«No hay patria sin virtud»

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Busto del presbítero Félix Varela en la fachada del otrora Seminario de San Carlos y San Ambrosio.

Mientras la penumbra del absolutismo aún se cernía sobre el siglo xix, una conciencia se erguía en la periferia del imperio; más que con la estridencia del cañón, con la elocuencia serena de la razón. Félix Varela fue ante todo un hombre de su tiempo; y por eso precisamente es aún una proyección que nos interpela, un arquitecto del futuro ético y político de una nación entonces en gestación. Su figura, delineada con trazos de sacerdote, filósofo y político, trasciende la biografía para encarnar un momento fundacional en la conciencia cubana: el instante preciso en que una colectividad comienza a mirarse a sí misma con ojos propios, a cuestionar los cimientos de lo heredado y a forjar, en la fragua del examen crítico, su propio destino.

     Fue su discípulo, José de la Luz y Caballero, quien cinceló para la eternidad la definición más exacta: «Mientras se piense en Cuba, se pensará con respeto y veneración en el primero que nos enseñó en pensar». Esta sentencia no es un elogio retórico; es la certificación de un acto primordial. Varela no entregó un sistema dogmático, un catecismo de verdades inmutables. Su magisterio consistió en algo más radical: otorgar el método, la valentía y la necesidad del pensamiento autónomo. Él abrió la senda en la que el ejercicio de la razón crítica se convierte en el primer acto de soberanía individual y colectiva. En sus lecciones de filosofía, sustituyó por el racionalismo moderno a un escolasticismo anquilosado, que había perdido su conexión intelectual con la savia generatriz del Aquinate. Mas su verdadera enseñanza fue que la libertad comienza en la independencia del juicio.

     Esta convicción se manifiesta con luminosa claridad en su defensa de la diversidad racional. Ante los temores de la uniformidad, proclamó: «distinguiéndose los hombres en sus ideas más que en sus rostros, la variedad de pensamientos no puede desdecir, antes adorna una nación que aspira a distinguirse por las luces. ¿Se manda una uniformidad de vestidos? Pues ésta sería más llevadera que la uniformidad de ideas». He aquí un principio cardinal para cualquier república que se pretenda libre, pues, la homogeneidad mental es la muerte del progreso y el síntoma de la tiranía. La verdadera patria, para Varela, no es la que obedece, sino la que discute, analiza y, en el contraste de pareceres, edifica su grandeza.

     Su lucha, por tanto, no fue solo contra un poder absolutista lejano, sino contra los vicios del espíritu que corroen desde dentro la posibilidad de una convivencia libre y justa. Lo demostró en sus «Cartas a Elpidio» —siendo esa onomástica, «el que trae esperanza», el destinatario simbólico de la juventud—, un tratado de pedagogía cívica y moral de asombrosa vigencia. En ellas, dedica su pluma a combatir la tríada de males que nublan la razón: la impiedad, la superstición y, de manera especialmente lúcida, el fanatismo. Sobre este último sentenció: «El fanatismo siempre es producido por la irreflexión y la soberbia, impidiendo aquella el conocimiento de las diversas relaciones de los objetos, y ésta el saludable riego de los buenos consejos, que apaga la tea destructora». El fanático es, para Varela, un esclavo de su propia arrogancia, un ser que ha renunciado a la complejidad del mundo en aras de una certeza simplista y destructiva.

     Su filosofía política es la aplicación rigurosa de estos principios. Ante el despotismo, ya sea el de la corona o el que se esconde bajo falsas repúblicas, su postura fue inquebrantable: «Cuando el hombre no depende de la ley, sino de la libre voluntad o del capricho del que le gobierna, es esclavo por más dulce que se finja su esclavitud». Y con una perspicacia que atraviesa los siglos, advirtió sobre la perversión de los mecanismos de poder: «El más cruel de los despotismos es el que se ejerce bajo la máscara de la libertad». En una sociedad donde la calumnia se erigía como arma política, supo elevarse con estoica dignidad, afirmando que «las armas de la calumnia envilecen al que las usa y honran al que recibe sus golpes (…) es más fácil despreciar que responder». Su ideal era la construcción de «una sociedad en que los derechos individuales son respetados», porque solo allí habita la auténtica libertad.

     La vida de Varela fue la encarnación de esta coherencia, una coherencia que lo llevó al exilio, a la pobreza y a una suerte de transfiguración espiritual. Como magistralmente esbozó Cintio Vitier: «Así queda sintetizada por él mismo la gloriosa inadecuación histórica de este patriota y moralista nato cuya existencia fue acendrándose en espiritualidad hasta morir al mes siguiente del nacimiento de Martí, pobre y abandonado, en la pequeña ciudad de San Agustín de La Florida (donde había pasado su infancia y había decidido su vocación), en una atmósfera muy cercana a la santidad». Esta «gloriosa inadecuación» es el sello del profeta: no encajar en su tiempo porque su mirada estaba puesta en el porvenir. Su muerte, en la humildad de San Agustín, casi en el instante en que nacía José Martí, no fue un final, sino un tránsito. La antorcha del pensamiento propio, que él encendió, encontraría en el Apóstol su continuador más brillante.

     Hoy, cuando el ruido de los dogmatismos y la tentación de la uniformidad de ideas acechan de nuevas maneras, la voz de Félix Varela resuena con una urgencia palpitante. Nos recuerda que la patria no es un territorio, sino un proyecto ético construido sobre el pensamiento crítico, el respeto a la diversidad y la inquebrantable defensa de la ley frente al capricho. Él, el primero que nos enseñó en pensar, sigue siendo el faro que ilumina la senda de una Cuba que se piensa a sí misma, con libertad, con lucidez y, sobre todo, con esperanza.