Designa con el pulgar un lado
de la escena detrás de él. Silencio.


     Marta. —Has hecho bien en no pasar la noche fuera.
     Luis Laine. —¡Estaba enredado en el calor, enmarañado en las sábanas!
     Y salí de la casa medio soñando, riendo, bostezando.
     Y marchaba desnudo, y de los pinos
     Las gotas de agua me caían entre la oreja y el hombro,
     Y de un golpe me lancé con la cabeza hacia delante
     En el mar, igual que la leche recién ordeñada,
     Y al subir devolví mi hálito y al mismo tiempo
     Vi que el sol se había levantado, y respirando de nuevo plenamente,
     Volcándome entre mis rodillas me hundí en lo hondo.
     Como una piedra que desaparece,
     Desciendo en la profundidad del mar.
     Y tan pronto nadaba como, de pie cerca de la orilla, me pasaba las manos por el cuerpo de arriba a abajo,
     Igual que un hombre que se despoja de una vestidura.

Se acuesta a todo lo largo
sobre la espalda.

     Marta. —¿Partimos mañana, como dijiste?
     Luis Laine, perezosamente. —Mañana…
     Ah, sí.
     —¿Mañana? ¿Dije yo eso?
     No sé lo que es ayer ni mañana. Hoy es bastante para mí.
     Marta. —Ahora que los dueños de la casa están ahí…

Silencio.

     Luis Laine. —¡Vuelo en el aire como un halcón, como un águila blanca planeando!
     Y veo la tierra aparecer bajo las llamas del sol, y oigo
     El crujido de la iluminación ganar
     La tierra bajo el esplendor del sol, y los ríos que fluyen según la giba de su cuerpo, y los paseantes que cambian de sitio brevemente.
     Y los ferrocarriles, y las casas dispersas, y las ciudades de los hombres en el polvo.
     Es la hora en que el obrero bostezando vuelve a poner la correa en la rueda, y el péndulo oscila sobre el encerado.
     —Pero a mí solo me importa si encontraré un conejo antes de que entre al bosque, o una pava sobre la rama.
     Marta. —Oye,
     Preferiría irme, como dijiste.
     Luis Laine. —¿Por qué?
     Marta. —Decías que nos iríamos lejos y que tendríamos una casa nuestra.
     Haré lo que tú quieras, Luis.

     (Profundamente): —No me gustan estas gentes.
     Sin duda es amable el haberte colocado para vigilar.
     Pero no me gusta ese hombre, cuando te mira así, fijamente, con la mano en su bolsillo, como si contara adentro lo que vales.
     Y esa mujer —es sin duda su mujer—,
     (Expresivamente) Con esos ojos que tiene!
     No ríe nunca y parece que siempre está riendo.
     Luis Laine. —¡Mira, allá! ¿Eh? A ras del cabo, ¿la ves?
     Marta. —Pero, ¿qué?
     Luis Laine. —¡La humareda! ¿no ves la humareda?
     Es la Vieja—de—abajo—de—la—Ola, que cocina;
     Tiene conchas por orejas. Su chimenea sobresale cuando la marea baja.
     Y sus cuartos están llenos de trastos de marinos, más que las casas de préstamos; y de relojes, y de silbatos,
     Y de campanas con el nombre del navío; y de piezas de oro y de plata que el mar ha gastado como guijas; y de sacos de granates.
     Un día que el fogonero del “Narragansett” …
     Marta, tiernamente. —¡Siempre tienes historias que contar!
     Luis Laine. —Yo no fui criado
     En las ciudades de calles infinitas, llenas de gente, sino donde la hoja espesa del árbol se estremece ante el cielo color de fuego.
     Una araña
     Me había atado por la muñeca con un hilo, y tenía la yerba hasta el cuello.
     Y desde el centro de su tela ella me contaba historias, como una mujer sentada.
     Y yo conocía a las hormigas según su nación,
     Cuando van y vienen como los obreros que descargan los barcos, como los aserradores de madera que se van llevando las planchas de dos en dos.
     Era en casa de mi nodriza.
     Enseguida mi padre me tomó con él en su oficina, pero yo no sabía nada y me iba a pasar el día en el horno de carbón
     Para leer la Biblia, y cogía dinero de la caja;
     Y él me expulsó de la casa.
     Tengo sangre de indio en las venas. Ellos tenían un dios al que llamaban “El Mentiroso”,
     Porque no ha vuelto.
     Marta. —¿Y fue entonces cuando atravesaste el océano blanco
     Para venir hasta donde yo estaba y tomarme?
     Luis Laine. —He leído el final de un libro sobre ellos; no se sabe por dónde los hombres rojos vinieron,
     Sin traer nada consigo, a esta tierra que era como un fundo abandonado, y había demasiado sitio para ellos.
     Y vivían haciendo la guerra a los animales que la poblaban;
     Y los conocían por sus nombres, y sus tribus habían hecho alianza.
     Pero los blancos vinieron atravesando la vastedad del mar;
     Y cultivaron un campo y, recogiendo las piedras, hicieron un muro en torno y cada uno vive en el sitio en que está.
     Y el antiguo guerrero se va, como en el ala de la humareda.

