OTRA VEZ EN HARDMAN HALL
A un simple aviso del Delegado del Partido Revolucionario Cubano, que circuló escasamente por la premura del tiempo, se reunió en la noche del miércoles último en el elegante y ya histórico Hardman Hall, una distinguida y numerosa concurrencia, ávida de oír la palabra honrada y alentadora del que con la fe inextinguible del apóstol, con la verdad por fuerza y guía, con el anhelo vehementísimo de ver a su patria libre y feliz en la independencia, ha logrado disciplinar a las emigraciones antillanas, acallando desconfianzas y recelos provenientes de pasados y lamentables errores, y robustecer el Partido Revolucionario, que está en pie para acelerar por todos los medios el triunfo definitivo de la república cubana.
No venía esta vez el Delegado del Partido a despertar entusiasmos por lógica deducción de sucesos futuros; no venía tampoco, fiel cumplidor de los preceptos porque se rigen los centros revolucionarios, a dar cuenta de los servicios prestados y de la labor alcanzada en sus periódicas visitas, como intermediario eficaz entre los clubs y las emigraciones: venía solemne y replegado en sí mismo, como combatiente que conoce la trascendencia de la estocada mortal que prepara a su astuto enemigo, a tratar de los sucesos recientes de Holguín y de la situación en que actualmente se encuentra la Isla de Cuba, para concluir presentando de un modo irrefutable las pruebas elocuentes de que la revolución en la patria amada, hoy más que nunca, es inminente e inevitable.
El público comprendió la grandeza sin aparato de aquel momento; se penetró de que iba a ser juez imparcial y no parte interesada en aquella revisión de hechos[1] que ha de pasar a la historia por lo que tiene de trascendente para la consecución del ideal redentor, y supo revestirse de desusada gravedad e imponente silencio, cuando todos los miembros del Cuerpo de Consejo de Nueva York,[2] seguidos del Delegado, del Tesorero general del Partido y del Secretario de la Delegación, se presentaron en el palco escénico a recibir el veredicto inapelable de la emigración neoyorquina.
El aplauso de bienvenida, la frase alentadora con que siempre han recibido los patriotas revolucionarios al vocero elocuente de sus aspiraciones, por esta vez no resonaron en el amplio salón: las sugestiones del arranque simpático, fueron relegadas a lo íntimo del alma, para dejar la razón serena que juzgase sin apasionamiento, y de este modo el fallo tuviera más autoridad y alcanzase mayor respeto, entre nuestros hermanos de Cuba, que siguen anhelantes nuestra labor y fían en los métodos de acción rápida y cuerda con que viene procediendo el Partido Revolucionario Cubano.
Pero cuando el Delegado, irguiendo el cuerpo que contra los mandatos imperativos de su voluntad, quiere rendirse a las presiones de tenaz dolencia, avanzó hasta el primer término, y con voz entera que arrancaba del fondo del alma saludó a los que quieren ser dignos y libres en el concierto de la América republicana, y presentó como ejemplo noble del vigor intelectual de la raza ya redimida, al huésped distinguido que se sentaba en el proscenio, como asegurando con su presencia las simpatías de su patria centroamericana; cuando en apóstrofe varonil y vehemente saludó en Rubén Darío, a1 artista, al literato, al poeta de vuelo original y de lozana imaginación, que marcha de los primeros entre los representantes de la genial y colorida literatura latinoamericana,[3] y lo envidió porque podía levantar la frente sin el rubor de ser esclavo, la concurrencia no pudo sostenerse, y el aplauso sonó tanto más estrepitoso cuanto más reprimido se había querido tener.
Y entrando en el fondo de su discurso juzgó el alzamiento de los hermanos Sartorius con las reservas propias de un acontecimiento cuyas causas originales no son aún bien conocidas, y que pudo ser una celada en la cual cayese el Partido Revolucionario Cubano. Ratificó con la entereza de la honradez, que las emigraciones revolucionarias no intentarán en Cuba un movimiento aislado y en oposición con la voluntad de la isla, que era a quien le tocaba mandar y decidir sobre sus futuros destinos; pero como en el estado de descomposición en que se encuentra Cuba; el cual examinó en rápidas y vigorosas pinceladas, la revolución es inminente—y pruebas tiene la Delegación del querer del pueblo cubano—no había que perder tiempo en acopiar los elementos indispensables para la acción rápida que ha de generalizar la guerra haciéndola breve y de éxito seguro.
En las condiciones de corrupción política en que se encuentra la metrópoli, sin industrias prósperas para competir con otras naciones en los mercados del mundo; sin crédito en el exterior y el tesoro en bancarrota; desprestigiados los procedimientos monárquicos, y abocado el país a un movimiento en sentido republicano; desencantados los militares de ese patriotismo huero, que lleva al soldado a defender, no la integridad de la patria —que no puede haber integridad de territorio donde hay unas 1,600 leguas de mar por en medio—sino el boato de los especuladores políticos, que van a enriquecerse a las Antillas apelando a todo género de inmoralidades, según puede verse en el artículo de El País, el cual damos en hoja aparte;[4] comprendiendo todos los españoles de buen sentido práctico, que es atentatorio a la justicia y la moral sostener una Dominación que se va cayendo podrida a pedazos, es indudable que la ocasión no puede ser más oportuna, para colocarnos de una vez por siempre en el rango de los pueblos independientes.
Las conmovedoras frases finales del Delegado, que vuelve a emprender enfermo y solo, pero infatigable y animoso, la peregrinación admirable de la abnegación patriótica,[5] que no concluirá sino con la independencia, la cua1 ya alborea por Oriente, y poniendo frente a su conciencia a todo cubano para que cumpla con su deber en las presentes circunstancias, fue de un efecto indescriptible; los aplausos se prolongaron, y ni una sola exclamación: era que el alma de la patria cubana flotaba por el salón, y los patriotas se reconcentraban en sí mismos, meditaban y juraban silenciosamente cumplir desde luego como buenos y como dignos.
Ahora, ¿a qué hacer reflexiones sobre un discurso cuyos principales méritos fueron la sobriedad, la exposición razonada y sin violencia de los hechos, las deducciones lógicas, y, sobre todo, la sinceridad y honradez del que no engaña a su pueblo porque lleva la verdad por guía y la fe vehemente como estímulo, y voz amiga que lo impulsa hacia adelante?
Solamente diremos: “¡Madre-Cuba, tus hijos en el destierro no te olvidan, y solo esperan la hora de que tú los llames para volar en tu ayuda!”
Tomado de Patria, Nueva York, 27 de mayo de 1893, año II, no. 63, p. 1. (Este artículo aparece sin firma).
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Palabra de dudosa lectura.
[2] El Presidente del Cuerpo de Consejo de Nueva York era Juan Fraga y Sotero Figueroa, el Secretario.
[3] Véase “Por el literato y por el patriota”, Patria, Nueva York, Nueva York, 10 de junio de 1893, año II, no. 65, p. 3. (Este artículo aparece sin firma).
[4] Véase la adición al número 63 de Patria, que contiene el artículo “La monarquía y la isla de Cuba”, tomado de “El País, periódico republicano de Madrid”.
[5] El 25 de mayo emprende un nuevo viaje de proselitismo revolucionario a las Antillas y Centroamérica, que lo lleva a Santo Domingo, Haití, Panamá y Costa Rica. El 13 de julio de 1893 está de regreso en Nueva York.