PRESENTACIÓN DEL TEATRO DE PAUL CLAUDEL

“Solo yo poseo la clave de esta parada salvaje”.

Arthur Rimbaud

Danse—la—Nuit, Volpilla—la—Chèvre, Strombo, abren con risas y paso de danza el cortejo, tropillas ligeras de la noche fáustica, del rocío shakespiriano. Cuando la graciosa obertura de esos espíritus libres se ha desvanecido (algún fauno rezagado va quitándose la máscara), aparece con su porte trágico, con su rostro feroz y devastado, Testa de Oro en la luz revuelta que sucede a las batallas y a las tempestades. Es el Rey individual, absoluto y amargo; el Rey, no por la gracia de Dios, sino por el orgullo y la soledad del hombre. Su poder es su sed insaciable. La tierra se extiende ante él planetaria, concreta, imposible. Cada cosa que toca se vuelve infinita. ¡Oh furioso Conquistador, Majestad árida!

     Detrás fluye una multitud rumorosa de amantes, burgueses, obreros, conspiradores, políticos, mendigos, primero cuchicheante en los jardines enlunados, poco a poco rugiente en las plazas de París, cuya espesa clausura saltará hecha pedazos ante la cólera de Avare, el anarquista, el impaciente. Pasa como una sombra Isidore de Besme, el ingeniero, que ha sentido el horror de la inutilidad, el gusto de la nada en la lengua. Pasa como una llama fija Coeuvre, el poeta, que más al fondo ha tocado la raíz del Corazón y de la Obra, y el misterio carnal de la palabra lo llevará al Verbo y a la fundación, otra vez, de la Ciudad.

     Ahora son cuatro figuras escuetas las que transcurren, mientras el telón sugiere una playa calurosa del Pacífico americano. Luis Laine se detiene y dice: yo soy el hambre salvaje de huir, de romper; Testa de Oro seria mi abuelo y Avaro mi padre, si ellos hubieran podido engendrar hijos; pero yo estoy solo en el universo incomprensible —parecido también a Cebes cuando dice: “Heme aquí, imbécil, ignorante, hombre nuevo delante de las cosas desconocidas”. Marta, su mujer, se adelanta y exclama: ¡yo soy la fidelidad, un Orden existe! Tocada a veces por el ala de furia de Casandra, la actriz Lechy Elbernon se acerca a las candilejas para declamar: la vida, como el teatro, es prostitución; yo soy la ausencia de toda Ley, pero soy también la fantasía. ¡Amadme! y cerrando este grupo de absortos, Thomas Pollock Nageoire suena su fajo de billetes en medio del resplandor del incendio, y declara: yo administro los bienes, yo compro y vendo las cosas de este mundo; y si un mendigo me ofrece la gracia de Dios a cambio de dinero, no despreciaré la oferta.

     Es ahora cuando se oye por vez primera la aguda carcajada femenina sobre la inestabilidad vacía de las olas, relámpago blanquísimo en el mediodía terrible del deseo. Una mujer espléndida pasa arrastrando un torbellino de hombres (Almarie, De Ciz, Mesa, otros que no vemos), una nebulosa de hombres a medio hacer, de hijos y baúles y cajas de sombreros. Es Isé, la mujer fuera del Orden pero que entreabre el Paraíso, la única que posee, como una semil1a, en su cuerpo y en su alma indivisibles, el nombre y el secreto y el ser de ese taciturno que la sigue. Y los dos prosiguen deslumbrados por la explosión creciente de un deseo cuyo objeto no conocen. “Oh Eros, hijo de Poros y Penia!

     Desde el fondo medieval de la esperanza, no de la nostalgia, pausadamente surgen Anne Vercors, sacramental. ante la inmensa ceremonia de las estaciones y los astros: agricultor, peregrino, patriarca solemne, partiendo el pan de la harina y las palabras; Pierre de Craon, el constructor de catedrales, que recibe la escama de la lepra por la violencia de su sed; Mara la oscura, la mala, la ardiente; Mara retorcida como una negra llama de fe; y como impenetrable para todos por su misma transparencia, criatura del trigo y del vitral, Violaine, la doncella, suspendiendo la ingravidez de la gracia sobre la pesadumbre del deseo.

