Pero la posibilidad de un cambio tal de punto de vista es inconcebible sin experiencia. En el momento en que nos resolvemos a consentir a la necesidad, no podemos prever los frutos de ese consentimiento. Es verdaderamente en primer término pura absurdidad. Por eso es verdaderamente sobrenatural. Es la obra de la gracia sola. Dios lo opera en nosotros sin nosotros, con tal solamente que nos dejemos hacer. Cuando tomamos conciencia de ello, la operación ya está hecha, nos encontramos comprometidos sin habernos comprometido nunca; no podemos ya apartarnos de Dios sino por un acto de traición.
Como un plano horizontal es la unidad de la cara superior y de la cara inferior, la necesidad es para la materia la intersección de la obediencia a Dios y de la fuerza brutal que somete a las criaturas. A ese mismo nivel de la intersección, hay en la necesidad participación de una parte en la sujeción, de otra parte, en la inteligencia, en la justicia, en la belleza, en la fe. La parte de sujeción es evidente. Hay por ejemplo algo duro, metálico, opaco, irreductible al espíritu en la conexión entre las diferentes propiedades del triángulo y el círculo.
Pero, así como el orden del mundo, en Dios, es una Persona divina, que se puede llamar Verbo ordenador o Alma del Mundo, así en nosotros, los hermanos menores, la necesidad es relación, es decir pensamiento en acto. “Los ojos del alma”, dice Spinoza, “son las demostraciones mismas”. No está en nuestro poder modificar la suma de los cuadrados de los lados en el triángulo rectángulo, pero no hay suma si el espíritu no la opera concibiendo su demostración. Ya en el dominio de los números enteros uno y uno pueden permanecer lado a lado durante la perpetuidad de los tiempos, no serán nunca dos si una inteligencia no opera el acto de añadirlos. Solo la inteligencia atenta tiene la virtud de operar las conexiones, y en cuanto la atención se afloja las conexiones se disuelven. Sin duda hay en nosotros conexiones muy numerosas llegadas a la memoria, a la sensibilidad, a la imaginación, al hábito, a la creencia, pero no encierran la necesidad. Las conexiones necesarias, que constituyen la realidad misma del mundo, no tienen ellas mismas realidad sino como objeto de la atención intelectual en acto. Esta correlación entre la necesidad y el acto libre de la atención es una maravilla. Cuanto mayor es el esfuerzo indispensable de atención, más visible es esta maravilla. Es mucho más visible respecto a las verdades fundamentales que conciernen a las cantidades llamadas irracionales, como la raíz de dos, que respecto a las verdades fundamentales que conciernen a los números enteros. Para concebir las primeras con el mismo rigor que las segundas, para concebirlas como rigurosamente necesarias, es preciso un esfuerzo de atención mucho mayor. Por eso son mucho más preciosas.
Esta virtud de la atención intelectual da una imagen de la Sabiduría de Dios. Dios crea por el acto de pensar. Nosotros, por la atención intelectual, no creamos ciertamente, no producimos ninguna cosa, sin embargo, en nuestra esfera suscitamos en cierto modo la realidad.
Esta atención intelectual está en la intersección de la parte natural y la parte sobrenatural del alma. Teniendo por objeto la necesidad condicional, no suscita sino una medio-realidad. Conferimos a las cosas y a los seres en torno, en tanto está en nosotros, la plenitud de la realidad, cuando a la atención intelectual añadimos esta atención todavía superior que es aceptación, consentimiento, amor. Pero ya el hecho de que la relación que compone el tejido de la necesidad esté pendiente del acto que opera nuestra atención, hace de ella una cosa nuestra y que podemos amar. Por eso todo ser humano que sufre se alivia un tanto, por poco que tenga alguna elevación de espíritu, cuando concibe claramente la conexión necesaria de las causas y de los efectos que produce su sufrimiento.
