No nos es dado el lujo del silencio contemplativo, ni el refugio plácido de las certezas heredadas. El «Zeitgeist», ese ente proteico y voraz, nos sumerge en un torbellino donde las verdades acuñadas a martillo conviven, grotescas, con las falsedades orquestadas en sordina. Es un «mare magnum» de signos contradictorios, un laberinto de espejos deformantes donde la propia imagen del mundo se quiebra en mil fragmentos discordantes. Ante este panorama, pensar por sí mismo, ejercer la sagrada y temeraria facultad del juicio propio, se ha transmutado, ¡oh paradoja de nuestro tiempo!, en un acto profundamente contracultural. Es la osadía del inconforme frente a la ortodoxia del algoritmo o la propaganda, la insurrección del espíritu frente a la tiranía del mainstream o de la verdad oficial. Y no fue otro el primer deber que sentenciara el Apóstol: «El primer deber de un hombre es pensar por sí mismo». Mandato que hoy, envuelto en los ropajes de la urgencia, resuena con ecos de profecía cumplida, pues qué mayor deber que este rebelarse contra la corriente de lo prefabricado, qué más radical ejercicio de libertad que bucear en el propio entendimiento cuando todo conspira a sustituirlo por espejismos colectivos.
He aquí, pues, que alzamos nuestra voz, o mejor dicho, desenterramos un grito antiguo, un lema que atraviesa los siglos con la fuerza de un diamante: «Sapere Aude!», «¡Atrévete a saber!». Horacio lo susurró a la posteridad, Kant lo convirtió en estandarte de la Ilustración. Hoy, en esta encrucijada de la historia, lo reclamamos con urgencia renovada. Pero no como un eco pálido, sino como un imperativo que clama por el inicio: «Sapere Aude, Incipe!», «¡Atrévete a saber, comienza!» Porque el saber no es posesión estática, sino verbo perpetuo, río que se hace al caminar, al indagar, al cuestionar.
Esta sección, que hoy germina en el fértil huerto de la Casa Vitier García Marruz, se nutre de esa savia imperecedera. Su fin último: desbrozar la maleza de lo impuesto, desentrañar los mecanismos ocultos que tejen nuestras certezas, y, en medio del aparente caos reinante, buscar —como faro en la noche— la Belleza. Sí, la Belleza con mayúscula, no como adorno superficial o consuelo banal, sino como categoría ética y estética, como principio ordenador y revelador de sentido en la confusión del mundo. Esa Belleza que no rehúye la sombra, sino que la transfigura; que no niega el dolor, sino que lo sublima en canto.
Y, ¿dónde hallar mejor linaje para esta empresa que en la obra luminosa de Cintio Vitier, Fina García Marruz, Eliseo Diego y toda la constelación intelectual de la que formaron el núcleo fundante: el inefable Grupo Orígenes? Ellos, en una época también convulsa, marcada por el «horror vacui» de la modernidad y los estruendos de la historia, supieron escarbar en la entraña de lo cubano, en la tradición espiritual occidental y en el misterio mismo de la creación, para extraer perlas de insólita claridad. Frente al ruido, su poesía fue silencio elocuente; frente a la fragmentación, su pensamiento fue unidad recobrada. Vitier, con su mirada escrutadora que penetraba la dulzura del límite, nos enseñó que la poesía es conocimiento, es acceso a lo esencial, es resistencia contra la banalidad. García Marruz, con su verso de cristal tallado y hondura mística, nos reveló lo sagrado en lo cotidiano, la epifanía en la humilde presencia de las cosas. Diego, con su voz de pastor metafísico, tejió universos donde lo doméstico y lo eterno se fundían en un solo fulgor, recordándonos que el asombro es la puerta hacia lo trascendente.
