EL JURAMENTO INCONCLUSO

Bandera enarbolada en el ingenio La Demajagua el 10 de octubre de 1868 por Carlos Manuel de Céspedes. Confeccionada por Candelaria Acosta Fontaigne. Fuente: https://repositoriodigital.ohc.cu/s/exposicioncespedes/item/68813

Cada 10 de Octubre, el eco de la campana en La Demajagua resuena más allá de su siglo. No es solo el repique de un inicio, sino la vibración de una pregunta fundamental que, como un péndulo, oscila sobre la memoria de Cuba: ¿Basta con liberarse del amo extranjero para ser libre, o la verdadera independencia exige la creación perpetua de una república que sea la autonomía radiante de cada ciudadano?

     El “Manifiesto de la Junta Revolucionaria de la Isla de Cuba”, proclamado por Carlos Manuel de Céspedes aquella mañana genitiva, resuena aún en nuestra Cuba con una modernidad feroz. No es un simple grito de guerra; es la fundación jurídica y moral de una nación in absentia.[1]  Al dar libertad a sus esclavos y proclamar los principios de igualdad, tolerancia y soberanía popular, Céspedes no solo se rebela contra España, sino que ejecuta un acto de autopoiesis política: Cuba se define por lo que rechaza (“el brazo de hierro ensangrentado”) y, crucialmente, por lo que aspira a ser. La independencia se concibe aquí como un acto de restitución: devolver al cubano sus “derechos imprescriptibles” como hombre, arrebatados por un poder que “como Caín, mata a sus hermanos, y, como Saturno, devora a sus hijos”.[2]  La soberanía, en este manifiesto, es la capacidad de un pueblo para darse sus propias leyes, abolir impuestos tiránicos y constituirse como un cuerpo político libre. Es la soberanía como autodeterminación externa sí, pero también interna y entrañada.

     Veintiún años después, en el exilio neoyorquino de Hardman Hall, la voz de Martí atraviesa el mar con una pregunta más profunda y temible. El heredero legitimario de aquel grito, no conmemora; interroga. Para el Apóstol, la gesta del 68 fue maravillosa no solo por su heroísmo, sino porque en el crisol de la manigua se forjó, aunque fugazmente, el milagro de la unidad: “el amo y el siervo; el hombre lanudo del Congo y el Benín defendía con su pecho a los hombres del color de sus tiranos”. Allí, en la “poesía de la libertad”,[3]  nació una civilización nueva. Pero Martí intuye el peligro latente: que la independencia conquistada con la sangre de los héroes pueda ser malversada, que se construya “una República incompleta, parcial en sus propósitos o métodos, encogida o injusta en su espíritu”.[4]

     He aquí la transición crucial del concepto de soberanía. En el 68, la soberanía era un muro que se erigía contra el exterior. Para Martí, es un tejido que debe coserse desde dentro. La verdadera independencia no se consuma con la expulsión del poder extranjero, sino con la fundación de una República “con todos, y para el bien de todos”; frase que solo es posible entenderla, al parecer, si se comprende qué es la “fórmula del amor triunfante”.[5]  Es un proyecto ético antes que político. La soberanía martiana es inclusiva o no es nada. Se trata de una soberanía internalizada, que reside en la dignidad autónoma de cada persona y en su capacidad de participar en la construcción del bien común. Por eso advierte con tono evangélico: “De ningún modo es necesario responder con ira desde aquí,—porque si son cubanos que yerran, jamás hemos de olvidar que son cubanos”. El enemigo no es siquiera el español;[6]  es la segregación, la ambición, la exclusión; la noción de patria que no es “dicha de todos, y dolor de todos, y cielo para todos”, sino “feudo (y) capellanía” de algunos.[7]

     Este es el núcleo de la interrogante eterna que el 10 de Octubre plantea: la dialéctica entre liberación y libertad. La primera es un evento, a menudo épico y violento, que rompe las cadenas. La segunda es un proceso constante, siempre frágil y civilizatorio, que evita que se forjen nuevas cadenas, aunque lleven la efigie de la Nación. Céspedes inició la liberación. Martí nos inculcó la libertad; advertía bien que esa liberación podía quedar inconclusa, convertirse en una mera transferencia de poder de una élite a otra, en una nueva “corona” puesta “delante de los que llevan la frente coronada de heridas”.

