DE INTUICIONES PRE-CRISTIANAS[1]

La necesidad matemática es un intermediario entre toda la parte natural del hombre, que es materia corporal y psíquica, y la parcela infinitamente pequeña de sí mismo que no pertenece a este mundo. El hombre, aunque se esfuerce, pero a menudo vanamente, por mantener en sí la ilusión contraria, es aquí abajo el esclavo de las fuerzas de la naturaleza, que lo superan infinitamente. Esta fuerza que gobierna el mundo y hace obedecer a todo hombre, como un amo armado de un látigo hace obedecer con seguridad a un esclavo, es lo mismo que el espíritu humano concibe bajo el nombre de necesidad. La relación de la necesidad con la inteligencia no es ya la relación del amo con el esclavo. No es tampoco la relación inversa, ni de dos hombres libres. Es la relación del objeto contemplado con la mirada. La facultad que en el hombre mira la fuerza más brutal, como se mira un cuadro, nombrándola necesidad, no es lo que en el hombre pertenece al otro mundo. Está en la intersección de los dos mundos. La facultad que no pertenece a este mundo es la del consentimiento. El hombre es libre de consentir o no a la necesidad. Esta libertad no es actual en él sino cuando concibe la fuerza como necesidad, es decir cuando la contempla. No es libre para consentir a la fuerza como tal. El esclavo que ve el látigo levantarse sobre él no consiente, no rehúsa su consentimiento, tiembla. Sin embargo, bajo el nombre de necesidad, es de fijo a la fuerza brutal a lo que consiente el hombre; cuando consiente, es por cierto, al látigo. Ningún móvil, ningún motivo puede ser suficiente para ello. Este consentimiento es una locura, la locura propia del hombre, como. la Creación, la Encarnación, la Pasión constituyen juntas la locura propia de Dios. Las dos locuras se responden. No es sorprendente que este mundo sea por excelencia el lugar de la desdicha, pues sin la desdicha perpetuamente suspendida ninguna locura por parte del hombre podría hacer eco a la de Dios, que está ya contenida por entero en el acto de crear. Pues, creando, Dios renuncia a ser todo, abandona un poco de ser a lo que es otro que Él. La creación es renunciamiento por amor. La verdadera respuesta al exceso del amor divino no consiste en infligirse voluntariamente un sufrimiento, pues el sufrimiento que uno se inflige a sí mismo, por intenso, largo, violento que sea, no es destructor. No está en el poder de un ser destruirse a sí mismo. La verdadera respuesta consiste solamente en consentir a la posibilidad de ser destruido, es decir, a la posibilidad de la desgracia, prodúzcase efectivamente o no. Uno no se inflige nunca la desgracia, ni por amor, ni por perversidad. A lo más puede, bajo una u otra inspiración, dar distraídamente y como sin saberlo, dos o tres pasos que conduzcan al punto resbaladizo a partir del cual uno se vuelve la presa de la pesantez o cae sobre piedras que rompen los riñones.

     El consentimiento a la necesidad es puro amor y aún en cierta forma exceso de amor. Este amor no tiene por objeto la necesidad misma ni el mundo visible del cual es la estofa. No está en el poder del hombre amar a la materia como tal. Cuando un hombre ama un objeto, es o bien porque aloja en él mediante el pensamiento una porción de su vida pasada, a veces también un porvenir deseado, o bien porque ese objeto se relaciona con otro ser humano. Se ama un objeto que es el recuerdo de un ser amado, una obra de arte que es el trabajo de un hombre de genio. El universo es para nosotros un recuerdo; ¿de qué ser amado? El universo es una obra de arte; ¿qué artista es su autor? No poseemos respuesta a estas preguntas. Pero cuando el amor de donde procede el consentimiento a la necesidad existe en nosotros, poseemos la prueba experimental de que hay una respuesta. Pues no es por el amor de los otros hombres que consentimos a la necesidad. El amor de los otros hombres es en un sentido un obstáculo a ese consentimiento, pues la necesidad aplasta a los demás tanto como a nosotros. Es por el amor de algo que no es una persona humana, y que sin embargo es algo corno una persona. Pues lo que no es algo como una persona, no es objeto de amor. Cualquiera que sea la creencia profesada con respecto a las cosas religiosas, incluyendo el ateísmo, allí donde hay consentimiento completo, auténtico e incondicional a la necesidad, hay plenitud de amor de Dios; y en ninguna otra parte. Ese consentimiento constituye la participación en la Cruz del Cristo.

     Nombrando Logos a ese ser humano y divino que amaba por encima de todo y del que era querido, San Juan encerró en una palabra, entre otros muchos pensamientos infinitamente preciosos, toda la doctrina estoica del amor fati. Esta palabra Logos, tomada a los estoicos griegos que la habían recibido de Heráclito, tiene muchas significaciones, pero la principal es esa ley cuantitativa de variación que constituye la necesidad. Fatum y logos están por lo demás emparentadas semánticamente. El fatum, es la necesidad, la necesidad, es el logos, y logos es el nombre mismo del objeto de nuestro más ardiente amor. El amor que San Juan tenía a aquel que era su amigo y su señor, cuando estaba inclinado sobre su pecho durante la Cena, es ese mismo amor que debemos tener al encadenamiento matemático de causas y efectos que, de tiempo en tiempo, hace de nosotros una especie de papilla informe. Manifiestamente eso es locura.

