LÍMITES DE LA LITERATURA

Llamo romántico a todo escritor que pretende que lo que escribe no es literatura y que, propiamente hablando, se resiste a ser escritor, que desprecia las Letras y asegura producir sus obras a pesar suyo y como empujado por una fuerza irresistible. Así, no publica sino confesiones desgarrantes, gritos de alarma o desesperación, blasfemias, mensajes o profecías cuyo valor, si lo escuchamos a él, no proviene en absoluto del placer estético que pueda extraerse de ellos, sino de su sinceridad, de su audacia, de su autenticidad y de todo género de virtudes que, bien reflexionado, no son literarias. ·

     ¿Por qué escribir? Se preguntaban, implícitamente al menos, los escritores románticos; a continuación de ellos, los escritores surrealistas, en una encuesta célebre plantearon la pregunta de un modo más directo y casi brutal: ¿Por qué escribe usted? La pregunta estaba formulada en una revista titulada por irrisión “Literatura”. La respuesta que se estimó más válida era debida a M. Teste. Era también la más corta: “por debilidad”.

     Extraña situación. ¡Y cuán significativa!, que con el tiempo no ha hecho por otra parte sino agravarse y hacerse más aguda. Dentro de esta perspectiva el movimiento existencialista actual asume desde todo punto de vista (literario, histórico y social) la sucesión del surrealismo, y a través de él, del romanticismo. Constituye el resultado extremo de una línea que debe remontarse sin vacilación hasta los mismos precursores del Romanticismo y a la cual la fórmula de Sénancour en Obermann: “¿Qué soy yo? Para el universo, nada; para mí, todo” serviría bastante bien de divisa.

     Este camino carece de salida. Entra desde el principio en el romanticismo un fundamental engaño, del que las extravagancias de ayer, la miseria de hoy y esta tristeza culpable, esta náusea que vemos exaltar con tanto éxito, no son más que posteridad legítima. Cada uno debe aceptar la condición que la naturaleza le ha dado, y con más fuerte razón la que ha podido añadir por una libre elección a este dato primero e inevitable. No hay sabiduría, no hay grandeza, no hay ni honestidad en una rebelión que se sabe inútil y de la que no se espera nada. Yo no apruebo, pero puedo al menos comprender que, siendo hombre, uno se alce de súbito contra la humanidad. Aun así, no haría falta instalarse en cierta cómoda actitud de grosera condescendencia o de furor completamente teórico. Esta tentación existe: el furor y el desprecio visten bien. Pero no apruebo ni comprendo que, escritor, uno incrimine a la literatura y murmure de ella: porque, en fin, si no se escoge ser hombre, se escoge ser escritor. Y se puede siempre deponer la pluma.

     Ciertamente, así como hay un problema de los fines últimos del hombre, del que se preocupan los metafísicos, hay un problema de los límites de la literatura. Es el que plantean los escritores románticos. Pero, ¡ay!, si lo plantean necesariamente por el hecho de ser románticos, al mismo tiempo, lo eluden por el hecho de que siguen siendo escritores. En fin de cuentas se contentan con incluir en las Letras, no sin solemnidad ni declamación, una patética actitud de rechazo y rebeldía que, si fueran serios, debería más bien invitarlos al silencio. Me hacen pensar en jugadores que trastornan las piezas del tablero, las revuelven y gritan que allí no hay sino pedazos de madera groseramente tallados. Los oigas quejarse de que han sido engañados y que son víctimas de una desesperación mortal; pero, quedándose prudentemente en su sitio, pretenden de todos modos ganar la partida y piensan ya en los aplausos del público. No puedo evitarme el estimar que los acogen demasiado a sus anchas. Diré más: es este espectáculo solo el que me ha convencido de que eran menester a la literatura reglas y límites, quiero decir también: humildad.