     Los personajes que ahora llegan están ataviados según la moda de tres épocas llenas de encanto. de audacia y de un cinismo extravagante: el Imperio napoleónico, el reinado de Luis Felipe y el Segundo Imperio. Viene el Papa, que es la Iglesia, rehén y balanza; vienen el vizconde de Coûfontaine y su prima Sygne, con su tic nervioso, ostentando los atributos de la aristocracia destruida para ser mezclada; viene Toussaint Turelure, el bastardo, el plebeyo, el violento, con la voracidad social y económica de los nuevos tiempos, y detrás su hijo y asesino Luis, que parece escapado: con su amante Lumir, la patriota polaca, de una novela de Dostoievski: y viene por último Sichel, la judía, con su padre Ali, rompiendo las barreras seculares de la sangre y la religión. Y no olvidemos a Pensée de Coûfontaine, la hija de Luis y de Sichel, la joven ciega, escoltada de Orso y Orián de Homodarmes, que trae un niño en sus entrañas, pero el destino de ese niño lo desconocemos. Y, fijaos, Sygne aferra entre los brazos rígidos —más como última posesión de la familia que como prenda de fe— los pedazos mal soldados del feroz crucifijo de bronce de los Coûfontaine. (Una Grecia de pacotilla brinca y gesticula alrededor, burlándose de estos personajes tan amargos y tan serios. Como un número de Circo, pasan rápidamente Proteo y sus focas).

     Pero las raíces del oscuro conflicto había que buscarlas en la sangre espesa de! Renacimiento y en la gesta de la Contra Reforma: Castilla contra el azulejo mágico del Islam y el blancor infinito de la mente protestante. Por eso irrumpe ahora atropellándose, hablando alto y haciendo el mayor ruido posible, la tropa más numerosa, pintoresca y abigarrada de este desfile, encabezada por el velazqueño Anunciador: sombrero de plumas, bastón encintado y ancho cinturón. Jesuitas, caballeros y damas principales, Carlos V y Felipe II, cancilleres, políticos, misioneros, gramáticos, piratas, soldados, el chino, la negra Jobarbara, el sargento napolitano, Doña Música y el Virrey de Nápoles en un bosque de Sicilia, el Ángel Guardián enrollando el hilo de su caña de pescador, Santiago, la Sombra Doble del hombre y la mujer, la Luna, las ballenas, una carta misteriosa y todo lo imaginable hacen el grueso de este barroco escuadrón de personajes que afluyen de todo el universo físico y espiritual. Presidiéndolo vemos a los amantes desgarrados, cuyo anhelo se expande más allá de la posesión inmediata, pero también más allá del renunciamiento: Doña Prouhèze, pariendo en el dolor su sustancia de estrella, y Don Rodrigo, viva yesca, el hombre del deseo, el hombre de América. ¡Ya no son los límites de la Ciudad o de la Historia, ahora son las puertas de la Creación las que se abren ante el ojo atónito! ¡Liberación a las almas cautivas!

     Clausuran majestuosamente el desfile. Cristóbal Colón, el verificador de la Tierra, cargado de cadenas, y Juana de Arco portando un estandarte rojo en el que se lee: Herética! Relapsa!

     Todo ello envuelto en un estruendo de fanfarrias triunfantes.

Cintio Vitier

El Canje

Personajes:

LUIS LAINE.
THOMAS POLLOCK NAGEOIRE.
MARTA.
LECHY ELBERNON.

ACTO PRIMERO

     América. Litoral del Este. Una playa al fondo de una bahía ceñida de rocas y colinas boscosas; los árboles descienden hasta el mar. La marea está baja y deja la arena al descubierto. Primeras horas de la mañana.

     Marta está sentada bajo los árboles, con los ojos fijos en tierra. Luis Laine, un joven magro y robusto, de cabellos negros y piel cobriza, sale del agua y vuelve junto a ella. Se enjuga el cuerpo indolentemente con la yerba que arranca, después, poniéndose en cuclillas, permanece en silencio. Con el mentón, hace un pequeño signo, mostrando la línea del horizonte.

     Marta. —La jornada clara, que dura hasta su consumación!
     Di, Luis, toda la noche ha llovido
     A cántaros, como llueve aquí, y yo
escuchaba el agua, pensando en todos aquellos que la escuchan
     En ese mismo instante, los que se han despertado o los que no duermen todavía.
     El mar en la marea de Medianoche desbordaba
     Con todo su ruido, escupiendo contra la puerta cerrada.
     Helo aquí que se ha retirado, y dos veces llenará, sus bordes siguiendo a la Luna
     Y al Sol, hasta que este sea retirado de los hombres como una lámpara.
     Para que puedan dormir.
     —¿Pero tú no has pasado la noche fuera?

     Luis Laine, volviéndose a poner el pantalón y la camisa, color sangre de buey.

      —¡Bah!
     Otros tiempos peores he visto.
     —Pero estaba acostado en un lecho.
     Marta. —¿Dónde?
     Luis Laine. —En casa de ellos.