     La belleza trágica de la historia cubana reside en esta tensión no resuelta. El manifiesto de Céspedes es de una claridad meridiana; el verbo de Martí de una profundidad turbadora. El primero introdujo la idea patria como territorio soberano; el segundo nos legó la patria como imperativo moral. Uno nos enseñó a morir por el futuro de Cuba; el otro nos exigió vivir a su altura, creando una nación donde la justicia y los derechos de todos los cubanos fueran el verdadero nombre de la independencia.

     La gesta independentista comenzó un día como hoy. Su culminación, sin embargo, es una tarea que se renueva cada día. La verdadera soberanía, la que no se limita a ondear en una bandera, sino que habita en la conciencia libre de cada hombre de esta tierra nuestra, sigue siendo, quizás, el juramento inconcluso del “señorío fundador”.[8]  Un juramento que clama de conjunto por una Cuba libre de dominación extranjera y por una Cuba donde la libertad sea el oxígeno común de todos sus hijos. Ese es el fuego que no debe apagarse; por eso aún sentimos, siglo y medio después, el repique de la campana liberadora de La Demajagua.

Pedro Landestoy Méndez

     Otro texto relacionado:

  • Enrique José Varona: “Diez de Octubre”(1899), Enrique José Varona: su pensamiento representativo, introducción y selección de Medardo Vitier, La Habana, Editorial Lex, 2da, 1949, pp. 102-104.

Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] Loc. latina, “en ausencia”.

[2] Carlos Manuel de Céspedes: “Manifiesto de la Junta Revolucionaria de la Isla de Cuba dirigido a sus compatriotas y a todas las naciones” (1868), Honda. Revista de la Sociedad Cultural José Martí, La Habana, 2003, no. 10, p. 54.

[3] JM: “Discurso en conmemoración del 10 de Octubre de 1868”, Hardman Hall, Nueva York, 10 de octubre de 1889, OC, t. 4, p. 237.

[4] JM: “Discurso en conmemoración del 10 de Octubre de 1868”, Masonic Temple, Nueva York, 10 de octubre de 1887, OCEC, t. 27, p. 22.

[5] JM: “Con todos, y para el bien de todos”, discurso en el Liceo Cubano, Tampa, 26 de noviembre de 1891, OC, t. 4, p. 279.

[6] “La guerra no es contra el español, que, en el seguro de sus hijos y en el acatamiento a la patria que se ganen, podrá gozar respetado, y aun amado, de la libertad […]—Los que la fomentaron, y pueden aún llevar su voz, declaran en nombre de ella ante la patria su limpieza de todo odio […] // En el pecho antillano no hay odio; y el cubano saluda en la muerte al español a quien la crueldad del ejercicio forzoso arrancó de su casa y su terruño para venir a asesinar en pechos de hombre la libertad que él mismo ansía. Más que saludarlo en la muerte, quisiera la revolución acogerlo en vida […] ¿Ni con qué derecho nos odiarán los españoles, si los cubanos no los odiamos?” (Manifiesto de Montecristi. El Partido Revolucionario a Cuba, La Habana, Centro de Estudios Martianos y Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, 2008, pp. 8, 12 y 13, respectivamente).

Véase Fina García Marruz: “El problema español”, El amor como energía revolucionaria en José Martí (1973-1974), Albur, órgano de los estudiantes del Instituto Superior de Arte, núm. especial, La Habana, mayo de 1992, pp. 145-161; y “Un domingo de mucha luz”, Anuario del Centro de Estudios Martianos, La Habana, 1988, no. 11, pp. 253-282; y Cintio Vitier: “España en Martí” (1994), Obras 7. Temas Martianos 2, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2005, pp. 166-186.

[7] “Discurso en conmemoración del 10 de Octubre de 1868”, Hardman Hall, Nueva York, 10 de octubre de 1889, ob. cit., p. 239.

[8] Véase José Lezama Lima: “Céspedes, el señorío fundador”, Cuba, La Habana, octubre de 1968 (Imagen y posibilidad, selección, prólogo y notas de Ciro Bianchi Ross, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1981) y “[Carlos Manuel de Céspedes]” (1950), Revelaciones de mi fiel Habana, compilación y notas de Carlos Espinosa Domínguez, La Habana, Ediciones Unión, 2010, pp. 139-141.