XX.—Por eso hay un momento en que coinciden el continuo de la esfera, tal como sentía ese tema un contemporáneo de Aristóteles y la esfera que aparece en la mano del Niño Divino. Claro está que la discontinuidad tiene la misma raíz que la esencia perfectible, es solo el arco tenso. Es imposible representarse la corriente del devenir que choca con la discontinuidad. La poiesis es la forma o máscara de esa discontinuidad, es la única forma de provocar la visibilidad de lo creativo. Una de las esencias más pertinaces capeadas por el catolicismo, es haberle entregado ese devenir, ese continuo—para que tenga su alegría—, al pueblo, para que forme la sustancia de la unanimidad. En el mundo antiguo esa discontinuidad era operante en relación con el devenir y el continuo. El mundo iluminado que le sustituye, el orden sobrenatural cristiano, colocaba a la criatura dentro de esa conciencia de la unanimidad, pero como su trayectoria era desde la oscuridad hasta la paz, la discontinuidad no tenía necesidad de aislarse, era un atributo indeclinable de la persona. Pero para no caer en el mundo charmant de lo teologal, lo llevaré de nuevo a los poetas simbolistas que tanto nos placen. Yo sé que oyéndome usted no hay peligro que la palabra simbolista disminuya su poderío, pues para usted, como para mí, simbolismo es esa gran corriente poética que viene desde d poderoso Dante hasta el delicioso Mallarmé. Me parece feliz la frase de Valéry, aristocracia discontinua, hablando de Mallarmé. Así como Platón no pudo llegar en el Parménides a una definición de la unidad, podemos seguir pensando en la continuidad misteriosa, casi diríamos anteriormente resuelta de la poesía. Discontinuidad aparente; enlace difícil de las imágenes. Continuidad de esencias; prolongación del discurso y solución incomprensible de los enlaces, que nos hacen pensar en que el papel en que se apoyan desaparecería, seguiría trazando los signos en el aire, que de ese modo afirmaría su necesidad, su presencia incontrovertible ¿es entonces el papel una red? pero añadamos ¿el pensamiento pescado tiene que ser un pez muerto?

     ¿La poesía tiene que ser discontinuidad o un ente? ¿Es lo más valioso de ella el momento en que se verifica su ruptura? ¿Es posible una adaptación al no ser y después constituirse en ente? Si acaso existiera una proliferación incesante de lo discontinuo, no sabemos si tendríamos la suficiente fuerza óptica y si ello pudiera nacer con una imantación coincidente. O tal vez pudiéramos integrar un cuerpo de semejanzas cuando uno de sus extremos se humedece en las desemejanzas más laboriosas. Por eso creemos que algún día tendrá una justificación óntica el tamaño de un poema. Es decir, el tiempo que resiste en palabras la fluencia de la poesía, puede convertirse en una sustancia establecida entre dos desemejanzas, entre dos paréntesis que comprende a un ser sustantivo, que hace visible en estática momentánea una terrible fluencia, limitada entre el eco que se precisa y una coincidencia en el no ser, con los enemigos de nuestro cuerpo y de nuestra conciencia, que están prestos a destruirse en un ruido arenoso, pero que es la única nube que puede trasladar la piedra del río al espejo asustado de nuestra conciencia, despertada en el amanecer de lo desconocido incorporado como soplo.