     En otros tiempos, el escritor, ingenuamente de acuerdo con el universo y la sociedad, raramente soñó en levantarse contra el orden establecido o contra la divinidad que se imaginaba regulando los movimientos de los astros y confiando a los monarcas el gobierno de las naciones. El arte, como el mundo a su vez celebraba la gloria de Dios, o por lo menos no la ponía en duda. Este asentimiento espontáneo, y, por así decirlo, esta inocencia de los poetas cedió el sitio poco a poco a una secreta desconfianza y bien pronto, después de la Revolución Francesa, a un espíritu de rebelión que nutrió los principios de un nuevo arte. En lo adelante nada apareció legítimo, no ya solo el poder de los reyes. Por una audaz transposición, el demiurgo que aún se suponía en el origen del universo y al que se atribuía la creación del hombre, apareció a su vez como una suerte de tirano caprichoso, inicuo y sanguinario, que condenaron. en su corazón los infortunados mortales que él había primero condenado a vivir y a sufrir. De donde esa mezcla de impotencia y de orgullo que define bastante bien a la actitud romántica; esas incesantes y vanas recriminaciones, ese rencor de vencido o de adolescente irresponsable que se queja de que la ley no quiera conocerlo o le rehúse sus rigores, esos llamados a una imposible Justicia contra los injustos veredictos de un misterioso Juez Supremo; y sobre todo ese sentimiento de universal y altanero desprecio ante el cual nada encuentra gracia, todo eso que finaliza en un rechazo, por lo demás sincero y apasionado, a conformarse con los marcos o condiciones de la existencia humana.

     Esos acusadores infatigables abominan de la sociedad que corrompe su virtud, y de la naturaleza, que permanece insensible a sus dolores, cantando por otra parte a la naturaleza, desde que se trata de huir a la sociedad. Exaltan la fe, pero contra la razón, el sueño, pero contra la realidad, la fantasía por disgusto del rigor, el pasado para mejor detestar a su época. Y toda cosa que aprueban es así aprobada en lo que niega o porque es principio de negación: las tinieblas y la demencia, el crimen y el caos.

     Tal actitud, por poco consecuente que sea, no puede dejar de desbordar ampliamente los lineamientos ordinarios de la literatura. ¿Qué viene a ser, en efecto, la preocupación literaria en medio de esas zozobras que remueven los más vastos problemas? No otra cosa, sin duda, que una especie de extraña ostentación o de coartada engañosa, que debe parecer indigente y despreciable a aquellos agitados por tan decisivas inquietudes. De hecho, sin embargo, su conducta no se modifica en nada. No hemos cesado de ver ni un momento, durante esta aventura, a los refractarios ocupados en manifestar contra cada institución una hostilidad cada vez más feroz, y que ellos declaraban irreductible. Ponían en cuestión los fundamentos de las principales actividades a que es lícito al hombre dedicar sus dones o su esfuerzo. Se las ingeniaban para demostrar la impostura y el absurdo de todo lo que hasta entonces había parecido merecer el respeto o encaminar a la felicidad.

     Pero, al mismo tiempo, acordaban en la práctica a la literatura una importancia creciente, muy pronto casi exclusiva, de la que se gloriaban o se retractaban según su humor. Poco importa: en uno y otro caso, su conducta no se modificaba en lo más mínimo. Ciertamente, conservaban alguna devoción sincera por el arte, que una ilusión fácil de comprender los hizo además tener por sagrado cuando negaban al resto el menor valor: ¿quién no predica para su santo? Conviene de todos modos buscar a su reverencia un motivo menos aparente y más grave: la pluma era para ellos el medio natural de que disponían para expresar su desesperación. Cuando su extremismo, por efecto de una emulación continuada, no reconoció ya ningún límite, la escritura vino a ser en seguida lo único a que se vieron reducidos para manifestarlo. Porque el exceso, más allá de cierto punto, no podría ser ya sino una cuestión de palabras. A partir de ese punto la vida no lo sufre. Por eso el más desgraciado puede darse un hartazgo. No se abstiene.

