Su vida, su obra y su genio.—Una fiesta literaria[2] en Nueva York.
Nueva York, abril 23 de 1887.
Señor Director de La Nación:
“Parecía un dios anoche, sentado en su sillón de terciopelo rojo, todo el cabello blanco, la barba sobre el pecho, la mano en un cayado”. Esto dice un diario de hoy del poeta Walt Whitman, anciano de setenta años,[3] a quien los críticos profundos, que siempre son los menos, asignan puesto extraordinario en la literatura de su país y de su época. Solo los libros sagrados de la antigüedad ofrecen una doctrina comparable por su profético lenguaje y robusta poesía, a la que en grandiosos y sacerdotales apotegmas emite, a manera de bocanadas de luz, este poeta viejo, cuyo libro pasmoso[4] está prohibido.
¿Cómo no, si es un libro natural? Las universidades y latines han puesto a los hombres de manera que ya no se conocen: en vez de echarse unos en brazos de otros, atraídos por lo esencial y eterno, se apartan, piropeándose como placeras, por diferencias de meros accidentes: como el pudín sobre la budinera, el hombre queda amoldado sobre el libro o maestro enérgico con que le puso en contacto el azar o la moda de su tiempo: las escuelas filosóficas, religiosas o literarias encogullan a los hombres, como al lacayo la librea: los hombres se dejan marcar, como los caballos y los toros, y van por el mundo ostentando su hierro: de modo que cuando se ven delante del hombre desnudo, virginal, amoroso, sincero, potente; del hombre que camina,[5] que ama, que pelea, que rema; del hombre que, sin dejarse cegar por la desdicha, lee la promesa de final ventura en el equilibrio y la gracia del mundo; cuando se ven frente al hombre padre, nervudo y angélico de Walt Whitman, huyen como de su propia conciencia, y se resisten a reconocer a esa humanidad fragante y superior el tipo verdadero de su especie, descolorida, encasacada, amuñecada.
Dice el diario que ayer, cuando ese otro viejo adorable, Gladstone, acababa de aleccionar a sus adversarios en el Parlamento sobre la justicia de conceder un gobierno propio a Irlanda, parecía él como mastín pujante, erguido sin rival entre la turba, y ellos a sus pies como un tropel de dogos. Así parece Whitman con “su persona natural”, con su “naturaleza sin freno en original energía”,[6] con “sus miríadas de mancebos hermosos y gigantes”,[7] con su creencia en que “el más breve retoño demuestra que en realidad no hay muerte”,[8] con el recuento formidable de pueblos y razas en su “Saludo al mundo”,[9] con su determinación de “callar mientras los demás discuten, e ir a bañarse y a admirarse a sí mismo, conociendo la perfecta propiedad y armonía de las cosas”;[10] así parece Whitman, “el que no dice estas poesías por un peso”,[11] el que “está satisfecho, y ve, baila, canta y ríe”,[12] el que “no tiene cátedra, ni filosofía, ni escuela”,[13] cuando se le compara a esos poetas y filósofos canijos, filósofos de un detalle o de un solo aspecto,—poetas de aguamiel, de patrón, de libro,—figurines filosóficos o literarios!
Hay que estudiarlo, porque si no es el poeta de mejor gusto, es el más intrépido, abarcador y desembarazado de su tiempo. En su casita de madera, que casi está al borde de la miseria, luce en una ventana, orlado de luto, un retrato de Víctor Hugo: Emerson, cuya lectura purifica y exalta, le echaba el brazo por el hombro, y se llamó su amigo: Tennyson, que es de los que ven las raíces de las cosas, envía desde su silla de roble en Inglaterra tiernísimos mensajes al “gran viejo”.
Robert Buchanan, el inglés de palabra briosa, “¡qué habéis de saber de letras,—grita a los norteamericanos,—si estáis dejando correr sin los honores eminentes que le corresponden la vejez de vuestro colosal Walt Whitman?” La verdad es que su poesía, aunque al principio causa asombro, deja en el alma, atormentada por el empequeñecimiento universal, una sensación deleitosa de convalecencia. Él se crea su gramática y su lógica: él lee en el ojo del buey y en la savia de la hoja: “Ese que limpia las suciedades de vuestra casa, ese es mi hermano”.[14] Su irregularidad aparente, que en el primer momento desconcierta, resulta luego ser, salvo breves instantes de portentoso extravío, aquel orden y composición sublimes con que se dibujan las cumbres sobre el horizonte.