     X.—Entonces es difícil, pero ávidamente existente, la relación entre el tamaño de un poema y la forma como caemos en la muerte. Si la poesía se nutre de la discontinuidad, no hay duda que la más lograda y gravitante discontinuidad es la muerte. Se habla de la muerte propia, pero hay en eso el protestantismo de enfatizar los fragmentos. Una vanidad siniestra que quiere detener los instantes para extraerle una espiga de trigo. Es un viento morboso lo que nos lleva a reclamar una muerte diferente. Sabemos que no podemos constituir en estilo la muerte de cada uno de nosotros. Sabemos que en ese acto de morir solo hay soledad de actor y espectador. Es cierto que Rilke tenía a su favor—cuando habló de la muerte propia—el que perseguía la más total diferenciación entre la sazón de la muerte (sazón de vida o de muerte fue expresión muy gustada por los estoicos) y la desarmonía del ser destruido. Si nuestra desenvoltura ha sido armoniosa, la coincidencia con el no ser quisiera crearnos un propio estilo de muerte. Pero la muerte que quisiera ser propia es en realidad sucesiva. La forma en que la muerte nos va recorriendo pasa desapercibida, pero va formando una sustancia igualmente coincidente, actuando como el espacio ocupado como un poema, espacio que muy pronto deviene sustancia, formado por la presencia de la gravitación de las palabras y por la ausencia del reverso no previsible que ellas engendran. El tamaño de un poema, hasta donde está lleno de poiesis, hasta donde su extensión es un dominio propio, es una resistencia tan compleja como la discontinuidad inicial de la muerte. Es decir, no hay el poema propio, sino una sustancia que de pronto invade constituyendo el cuerpo o la desazón sin ventura. La forma en que hay que tocarla o respetarla, abandonarla o poseerla, descarga en lo inmediato una cuantía tan inefablemente contraída que es imposible revisarla por el propio sujeto. El poeta es como un copista que al copiar prefiere hacerlo en éxtasis. Al desaparecer ese estado perentorio y resolver una forma de escritura, crearía entonces estilos ajenos con mano propia. Mientras que si copia, es tan misterioso reproducir una letra, un número. Al crear, al intentar hacerlo, la discontinuidad se hace tan desmesurada que es ya imposible la potencialidad coincidente.

     XX.—Poe que abrió las posibilidades de la imaginación simbolista, más que las coincidencias geométricas de sus protagonistas, utilizaba un recurso contrapuntístico de extraer de la marcha de sus relatos, un momento muy plástico, transmutado rápidamente en un eco. Quizás al paso del tiempo se nos borre la trama del Arthur Gordon Pym, pero determinados recursos plásticos son inolvidables por su fuerza para transmutar una sustancia que nuestros sentidos comprueban en su llegar a ser. Así los vapores del aceite de ballena, en la bodega del barco, son soporíferos, y eso produce la somnolencia distraída del Capitán para no prever la tripulación insurreccionada. Augusto está escondido en el cuarto secreto: escribo con sangre, tu vida depende de que continúes oculto. Augusto, borracho, después de la presencia del buque maldito, creyendo que se ha convertido en pez, pide un peine para quitarse las escamas antes de desembarcar. La extrañeza de Too Witt, jefe esquimal, ante la huida de su imagen en el espejo cuando él huye. Se encuentra en la isla un agua semejante a la goma arábiga, y que solo muestra su calidad de limpidez cuando cae en cascada. Si esos momentos están en los recuerdos se deben a que su plástica de nacimiento entrañaba una resistencia para no extinguirse en lo temporal.

     En general detesto la imaginación de Poe, me recuerda a 1830, cuando en la gastronomía se consideraba al nido de golondrinas como un plato exótico y reparador de excesos. En Cantón las 133 libras del de primera calidad valen 90 dólares, nos dice horrorizado. Olvidaba que ya Montaigne, viejo de buena boca, nos recuerda que Carlos V, en trance de halagar al rey de Túnez, le preparó con unos clavos odorantes un pavo real y dos faisanes, con un costo de cien escudos, entreabriendo nubecillas balsámicas por toda la vecinería.