     Una de las palabras más profundas y más obscuras del Cristo hace aparecer esta absurdidad. El reproche más amargo que hacen los hombres a la necesidad, es su indiferencia absoluta a los valores morales. Justos y criminales reciben igualmente los beneficios ¿el sol y de la lluvia; justos y criminales son igualmente heridos de insolación, ahogados en las inundaciones. Es precisamente esta indiferencia lo que el Cristo nos invita a mirar como la expresión misma de la perfección de nuestro Padre celeste y a imitar. Imitar esa indiferencia, es simplemente consentir en ello, es aceptar la existencia de todo lo que existe, incluyendo el mal, excepto solamente la porción de mal que tenemos la posibilidad y la obligación de impedir. Mediante esta simple palabra el Cristo anexó todo el pensamiento estoico, y al mismo tiempo Heráclito y Platón.

     No se podría nunca probar que una cosa tan absurda como el consentimiento a la necesidad sea posible. Se puede solamente constatarlo. Hay de hecho almas que consienten.

     La necesidad es exactamente el intermedio entre nuestra naturaleza y nuestra facultad infinitamente pequeña de libre consentimiento, pues nuestra naturaleza le está sometida y nuestro consentimiento la acepta. De igual modo, cuando pensamos el universo, pensamos también la necesidad como el intermediario entre la materia y Dios. Como nosotros consentimos a la necesidad, Dios el primero por un acto eterno consiente en ella. Pero lo que nombramos en nosotros consentimiento, su análogo en Dios lo nombramos voluntad. Dios hace existir la necesidad extendida a través del espacio y el tiempo por el hecho de que Él la piensa. El pensamiento de Dios es Dios; y en ese sentido el Hijo es la imagen del Padre; el pensamiento de Dios es también el orden del mundo, y en ese sentido el Verbo es el ordenador del mundo. El orden del mundo, en Dios, es el ordenador del mundo, pues en Dios todo es sujeto, todo es persona.

     Así como el Cristo es, de una parte, mediador entre Dios y el hombre, de otra parte, mediador entre el hombre y su prójimo, así la necesidad matemática es mediadora de una parte entre Dios y las cosas, de otra parte, entre cada cosa y la otra. Consiste en un orden por el cual cada cosa, estando en su sitio, permite a todas las otras existir. El mantenimiento entre límites constituye para las cosas materiales el equivalente de lo que es, para el espíritu humano, el consentimiento a la existencia de otro, es decir, la caridad del prójimo. Por otra parte, para el hombre en tanto ser natural, el mantenimiento entre límites es la justicia.

     El orden es equilibrio e inamovilidad. El universo sometido al tiempo está en perpetuo devenir. La energía que lo mueve es principio de ruptura de equilibrio. Pero no obstante ese devenir compuesto de rupturas de equilibrio es en realidad un equilibrio por el hecho de que las rupturas en él se compensan. Ese devenir es un equilibrio refractado en el tiempo. Es lo que expresa la prodigiosa fórmula de Anaximandro, fórmula de una profundidad insondable: “Es a partir de la indeterminación como se cumple el nacimiento para las cosas, es por un retorno a la indeterminación como se opera su destrucción conforme a la necesidad; pues ellas sufren un castigo y una expiación, unas de parte de las otras, a causa de su injusticia, según el orden del tiempo”. Considerado en sí mismo, todo cambio, por consiguiente, todo fenómeno, por pequeño que sea, encierra el principio de la destrucción del orden universal. Al contrario, considerado en su conexión con todos los fenómenos contenidos en la totalidad del espacio y del tiempo, conexión que le impone un límite y lo pone en relación con una ruptura de equilibrio igual e inversa, cada fenómeno contiene en sí la presencia total del orden del mundo.

     Siendo la necesidad mediadora entre la materia y Dios, concebimos la voluntad de Dios como teniendo con la necesidad y con la materia dos relaciones diferentes. Esta diferencia está expresada, para la imaginación humana, de una manera inevitablemente defectuosa, por el mito del caos primitivo donde Dios establece una orden, mito que sin razón se ha reprochado a la sabiduría antigua, y que se encuentra también indicado en el Génesis. Otra manera de indicar esta diferencia es relacionar particularmente la necesidad con la segunda persona de la Trinidad mirada ya como ordenadora, ya como Alma del Mundo. El Alma del Mundo no es otra cosa que el orden del mundo concebido como una persona. Un verso órfico indica la misma diferencia diciendo: “Zeus terminó el universo y Baco lo consumó”. Baco es el Verbo. Aunque la materia exista solamente por el hecho de ser querida por Dios, siendo la necesidad mediadora está más cerca de la voluntad de Dios. La necesidad es la obediencia de la materia a Dios. Así la pareja de contrarios constituida por la necesidad de la materia y la libertad en nosotros tiene su unidad en la obediencia, pues ser libres, para nosotros, no es otra cosa que desear obedecer a Dios. Toda otra libertad es una materia.   

     Cuando uno concibe las cosas así, la noción de milagro no es ya algo que se pueda aceptar o rechazar, no tiene ya rigurosamente ninguna significación. O más bien no tiene otra significación que la de una apariencia que ejerce una cierta influencia sobre las almas a cierto nivel, influencia mezclada de bien y de mal.

     Mientras pensamos en primera persona, vemos la necesidad desde abajo, desde adentro; nos encierra por todas partes como la superficie de la tierra y la bóveda del cielo. En cuanto renunciamos a pensar en primera persona por el consentimiento a la necesidad, la vemos desde afuera, debajo de nosotros, pues hemos pasado al lado de Dios. La cara que nos presentaba antes y que presenta todavía a casi todo nuestro ser, a la parte natural de nosotros, es dominación brutal. La cara que presenta después de esta operación a ese fragmento de nuestro pensamiento que ha pasado al otro lado es pura obediencia. Nos hemos hecho los hijos de la casa, y amamos la docilidad de esa necesidad esclava que primero habíamos tomado por un amo.


Nota:

[1] Intuitions pré-chrétiennes, París, La Colombe, Editions du Vieux Colombier, 1951.