La necesidad tiene parte también en la justicia. En un sentido sin embargo es lo contrario de la justicia. No se ha comprendido nada en tanto no se sabe qué diferencia hay, como dice Platón, entre la esencia de lo necesario y la del bien. La justicia para el hombre se presenta de entrada como una elección, elección del bien y rechazo del mal. La necesidad es ausencia de elección, indiferencia. Pero es principio de coexistencia. Y en el fondo para nosotros la suprema justicia es la aceptación de la coexistencia con nosotros de todos los seres y de todas las cosas que de hecho existen. Está permitido tener enemigos, pero no desear que no existan. Si realmente no se tiene en sí ese deseo, no se hará nada tampoco para poner fin a su existencia, fuera de los casos de obligación estricta; no se les hará ningún mal. No hay nada más prescrito, si se entiende bien que abstenerse con respecto a un ser humano del bien que se tiene ocasión y derecho de hacerle, es hacerle mal. Si se acepta la coexistencia con nosotras de los seres y las cosas, no seremos tampoco ávidos de dominación y de riqueza, pues la dominación y la riqueza no tienen otro uso que lanzar sobre esta coexistencia un velo, disminuir la parte de todo lo que es otro que uno. Todos los crímenes, todos los pecados graves son formas particulares del rechazo de esta coexistencia; un análisis suficientemente ceñido lo mostraría para cada caso particular.
Hay analogía entre la fidelidad del triángulo rectángulo a la relación que le prohíbe salir del círculo del cual su hipotenusa es el diámetro y la de un hombre que, por ejemplo, se abstiene de adquirir poder o dinero al precio de un fraude. La primera puede ser mirada como un perfecto modelo de la segunda. Puede decirse otro tanto, cuando se percibe la necesidad matemática en la materia, de la fidelidad de los cuerpos flotantes a salir del agua precisamente tanto como lo exige su densidad, ni más ni menos. Heráclito decía: “El sol no rebasará sus límites; de otro modo las Erinnias, servidoras de la Justicia, lo cogerían en flagrante delito”. Hay en las cosas una fidelidad incorruptible a su sitio en el orden del mundo, fidelidad de la que el hombre puede presentar el equivalente solo una vez llegado a la perfección, una vez hecho idéntico a su propia vocación. La contemplación de la fidelidad de las cosas, sea en el mundo visible mismo, sea en las relaciones matemáticas o análogas, es un poderoso medio de llegar a ello. La primera enseñanza de esta contemplación es no elegir, consentir igualmente a la existencia de todo lo que existe. Este consentimiento universal es la misma cosa que el desasimiento, y hasta el apego más débil o más legítimo en apariencia, lo obstaculiza. Por eso es preciso no olvidar nunca que la luz brilla igualmente sobre todos los seres y todas las cosas. Es así la imagen de la voluntad creadora de Dios que soporta igualmente todo lo que existe. Es a esta voluntad creadora a lo que nuestro consentimiento debe adherirse.
Lo que permite contemplar la necesidad y amarla, es la belleza del mundo. Sin la belleza no sería posible. Pues, aunque el consentimiento sea la función propia de la parte sobrenatural del alma, no puede de hecho operarse sin una cierta complicidad de la parte natural del alma y aun del cuerpo. La plenitud de esta complicidad, es la plenitud de la alegría; la extrema desdicha al contrario hace esta complicidad al menos por un tiempo del todo imposible. Pero aún los hombres que tienen el privilegio infinitamente precioso de participar en la cruz del Cristo no podrían alcanzarlo si no hubieran atravesado la alegría. El Cristo conoció la perfección de la alegría humana antes de ser precipitado al fondo de la congoja humana. Y la alegría pura no es otra cosa que el sentimiento de la belleza.
La belleza es un misterio; es lo más misterioso que hay aquí abajo. Pero es un hecho. Todos los seres reconocen su poder, incluyendo los más rudos o los más viles, aunque muy pocos posean su discernimiento y uso. Es invocada en la más baja disipación. De una manera general, todos los seres humanos emplean las palabras que se relacionan con ella para designar todo eso a lo que ellos vinculan, con razón o sin ella, un valor, cualquiera que sea la naturaleza de ese valor. Diríase que ven a la belleza como el valor único.