     —¡Ahora veo los millones de hombres que viven aquí!
     Marta. —¿En qué piensas?
     Luis Laine. —Quisiera ser carpintero.
     Marta. —¿Carpintero?
     Luis Laine. —Quisiera ser conductor de diligencia en California.
     Marta. —Va a hacer calor hoy.

Silencio.

     Luis Laine. —Son las diez. Y el sol sube en la fuerza de su muslo.
     No es ya la hora en que el agua de los lagos tiene el color de la flor del manzano,
     Blanco con un poco de rosa, y la cara del niño se abre como una rosa roja.
     Mas, con la izquierda, golpeas a los hombres con una luz centelleante,
     Y el sudor brilla sobre sus frentes, y te miran enseñando los dientes de arriba.
     La activa sierra
     Flamea a través de la plancha, y las fábricas están llenas, y las escuelas; y el obrero de rodillas,
     Con un perno entre los dientes, recoge su pinza y en el interior de la Bolsa
     Los hombres de dinero con ojos de sordos ladran y agitan las manos.
     Y el domingo irán a los campos y traerán hojas y ramos de flores amarillas.
     Pero yo no hago nada en el día, y cazo completamente solo, mientras los rayos del sol cambian de sitio, escuchando el grito de la ardilla.
     —¿Y cuánto queda todavía?
     Marta. —Ya no queda nada
     Luis Laine, levantando la cabez —¿Cómo, nada? nada?
     Marta. —Ya no queda nada.
     Luis Laine. —¡Ya!
     ¡De todo ese dinero que trajiste!…
     —Me haré tendero en el Oeste. Puede hacerse plata. Puede hacerse la banca con los mineros.
     Marta, quejumbrosamente. —¿Me amas, Laine?
     Luis Laine. —¡Las mujeres siempre haciendo esa pregunta!
     Marta. —¿Las mujeres? ¿Qué mujeres?
     Luis Laine. —¿No eres tú también una mujer?
     Marta. —¿Una mujer también? ¡No hay mujeres!
     ¡Soy desdichada, Laine, soy celosa, Laine! Y quisiera siempre estar contigo.
     Y cuando te vas, tengo pena y resentimiento.
     Y quisiera seguirte, y estar junto a ti sin que lo sepas, y saber todo lo que haces.
     Pues acaso vas con otras mujeres y no me lo dices.
     ¿Qué haría la mujer sin el hombre?
     Pero del hombre hacia la pobre mujer, en su corazón,
     No hay nada necesario ni duradero. Y es esa mi duda y mi tormento.
     ¿No son bien tontas las mujeres?
     Luis Laine. —Sí.
     Marta. —Pero dime, ¿tú me amas?
     Luis Laine. —Eso es asunto mío.
     Es vergonzoso para un hombre hablar de esas cosas a la luz del día.