IMPRESIÓN DE JOSÉ MARTÍ
Me hospedé en un hotel español, llamado el hotel América, y de allí se esparció en la colonia hispanoamericana de la imperial ciudad la noticia de mi llegada. Fue el primero en visitarme un joven cubano, verboso y cordial, de tupidos cabellos negros, ojos vivos y penetrantes y trato caballeroso y comunicativo. Se llamaba Gonzalo de Quesada y Miranda,[1] y es hoy ministro de Cuba en Berlín. Su larga actuación panamericana es harto conocida. Me dijo que la colonia cubana me preparaba un banquete que se verificaría en casa del famoso restaurateur Martín,[2] y que el “Maestro” deseaba verme cuanto antes. El Maestro era José Martí, que se encontraba en esos momentos en lo más arduo de su labor revolucionaria. Agregó, asimismo Gonzalo, que Martí me esperaba esa noche en Hardman Hall, en donde tenía que pronunciar un discurso en una asamblea de cubanos,[3] para que fuéramos a verle juntos. Yo admiraba altamente el vigor general de aquel escritor único, a quien había conocido por aquellas formidables y líricas correspondencias que enviaba a diarios hispanoamericanos, como La Opinión Nacional, de Caracas, El Partido Liberal, de México y, sobre todo, La Nación, de Buenos Aires.[4] Escribía una prosa profusa, llena de vitalidad y color, de plasticidad y de música. Se transparentaba el cultivo de los clásicos españoles y el conocimiento de todas las literaturas antiguas y modernas; y, sobre todo, el espíritu de un alto y maravilloso poeta. Fui puntual a la cita, y en los comienzos de la noche entraba en compañía de Gonzalo de Quesada por una de las puertas laterales del edificio en donde debía hablar el gran combatiente. Pasamos por un pasadizo sombrío; y, de pronto, en un cuarto lleno de luz, me encontré entre los brazos de un hombre pequeño de cuerpo, rostro de iluminado, voz dulce y dominadora al mismo tiempo y que me decía esta única palabra: “¡Hijo!”[5]
Era la hora ya de aparecer ante el público, y me dijo que yo debía acompañarle en la mesa directiva; y cuando me di cuenta, después de una rápida presentación a algunas personas, me encontré con ellas y con Martí en un estrado, frente al numeroso público que me saludaba con un aplauso simpático. ¡Y yo pensaba en lo que diría el gobierno colombiano, de su cónsul general sentado en público, en una mesa directiva de revolucionarios antiespañoles!
Martí tenía esa noche que defenderse. Había sido acusado, no tengo presente ya si de negligencia, o de precipitación, en no sé cuál movimiento de invasión a Cuba. Es el caso, que el núcleo de la colonia le era en aquellos momentos contrario; mas aquel orador sorprendente tenía recursos extraordinarios, y aprovechando mi presencia, simpática para los cubanos que conocían al poeta, hizo de mí una presentación ornada de las mejores galas de su estilo. Los aplausos vinieron entusiásticos, y él aprovechó el instante para sincerarse y defenderse de las sabidas acusaciones, y como ya tenía ganado al público, y como pronunció en aquella ocasión uno de los más hermosos discursos de su vida, el éxito fue completo y aquel auditorio antes hostil, le aclamó vibrante y prolongadamente.[6]
Concluido el discurso, salimos a la calle. No bien habíamos andado algunos pasos, cuando oí que alguien le llamaba “¡Don José! ¡Don José!”. Era un negro obrero que se le acercaba humilde y cariñoso. “Aquí le traigo este recuerdito”, le dijo. Y le entregó una lapicera de plata. “Vea usted, me observó Martí, el cariño de esos pobres negros cigarreros. Ellos se dan cuenta de lo que sufro y lucho por la libertad de nuestra pobre Patria”. Luego fuimos a tomar el té a casa de una amiga suya,[7] dama inteligente y afectuosa, que le ayudaba mucho en sus trabajos de revolucionario.
Allí escuché por largo tiempo su conversación. Nunca he encontrado, ni en Castelar mismo, un conversador tan admirable. Era armonioso y familiar, dotado de una prodigiosa memoria, y ágil y pronto para la cita, para la reminiscencia, para el dato, para la imagen. Pasé con él momentos inolvidables, luego me despedí. Él tenía que partir esa misma noche para Tampa, con objeto de arreglar no sé qué preciosas disposiciones de organización.[8] No le volví a ver más.
