I
Yo dudo entre hacer una crónica fácil y ligera, o darme a pensar en esas agonías y decaimientos en que París se desenvuelve dentro de sus fecundísimas entrañas.
Yo no amo a París. Ha creado tantos edificios, ha acumulado tanta piedra, ha dorado todo esto con prisa tal de profusión, que a la par que las calles se realzan, los corazones se petrifican y se doran.—Yo no sé por qué fuerza de mi espíritu me alejo con una invencible repugnancia de las cosas doradas:[2]—viene siempre con ellas a mi memoria la idea de falsedad y de miseria ajenas. Y estos pensamientos me lastiman, porque yo creo absolutamente en la bondad de los hombres.—Todavía creo yo en ella, a pesar del doloroso contacto de París,[3] a pesar de su indiferencia ante sus vicios, a pesar de su placer en ellos, a pesar de ese Prometeo inmenso que acaricia y adora a su buitre.
En virtudes—y solo sobre base de virtudes se alzan pueblos respetables y nobles,—ese París desventurado fatígase de cantar las que tuvo,—y no le queda ya el pudor de mentir que las tiene.
Se llenan sus teatros, los bellos e incómodos teatros de París; y allí ese pueblo ficticio más extranjero en su ciudad que los ávidos extranjeros que la visitan, ese pueblo de arena y de onda, huérfanos con padres, madres sin hijos, pueblo sin patria y sin familia,—aplaude en masa aquellas disecaciones espantosas, aquella lastimadora anatomía, aquella escenificación de las miserias en que en el día vive, y gusta por la noche todavía de verse prolongado y repetido. París no aplaude en los teatros las obras que escucha. No tiene espacio para oírlas, porque con ellas se oye en sí. No cuida de la forma, porque se siente palpitar en ellas. En el lastimante teatro francés, París se aplaude a sí mismo.
Necia obra sería la que no diese al público de París, el espectáculo de este horrible dolor de que ellos ríen, y que a todo ánimo honrado exalta y angustia. Hay pueblos en que el matrimonio es base de producción de cuerpos vigorosos y almas sólidas. Hay teatros en que todo el ingenio se consagra a cimentar como sobre tierra fácil, sobre estas tempestades irreparables que alza en el corazón humano el adulterio. [A qué][4] buscar más dolores en el muy triste fondo de París? Acepta acaso un pueblo una pintura inexacta de sí mismo? El número de adúlteros en un teatro es la medida exacta del número de adúlteros de la sociedad que lo produce. París va a verse, y se regocija, y alienta, y aplaude: luego París se ve allí bien: luego yo sé por qué siento a veces este frío doloroso en medio de todas las fuerzas vivas y todos los activos calores de mi espíritu.
Teatro triste.—Han agotado los elogios de virtudes que no tenían: solo encuentran placer ahora en la representación brillante de sus vicios.
II
La tierra asiste a nacimientos y renacimientos:—Nunca se piensa tanto en ellos como cuando el ánimo se agita en todas las lujurias paganas entre las que parece que va agonizando la inmensa capital francesa. Yo creo que todo se reproduce y es la vida sucesión ilimitada—algún día se limitará—de idas y venidas.—El paganismo se ha reproducido ahora, y como al reproducirse todo cambia y se adelanta, el paganismo primitivo adoraba a lo menos dioses falsos, y este es demasiado inteligente, y adora como dioses a los hombres, o hace dioses posibles de sus miserables paganías!
El mal no es verdad.—Si el mal no fuera hijo del bien; si sobre cada átomo de lepra no vagase y se posase un soplo de virtud, ¿qué fuerza redentora habría salvado a esa tierra del empequeñecimiento de los hombres, dentro de su propio alto ser verdaderos dioses humanos?[5]
—Yo me siento: pues ¿sin la esperanza de llegar a ser Dios, consentiría yo en ser todavía hombre?
Yo comprendo que esto es una crónica rara, pero yo no puedo excusarme de amar más una reflexión que una noticia.
III
Sin embargo, los muertos son buenos. Han muerto ahora en París, Millet y Foucher. Yo no sé hasta qué punto no pueda decirse que un muerto es un vivo. Yo me lo digo en mí, de todo lo que a mis medidos ojos humanos parece que se muere. Pero si de alguien es esto siempre verdad, si es verdad que la hoguera de vida calienta después de ida la memoria del cuerpo que en existencia calentó,—lo es sobre todo de estas almas de luz que en su estancia humana en la tierra—no a su paso, porque tal vez no salen de ella—se han vertido en armonía, en versos o en colores.—Hay también inmortales oscuros; pero los que brillaron y encantaron, son también inmortales.—Es verdad que el nombre es cosa de hombre y, en tanto cuanto lo es, frágil e ible[6] pero al cabo es hermoso para los que aún quedamos en esta época del alma, amar sin las pequeñeces de una vida la atmósfera luminosa que dejó un cuerpo a la tierra,—cuando, fatigado de la vía, fue a buscar a lo hondo descanso o fatiga mejor.
Millet ha muerto, y con él un pintor laureado, no sé si más noblemente con la Legión de Honor, o con el cariño de aquellos campesinos de Barbizon que acompañaron el cadáver de su constante pintor al cementerio.
Con este vuelo de grandeza prestada que el ansia de imitación crea en los artistas impacientes, Millet torturó en 1849 las dulces inspiraciones de su espíritu plácido y tranquilo, y la censura hirió justamente el cuadro histórico[7] con que entonces se anunció.