     X.—Esos efectos, esos desprendimientos de blanca vaporosidad, escapan a nuestra vigilancia y dependen de la capacidad del espectador para remover lo recibido. La lejanía en que está guarnecida la reminiscencia, le impide acompañarnos cuando la necesitamos. Pero si nuestra voluntad no es decisiva para penetrar en la reminiscencia, constituyendo una sustancia o un espacio propicio a las iluminaciones, está tocada por una gracia o receptividad especial para apreciar los detalles de nuestra huida. Qué olvidados estaban los realistas cuando creían que la huida era asco del objeto, impedimento para descansar la mirada. La huida es decisión para penetrar en el reverso del hilo, en la otra cara que no existe de la medalla que no se toca. Casi siempre cuando oímos una voz es que estamos huyendo. Pero el terror no puede ser otra cosa que una espiral en los dentros de nuestra capacidad para recibir la tentación. Huyendo desarrollamos un espacio ciertamente que no iluminado, que aunque tampoco responde a las exigencias visibles de nuestra voluntad, constituye en su carnalidad la única precisión posible de nuestra gravedad y resistencia. La gravedad del que huye, del que tiene miedo y busca una claridad que le provoque un ámbito de compañía, está formando una sustancia exteriormente devoradora, pero que transporta la necesidad del silencio para preparar el trueque de la espera en la lleneza que se despereza y recobra su funcionalidad para los sentidos. Ninguna vida en potencia le ha comunicado a su espera una profundidad tan simbólica como Simón y Ana la profetisa. Habían vivido nutriendo su espíritu con el Hijo, adivinándolo a través de una capa densa de oraciones. Habían vivido en oración para el Encuentro: el silencio se realizaba. Simón habla con Ana; José y María con Simón y Ana la profetisa. Los griegos tenían su día del encuentro; pero en la dogmática católica es la Purificación de la Virgen, el día de las Candelas, en que el cuerpo del Hijo está largo rato lanzado de Simón a Ana, a María y a José. Según el Cardenal Berulle, citado por Hello, la Ceremonia de las Candelas es la fiesta del secreto de Dios.

     Así como la espera, la resistencia y la huida, pues la huida no apacienta sus recuerdos, sino los convierte en una punta con la que el miedo cósmico reactúa. Ataque y defensa innumerable en esa punta del miedo que aparece siempre felizmente para llevarnos a ganar el mejor espacio de la huida.

     XX.—Hay que evitar una antítesis irreconciliable entre lo predicho y su cumplimiento. Una imposible acidia es la consecuencia de las escalas gratuitas ante rem. Claro que no se trata solo de registrar la presencia de las cosas, pero no nos abandonaremos a las ausencias sin tener un sentido para ellas. No es un lujo de la inteligencia zarpar unas naves para contemplar unas arenas no holladas. Que nuestra demoníaca voluntad para lo desconocido tenga el tamaño suficiente para crear la necesidad de unas islas y su fruición para llegar hasta ellas. Un demiurgo se goza en fabricar la refinada coincidencia de un nominalismo y de la sigilosa evaporación de lo que tenemos que remontar después de la reminiscencia. Ya para nosotros lo que surge de la más brutal discontinuidad es la única iniciación para comprobar la necesidad real del tamaño de un poema; la legitimidad de una sustancia que después de una calmosa pausa líquida tiene que reaparecer. La discontinuidad es la única manera de aproximarnos a la reaparición incesante. Si nuestra impulsión se decide a preocuparse por su propio esplendor más que por su finalidad, al menos que esta ocupe una lejanía capaz de movernos la más desesperada de nuestras tensiones. Entre nosotros perderse significa morirse. Lo he perdido… quizás sea frase hecha por el no quererse morir, y soportarlo como perderse. Recuérdese a Pedro Antonio, el chocolatero, personaje de Unamuno, ante la muerte de su hijo. Quiere decirnos que entre nosotros la más decisiva discontinuidad, la muerte, es como extravío, como si nos decidiésemos au fond de l’inconnu, pero al mismo tiempo una impulsión indetenible para reaparecer, para diseñar islas después de la paradoja que más nos cuesta, pero que es la única forma que puede preludiar la segunda muerte.

José Lezama Lima

Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, abril, 1945, año II, no. 5, pp. 16-27. (Analecta del reloj. Ensayos, Ediciones Orígenes, Úcar, García y Cía., s.a., 1953, pp. 133-150; La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2014, pp. 168-190).