     Rebelarse o más bien darse por rebelado y emplear la propia rebeldía en ganar los aplausos de un público: ¡qué contradicción y qué comedia! Constituye el perdurable honor de Rimbaud y de Lautréamont haber percibido el sofisma y haber renunciado a él. Pero ¿cuántos no vemos que, apoyados en su ejemplo, rechazan la condición humana y aceptan la literatura, haciéndola entonces más literaria que nunca? Estos hacen profesión de detestar la función particular de literatos, que en efecto favorece la maledicencia, entre tanto llevan al editor algún volumen vocinglero, que no se han tomado la molestia de trabajar, pero en el que pretenden haber anulado en pocas palabras, junto con la literatura, todo aquello de que el hombre cree poder enorgullecerse justamente. Después de lo cual, se apresuran en ir a recibir alrededor de una mesa de café, a título de revancha, las felicitaciones de otros falsarios, quiero decir de otros literatos. Son ellos los que hacen de la literatura eso que pretenden que es: una vanidosa habladuría.

     Pero en realidad es como una envoltura que contiene indiferentemente lo mejor o lo peor. ¿Quién se sorprenderá de que cada uno encuentre solo aquello que es capaz de encerrar en ella? Unos depositan allí su experiencia de la sabiduría, de la santidad y del heroísmo, otros lo que imaginan o conocen, los terceros aquello que saben del hombre o de la naturaleza, y así sucesivamente cada uno va aportando su contribución, hasta los últimos, que no tienen nada que ofrecer sino la prueba de su impotencia y de su pobreza. Estos exclaman que todo es igualmente sórdido, abyecto, fastidioso y que solo hay grandeza en gritarlo sobre los tejados, como justamente lo están haciendo. Es natural que se le preste un instante oídos a semejantes discursos. En cuanto a mí, he cesado de creer en ellos desde que comprendí que no eran sino apologías.

     Todo esto da fe de un arte que, como la sociedad donde vegeta más que prospera, se halla al fin de su trayecto. Pero allí donde una sociedad se disgrega, se forma otra que, al mismo tiempo y en el mismo lugar en que la primera acaba de corromperse, se afirma lentamente en su sitio, como en la crisálida un nuevo ser, hecho de la misma materia, se sustituye a la oruga descompuesta. Tal es el modo ordinario de la reproducción de las sociedades. Las Letras de hoy traducen y prolongan un mundo concluido. ¿Qué arte más robusto, más tónico, más constructor verá el mundo que nace?

     Hay mil signos que permiten entrever ya su rostro futuro. Cómo dudar que será la obra de obreros que no se espantarán al constatar que la especie ambiciosa está sola frente a sí, que al menos no harán retumbar el universo con el ruido de sus recriminaciones jactanciosas o las lamentaciones de su pereza. Porque ninguna otra salida se ofrece al hombre que tomar su partido con un simple coraje de condición quizás absurda, seguramente incómoda y en la que, de fijo, la acción no es la hermana del sueño. Le pertenece de todos modos la tarea de introducir cierta justicia, cierta razón, cierta grandeza de las que no tenga por qué ruborizarse. ¿Qué mejor mentís para infligírselo a un mundo que no suscitaría en él una repugnancia tan viva, si no estuviese en su vocación el impulsar la nobleza cuya idea tiene y a la que aspira? De la experiencia de la soledad en medio de los hombres, y aun la de su maldad, por la que hay pocos adolescentes que no pasen, ¿no es natural que salgan víctimas del pánico y del odio? Pero algunos se recobran y extraen de la prueba una voluntad, ¿qué digo?, un poder de. comunión.

R. Caillois

Traducción de Cintio Vitier.

Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, invierno de 1947, año IV, no. 16, pp. 3-7.

Traducciones de Cintio Vitier publicadas en la revista Orígenes.

Traducciones de Cintio Vitier (Bibliografía general)