Todos ellos, como Octavio Smith, como Gaztelu y los otros origenistas, entendieron que el arte, la poesía, el pensamiento riguroso, eran actos de fe en la posibilidad del hombre de trascender el puro dato, la mera circunstancia, para tocar lo eterno. Buscaron, y hallaron, la Belleza no «a pesar del caos», sino «en» su mismo corazón palpitante, como el nácar se forma en la herida de la ostra. He aquí que Martí, con su clarividencia de raíz, proclamara: «La poesía, que congrega o disgrega, que fortifica o angustia, que apuntala o derriba las almas, que da o quita a los hombres la fe y el aliento, es más necesaria a los pueblos que la industria misma, pues esta les proporciona el modo de subsistir, mientras que la poesía les da el deseo y la fuerza de la vida». En esta sentencia, cifra luminosa, hallamos el núcleo del origenismo: esa fe en la poesía no como lujo, sino como sustento espiritual, como fuerza motriz que supera lo utilitario para dar razón de ser a la existencia misma. Pues si la industria sustenta el cuerpo, solo la poesía —entendida en su amplitud martiana y origenista— alimenta el alma de los pueblos y les infunde el coraje para la vida verdadera, ese deseo y fuerza que resiste a la disgregación del ser. Su obra es un mapa del asombro, un tratado de alquimia espiritual donde lo cubano devino universal, y lo universal se hizo íntimo, cubano.
Este espíritu origenista, esa voluntad de profundidad, esa fidelidad a lo trascendente, esa fe en la palabra como instrumento de conocimiento y salvación, es el espíritu que anima «Sapere Aude». No pretendemos mimetizar sus formas, sino encarnar su ethos: la seriedad lúcida, el rigor gozoso, la búsqueda incansable de lo Verdadero, lo Bueno y lo Bello en un mundo que parece empeñado en su disolución. Por ello, nuestro estilo aspira a ser un homenaje en la forma misma; un neobarroco consciente, heredero de Lezama y Baquero, pero también de Góngora y Quevedo. Una prosa que no teme a la complejidad, que se recrea en la densidad significativa, que se viste con los ropajes del idioma en toda su riqueza. Cultismos que son piedras preciosas engastadas con precisión; arcaísmos que resuenan con ecos de otras edades, recordándonos la continuidad del logos; cubanismos no trillados, joyas léxicas de nuestra habla que nombran matices únicos; latinismos que son columnas de mármol sosteniendo el edificio del pensamiento.
Pero ¡cuidado! La exuberancia no debe ser mera fronda que asfixia el tronco. Huimos del barroquismo vano, del adorno por el adorno, de la metáfora encadenada que deviene galimatías. Buscamos, más bien, la soberbia contención dentro del ornato. Que la anáfora marque un ritmo de pensamiento; que el retruécano ilumine una paradoja esencial; que la metonimia concentre un universo en una parte; que la ironía, fina como estilete, discierna lo falso; que la aliteración sea música interior que guíe el sentido. Cada frase debe ser tallada, cada imagen, inédita en su precisión o su audacia controlada. El adorno será vasallo del concepto, no su tirano.
En esta hora de realidades prefabricadas y emociones dirigidas, «Sapere Aude» quiere nacer como un espacio de resistencia intelectual y de búsqueda de la virtud. Bien lo sabía Medardo cuando invitaba a «cultivar la bondad genuina en el individuo y el pensamiento crítico frente a hechos y doctrinas»; no basta con atreverse a saber, hay que atreverse a cuestionar, a discernir con rigor y a forjar, en el fragor de la historia, un carácter que una la sabiduría con la bondad. Ese es el desafío: un llamado a las armas del espíritu. ¡Atrévete, lector, a dudar de lo evidente! ¡Atrévete a desconfiar de la prédica fácil! ¡Atrévete a sumergirte en las aguas profundas del pensamiento propio! ¡Atrévete a buscar, con la lámpara de la razón y el corazón del poeta, la Belleza que persiste, tenaz, en los intersticios del caos moderno! ¡Atrévete a discernir la melodía oculta bajo el estrépito! ¡Atrévete a comenzar el viaje del conocimiento auténtico, que es también un viaje hacia la propia libertad esencial!
«Sapere Aude, Incipe!» El camino, arduo y magnífico, comienza aquí. Con esta página. Con este grito lanzado al viento del tiempo desde la sagrada atalaya de la Casa Vitier García Marruz. Que la sombra fecunda de los Orígenes nos guíe. Que la palabra, cultivada con amor y rigor, sea nuestra espada y nuestro escudo. ¡Comienza! Saber es, en este instante precario y fulgurante, el acto más transgresor, el más bello, el más vital.