Entre las paredes místicas de la Casa Vitier García Marruz, el aire adquirió otra densidad la tarde del treinta y uno. Un soplo de metal desgarró el silencio: Yasek Manzano, dueño de un trombón de varas, desplegó una versión libérrima de «Bésame mucho». La melodía, reconocible solo en su fantasma, se retorcía en síncopas y se abismaba en registros insospechados. Era la deconstrucción de un mito, el arrullo transformado en disonancia creativa. Luego, el bajo eléctrico de David Faya se incorporó, un sonido carnoso, una línea grave que tejió con el metal un dúo fantástico, tenso y perfecto.
Libertad es un trombón que reescribe un bolero.
Libertad es un bajo que camina solo.
El dúo se multiplicó. Armando Osuna en la percusión, transitando con naturalidad alquímica entre tumbadoras y cajón. Ángel Toirac al piano, surgiendo como el contrapunto cerebral, la mano izquierda creando mundos, la derecha destilando éxtasis de notas. Juntos, se lanzaron sobre «Caravan». Ahora, Yasek con la trompeta en la mano, le sacaba carcajadas metálicas, besos húmedos en la boquilla, lamentos desgarrados en sobreagudos imposibles. La cubanía no era un adorno; era el ímpetu rítmico que subvertía a Ellington, la audacia armónica que colonizaba el standard. Toirac desplegaba clústers que eran tormentas y después silencios de una paz oriental. Era un derroche de virtuosismo, sí, pero sobre todo de inteligencia sonora.
Para la intimidad, el fliscorno. Su sonido oscuro, aterciopelado, envolvió «Tres Palabras». La bacanal de «Caravan» cedió a un estado de gracia contemplativo. El bolero jazzeado respiraba en la penumbra. Faya percutía más que punteaba su bajo, marcando el pulso justo, esencial. Osuna tintineaba el cajón con una sabiduría de siglos. El escenario era ahora una confesión.
Luego, la corneta «Footprints» de Shorter, un viaje modal. Y en medio del trance post-bop, un guiño seco, un toque a degüello que irrumpió como un relámpago de historia, recordando guerras y mambises. Otro guiño, otra capa. Toirac y Manzano se enredaron en un diálogo de veloces, un duelo de artificios que era pura complicidad.
La noche mutó de nuevo con la llegada de Wendy Gálvez. El cuarteto se hizo quinteto. Su voz, una mezzo de alcance formidable, se elevó en «Alfonsina y el mar», arreglada por Faya en un Sol menor lúgubre y bello. Wendy no cantaba; era un instrumento de viento más. Se elevaba a estratosferas con facilidad pasmosa, y luego hundía su timbre en graves cavernosos. Su scat, un torrente de sílabas inventadas, era puro jazz cubano, una Ella Fitzgerald con sabor a caña y salitre. Yasek, de vuelta al trombón, fue su sombra elegante, su alterego melancólico.
La conexión se selló con «If you love me». La cantante lanzó la pregunta al abismo: «Si me quieres, dime que sí». Y el público, unánime, respondió con un «Sí» que era, más que una afirmación, un pacto, un latido colectivo. Canto antifonal, liturgia jazzística.
El clímax lo trazó Dayramir González subiendo al escenario. Al piano, bordó «El Manisero». Comenzó con una solemnidad casi clásica, para después arrancarle el swing, la declamación, el son montuno. Fue la consagración final, el círculo que se cierra: del pregón callejero a la sofisticación del jazz, todo es música, todo es raíz.
La Casa Vitier, ese taller de belleza, resistía así a la catástrofe. Frente al derrumbe exterior, por unas horas, solo hubo creación. Solo hubo libertad. Y esa libertad, como el jazz, no era una pregunta. Era una respuesta tocada en fliscorno, cantada en scat, percutida en cajón. Una respuesta que, afortunadamente, no necesita palabras.