[Fragmento de La vida de Rubén Darío].
Tomado de Yo conocí a Martí, selección y prólogo de Carmen Suárez León, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2012, pp. 36-38.
Notas:[9]
Véase Abreviaturas y siglas
[1] En realidad de se trata de Gonzalo de Quesada y Aróstegui (1868-1915).
[2] En el periódico Patria, Nueva York, el 10 de junio de 1893, no. 65, p. 3. se publicó un artículo sin firma titulado “Por el literato y por el patriota”, donde se da cuenta que en el Hotel Martín, el poeta y escritor nicaragüense fue agasajado por “un grupo de amigos que cultivan o se solazan con las bellas letras”, entre los que se encontraban Nicanor Bolet Peraza, Gonzalo de Quesada, Sotero Figueroa, José Pérez del Castillo, Enrique Trujillo, Benjamín J. Guerra, Ramón Luis Miranda, Rafael de Castro Palomino, entre otros. El articulista desconocido —sin lugar a dudas, uno de los asistentes al convite— no esconde su devoción por Darío al afirmar, rotundamente, que el autor de Azul, “encarna en sí el espíritu nuevo de la moderna literatura hispanoamericana”. Para agregar, más adelante: “Ninguno de los literatos o poetas de nuestra América, sabe dar proporciones más armónicas a sus obras; nadie pinta con tonos más vivos, ni pone las ideas de relieve en cláusulas más brillantes”.
[3] El mitin revolucionario tuvo lugar en Hardman Hall, Nueva York, el 24 de mayo de 1893. No se conserva el discurso que Martí pronunció ese día.
[4] “[…] Quien murió allá en Cuba, era de lo mejor, de lo poco que tenemos nosotros los pobres; era millonario y dadivoso, vaciaba su riqueza a cada instante, y como por la magia del cuento, siempre quedaba rico; hay entre los enormes volúmenes de la colección de La Nación, tanto de su metal fino y piedras preciosas, que podría sacarse de allí la mejor y más rica estatua. Antes que nadie, Martí hizo admirar el secreto de las fuentes luminosas. Nunca la lengua nuestra tuvo mejores tintas, caprichos y bizarrías. Sobre el Niágara castelariano, milagrosos iris de América. ¡Y que gracia tan ágil y que fuerza natural tan sostenida y magnífica!” [Rubén Darío: “José Martí” (La Nación, Buenos Aires, 1º de junio de 1895), Antología crítica de José Martí, recopilación, introducción y notas de Manuel Pedro González, Universidad de Oriente, Publicaciones de la Editorial Cultura T. G. S. A., México, D. F., 1960, pp. 3-4].
[5] “Martí y Darío se encuentran en Nueva York. Y el encuentro es bíblico. […] Se habrán dicho muchas cosas, pero como en un relato evangélico solo aparece que se dijeron dos palabras: uno dijo ‘Maestro’, y el otro, ‘Hijo’. Dos palabras que podrían ser banales en cualquier encuentro, pero que están preñadas de sentido y profecía, y además también con un sabor evangélico. Darío al llamarle ‘Maestro’ no solo lo está llamando su maestro literario, que solo en parte lo era, y no solo está hablando por él mismo; él, sin saberlo está hablando por la Nicaragua entera del futuro, al futuro autor intelectual del asalto al Cuartel Moncada; y este entonces le abre los brazos y le llama ‘Hijo’, también él hablando no solo en nombre suyo sino de la futura Revolución cubana, a un poeta que era entonces aparentemente apolítico, pero después sería cantor antimperialista y latinoamericanista hasta llegar a ser en nuestros días el héroe de la independencia cultural de la Revolución popular sandinista”. (Ernesto Cardenal: “La Revolución es la caridad eficaz”, Casa de las Américas, La Habana, septiembre-octubre de 1989, no. 176, p. 142).
[6] Véase “Otra vez en Hardman Hall”, Patria, Nueva York, 27 de mayo de 1893, año II, no. 63, p. 1. (Este artículo aparece sin firma).
[7] Debe referirse a Carmen Miyares Peoli.
[8] El 25 de mayo de 1893 emprende un nuevo viaje de proselitismo revolucionario a las Antillas y Centroamérica, que lo lleva a Santo Domingo, Haití, Panamá y Costa Rica. Esa debió ser la causa que motivó su ausencia en el agasajo tributado al bardo nicaragüense.
[9] Las notas corresponden al E. del sitio web.