a dos emisarios de Grant para coordinar la reunión, versión corrida por los soldados del Sur quienes creyeron que uno de aquellos dos oficiales era Grant. Véanse las crónicas homónimas “Sucesos de la Quincena” y “El general Grant”, publicadas en La Nación, el 2 y 5 de junio, y el 27 de septiembre de 1885. (OCEC, t. 22, pp. 80-86 y 87-94, y 156-190).
[29] La Convención del Partido Republicano que nominó a Blaine para la presidencia tuvo lugar en Chicago del 3 al 6 de junio de 1884.
[30] Errata en El Partido Liberal: “Garfiel”. La Convención del Partido Republicano tuvo lugar en Chicago, del 2 al 8 de junio de 1880. Tras treinta y seis votaciones finalmente fue electo candidato presidencial James A. Garfield, quien no figuraba entre los candidatos iniciales.
[31] Charles J. Guiteau. Véase la crónica “Garfield ha muerto”, publicada en La Opinión Nacional, de Caracas, el 14 de octubre de 1881. (OCEC, t. 9, pp. 43-68).