No hay aquí abajo, propiamente hablando, más que una sola belleza, es la belleza del mundo. Las otras bellezas son reflejos de esta, sea fieles y puros, sea deformados y manchados, sea incluso diabólicamente pervertidos.
De hecho, el mundo es bello. Cuando estamos solos en plena naturaleza y dispuestos a la atención, algo nos lleva a amar lo que nos rodea y que, sin embargo, solo está formado de material brutal, inerte, muda y sorda. Y la belleza nos conmueve tanto más vivamente cuando la necesidad aparece de una manera más manifiesta, por ejemplo, en los pliegues que la gravedad imprime a las montañas o a las olas del mar, o en el curso de los astros. En la matemática pura también, la necesidad resplandece de belleza.
Sin duda la esencia misma del sentimiento de la belleza es el sentimiento de que esa necesidad, una de cuyas caras es sujeción brutal, tiene como otra cara la obediencia a Dios. Por efecto de una misericordia providencial, esta verdad se ha hecho sensible a la parte carnal de nuestra alma y aún en cierto modo a nuestro cuerpo.
Este conjunto de maravillas es consumado por la presencia, en las conexiones necesarias que componen el orden universal, de las verdades divinas expresadas simbólicamente. Es esa la maravilla de las maravillas, y como la firma secreta del artista.
Se hace doble agravio a la matemática cuando se la mira solo como una especulación racional y abstracta. Ella es eso, pero es también la ciencia misma de la naturaleza, una ciencia del todo concreta, y es también una mística. Las tres cosas juntas e inseparablemente.
Cuando se contempla la propiedad que hace del círculo el sitio de los vértices de los triángulos rectángulos que tienen la misma hipotenusa, si uno se representa al mismo tiempo un punto describiendo el círculo y la proyección de ese punto sobre el diámetro, la contemplación puede extenderse muy lejos hacia lo alto y lo bajo. La conexión de los movimientos de los dos puntos, uno circular, el otro alternativo, encierra la posibilidad de todas las transformaciones de movimiento circular en alternativo, e inversamente, que son la base de nuestra técnica. Esa conexión es el tejido mismo de la operación por la cual un amolador afila unos cuchillos.
De otra parte, el movimiento circular, si se concibe no un punto, sino un círculo entero girando sobre sí mismo, es la imagen perfecta del acto eterno que constituye la vida de la Trinidad. Este movimiento constituye una operación sin ningún cambio que se riza sobre sí mismo. El movimiento alternativo del punto que va y viene sobre el diámetro, encerrado por el círculo, es la imagen del devenir de aquí abajo, hecho de rupturas de equilibrio sucesivas y contrarias, equivalente cambiante de un equilibrio inmóvil y en acto. Este devenir es sin duda la proyección aquí abajo de la vida divina. Como el círculo encierra el punto móvil sobre el diámetro, Dios asigna un término a todos los devenires de aquí abajo. Como dice la Biblia, él encadena las olas del mar. El segmento de la recta que une el punto del círculo a su proyección sobre el diámetro es en la figura un intermediario entre el círculo y el diámetro; al mismo tiempo, desde el punto de vista de las cantidades, es, en tanto que media proporcional, la mediación entre las dos partes del diámetro que están de una parte y otra del punto. Es la imagen del Verbo. De una manera general, el círculo es necesario a la construcción de toda media proporcional entre cantidades cuya relación no es un número racional a la segunda potencia; y la media es siempre dada por una perpendicular que se une a un punto del círculo en el diámetro. Si se prolonga la perpendicular del otro lado, se tiene una cruz inscrita en un círculo. Si los términos entre los cuales se busca una media están en la relación de uno a dos, se demuestra que ningún número entero puede ofrecer la solución porque debería ser a la vez par e impar. Por eso puede decirse que la cantidad que construye esta media y que es la medida de este segmento de recta es la vez par e impar. Los Pitagóricos miraban la oposición entre impar y par como una imagen de la oposición entre sobrenatural y natural, a causa del parentesco del impar con la unidad. Todo eso está encerrado en el acto de un amolador o de una costurera que mueve una rueda por medio de un pedal.