¡Oh! La inspiración puede ser buena o mala; pero aunque sea mala, yo la amo, porque es inspiración. Yo amo lo incorrecto y desordenado, porque así están los árboles del bosque, y así corren las aguas de los ríos, y así crecen en sus plácidas orillas las flores y los musgos humedecidos por el beso enamorado de sus aguas.
La elegancia es buena, pero el acicalamiento es repugnante.
Millet trabajó ocho años, y de ellos surgió al fin con las líneas delicadas y los colores húmedos y los pastores rubicundos que se vendieron después a 20 000 y a 38 000 francos. ¿Por qué se ha de hablar de venta cuando se habla de las hermosas obras del espíritu?
Alejado una vez de esta vía errada en que un estudio excesivo de los maestros del arte ahoga o modifica en el alma de los pintores su natural espontánea inspiración; ceñido a la modestia seductora de sus cuadros de la verdadera belleza agreste; artista que pintaba los árboles y el cielo,—robó al fin con pintar tanto, al cielo sus colores y movimientos y murmullos a los árboles.—Estos son sus cuadros: árboles que se mueven, y cielo que es verdad.—¿Qué mucho que se haya ido pronto de la tierra, si lo llamaba a sí con hábitos tan dulces su hermosa y constante compañía?
Millet ha muerto, por más que me enoje confesar que ha muerto nada.
Nada muere. Todo morirá cuando todo esté completo. ¿Quién se atreve a decir que halla en sí cuanto siente que ha de ser y de hallar?
IV
Como Millet, Foucher.—Foucher fue poeta,—y poesía es emanación—para él luego extraviada en este cruzamiento loco de pequeñeces de lo grande, que a pedazos prodiga la inteligencia y se llama periodismo diario.
Foucher era activo, tanto como inteligente, y tanto como creador de obras parisienses. Criado al calor de Víctor Hugo, de él tuvo los reflejos y al poeta vigoroso quedó siempre el sol. Nada más que otro Miguel Ángel copiaría a Miguel Ángel. Y Víctor Hugo a Víctor Hugo. ¿A qué si cada uno es lo que es, y con ser hombre es ya noble, ha de querer ser lo que es ya otro? Me indignan estos servilismos de la forma, que indican empequeñecimientos del espíritu.
Foucher murió, y Víctor Hugo fue a ver a su hermana, esposa cariñosa del periodista. Él le diría nobles cosas, todas esas cosas altas que aquella alma venerable sabe decir. Yo he visto aquella cabeza, yo he tocado aquella mano, yo he vivido a su lado esa plétora de vida en que el corazón parece que se ancha, y de los ojos salen lágrimas dulcísimas, y las palabras son balbucientes y necias, y al fin se vive unos instantes lejos de las opresiones del vivir. El universo es la analogía. Así Víctor Hugo es una montaña coronada de nieves, de la que a montones se escapan rayos que recibe del mismo Padre Sol.
V
Se encamina todo París al Teatro de la Nueva Ópera. He aquí un coloso doble, que vi sin un sentimiento de grandeza y de admiración.
Grandor no es grandeza: así el Teatro de la Nueva Ópera.
Allí hay demasiadas piedras preciosas, demasiadas formas curvas, demasiadas cosas doradas. Han afeminado la piedra. ¿No es un contrasentido haber hecho un coloso afeminado?
Yo amo más una acción noble que un edificio poderoso. Me extravío quizás, pero ¿qué acumulación de piedras vale los brazos de aquel suizo que abarcó y clavó en su pecho cuantas lanzas alemanas alcanzó, para abrir con ellas paso a la independencia de su patria por aquel muro de hierro inexpugnable que la encerraba y la oprimía?
No sé su nombre, que es cosa humana; pero ¿quién no ama aquellos brazos, ya no humanos ni movibles, que salvaron con su heroísmo la independencia de la patria? Yo los amo, gran suizo.
VI
Y París vive, Phrynea impura, absorbedora de sus jueces.—Vive como Bizantium, indolente y espléndida. —Vive como París, podrido y exquisito.
Yo no lo amo. Él tiene en sus adulterios su agonía, y en Folies-Bergère su miserable mercado de mujeres.
Revista Universal, México, 9 de marzo de 1875.
[Mf. en CEM]
Tomado de José Martí: Obras completas. Edición crítica, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2010, t. 3, pp. 19-23.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Este artículo fue dado a conocer por Fina García Marruz. Véase “Un artículo desconocido de Martí”, Anuario Martiano, La Habana, Sala Martí de la Biblioteca Nacional, 1970, no. 2, pp. 111-119. (N. del E. del sitio web).
[2] Tal vez, por esa, entre otras razones, Martí no tenía en tan alta estima la obra de Rubens, el pintor holandés, “que todo lo quería de tisú y de oro, y aun en la misma carne femenina gustaba de ver los resplandores y pompa de las joyas”. [OCEC, t. 25, p. 53. (N. del E. del sitio web)].
[3] Durante su primer destierro en la metrópoli española, José Martí viajó a Francia desde Madrid por unos breves días, en el mes de diciembre de 1874. (N. del E. del sitio web).
[4] En el microfilme, palabras ilegibles. Se sigue la lección del Anuario Martiano, ob. cit., p. 116.
[5] Así en la Revista Universal.
[6] Así en la Revista Universal.
[7] Probablemente se refiere Martí al cuadro presentado por Millet a un concurso oficial, con un tema alegórico a la República francesa, en el cual no obtuvo ni siquiera mención. La figura de Mariana aparece en dicho cuadro con una paleta y pinceles. Según Paul Gsell (Millet, París, 1928), “los jurados consideraron sin duda un poco ingenua esta concepción del ideal republicano”.