Tratado Grant-Romero. Durante la década de 1870, y en las dos ocasiones en que ocupó la Secretaría de Hacienda, Matías Romero había sido el promotor en México de la idea de la reciprocidad comercial con los Estados Unidos. Esta recibió un nuevo impulso a principios de la siguiente década, gracias al incremento de las comunicaciones ferroviarias entre ambos países y al hecho de que ya para entonces la nación norteña era el principal mercado exterior de los productos mexicanos y, a la vez, el principal abastecedor de la nación azteca.

     En 1881 Romero participó en la empresa constructora del ferrocarril México-Oaxaca-Tehuantepec-Guatemala, de la cual era socio el ex presidente estadounidense Ulysses S. Grant. Allí entablaron las buenas relaciones personales que serían el sostén principal de la labor diplomática conducente al tratado. Romero dejó la empresa para marchar a Washington como embajador extraordinario, en mayo de 1882. Aunque el Tratado fue una iniciativa estadounidense, al principio rechazada por México, Romero logró convencer a su gobierno de que esto no significaría un sacrificio importante de los ingresos fiscales del país.

     Grant, por su parte, era partidario de la conquista pacífica, mediante la exportación de capitales, y favorecía la importación de productos mexicanos, que llegarían por las líneas férreas tendidas por los estadounidenses. El tratado eximía de impuestos a 27 productos mexicanos y a 49 estadounidenses y tendría una duración máxima de siete años. No obstante, la mayoría de los artículos incluidos ya estaban libres de aranceles con anterioridad. Romero, quien redactó el proyecto, tuvo buen cuidado de salvaguardar en él los principales intereses de su país, y restringió las concesiones en cuanto a los productos que mayor recaudación fiscal aportaban, incluyó aquellos relativamente secundarios y excluyó los tradicionalmente importados de Europa, para no afectar esas relaciones.

     El tratado fue firmado por ambos gobiernos en enero de 1883. Al año siguiente fue aprobado por el Senado mexicano y después por el de los Estados Unidos, por la exigua mayoría de un voto. La Comisión de Hacienda de la Cámara de Representantes emitió un dictamen desfavorable y no se logró la imprescindible aprobación de ese cuerpo legislativo. Contribuyeron a ello la crisis estadounidense de 1884, el cambio de administración en ese mismo año, la oposición de sectores económicos estadounidenses, así como el evidente propósito mexicano de extender a Gran Bretaña y a Francia los privilegios del tratado, acorde con su política de utilizar a Europa como fuerza moderadora de la influencia de Estados Unidos. Los intentos de aprobación se repitieron infructuosamente en la Cámara hasta 1887, por lo que el tratado nunca entró en vigor.

     José Martí publicó un amplio y perspicaz análisis (“El tratado comercial entre los Estados Unidos y México”, OCEC, t. 18, pp. 11-16) desde la óptica de los intereses mexicanos, en La América (Nueva York), en marzo de 1883.

(Tomado de OCEC, t. 17, pp. 420-421).