Él no vive en Nueva York, su Mannahatta querida, su Manhattan de rostro soberbio y un millón de pies,[15] “a donde se asoma cuando quiere entonar un canto de lo que ve a la Libertad”: vive, cuidado por “amantes amigos”,—pues que sus libros y conferencias apenas le producen para comprar pan,—en una casita arrinconada en un ameno recodo del campo, de donde en un carruaje de anciano le llevan los caballos que ama a ver a los “jóvenes forzudos” en sus diversiones viriles, a los “camaradas” que no temen codearse con este iconoclasta que quiere establecer “la institución de la camaradería”,[16] a ver los campos que crían, los amigos que pasan cantando del brazo, las parejas de novios, alegres y vivaces como las codornices. Él lo dice en su Calamus,[17] el libro enormemente extraño en que canta el amor de los amigos: “Ni orgías, ni ostentosas paradas, ni la continua procesión de las calles, ni las ventanas atestadas de comercios, ni la conversación con los eruditos me satisface, sino que al pasar por mi Manhattan los ojos que encuentro me ofrezcan amor: amantes, continuos amantes, es lo único que me satisface”.[18]
Él es como los ancianos que anuncia al fin de su libro prohibido, sus Hojas de yerba: “Anuncio miríadas de mancebos gigantescos, hermosos y de fina sangre: anuncio una raza de ancianos salvajes y espléndidos”.[19]
Vive en el campo, donde el hombre natural labra al sol que lo curte, junto a sus caballos plácidos, la tierra libre; mas no lejos de la ciudad amable y férvida, con sus ruidos de vida, su trabajo graneado, su múltiple epopeya, el polvo de los carros, el humo de las fábricas jadeantes, el sol que lo ve todo, —”los gañanes que charlan a la merienda sobre las pilas de ladrillos, la ambulancia que corre desalada con el héroe que acaba de caerse de un andamio, la mujer sorprendida en medio de la turba por la fatiga augusta de la maternidad”.[20] Pero ayer vino Whitman del campo, para recitar ante un concurso de leales amigos, su oración sobre aquel otro hombre natural, aquella alma grande y dulce, “aquella poderosa estrella muerta del Oeste”,[21] aquel Abraham Lincoln.
Todo lo culto de Nueva York asistió en silencio religioso a aquella plática resplandeciente, que por sus súbitos quiebros, trenos vibrantes, hímnica fuga, olímpica familiaridad, parecía a veces como un cuchicheo de astros. Los criados a leche latina, académica o francesa, no podrían acaso entender aquella gracia heroica.
La vida libre y decorosa del hombre en un continente virgen ha creado una filosofía sana y robusta que está saliendo al mundo en épodos atléticos. A la mayor suma de hombres libres y trabajadores que vio jamás la tierra, corresponde una poesía de conjunto y de fe, tranquilizadora y solemne, que se levanta, como el sol del mar, incendiando las nubes, bordeando de fuego las crestas de las olas, despertando en las selvas de la orilla las flores fatigadas y los nidos. Vuela el polen, los picos cambian besos, se aparejan las ramas, buscan el sol las hojas, exhala todo música: con ese lenguaje de luz ruda habló Whitman de Lincoln.
Acaso una de las más bellas producciones de la poesía contemporánea es la mística trenodia que Whitman compuso a la muerte de Lincoln. La naturaleza entera acompaña en su viaje a la sepultura el féretro llorado. Los astros lo predijeron. Las nubes venían ennegreciéndose un mes antes. Un pájaro gris cantaba en el pantano un canto de desolación. Entre el pensamiento y la seguridad de la muerte viaja el poeta por los campos conmovidos, como entre dos compañeros. Con arte de músico agrupa, esconde y reproduce estos elementos tristes en una armonía total de crepúsculo. Parece, al acabar la poesía, como si la tierra toda estuviese vestida de negro, y el muerto la cubriera, desde un mar al otro. Se ven las nubes, la luna cargada que anuncia la catástrofe, las alas largas del pájaro gris. Es mucho más hermoso, extraño y profundo que El Cuervo[22] de Poe. El poeta trae al féretro un gajo de lilas.[23]
Su obra entera es eso.—Ya sobre las tumbas no gimen los sauces: la muerte es “la cosecha,[24] la que abre la puerta, la gran reveladora”: lo que está siendo, fue y volverá a ser: en una grave y celeste primavera se confunden las oposiciones y penas aparentes: un hueso es una flor. Se oye de cerca el ruido de los soles que buscan con movimiento majestuoso su puesto definitivo en el espacio: la vida es un himno: la muerte es una forma oculta de la vida: santo es el sudor, y el entozoario es santo: los hombres, al pasar, deben besarse en la mejilla: abrásense los vivos en amor inefable: amen la yerba, el mar, el animal, el dolor, la muerte: el sufrimiento es menos para las almas que el amor alegra: la vida no tiene pena para el que entiende a tiempo su sentido: de un mismo germen son la miel, la luz y el beso:[25] en la sombra, que esplende en paz como una bóveda maciza de estrellas, levántase con música suavísima, por sobre los mundos, dormidos como canes a sus pies, un apacible y enorme árbol de lilas.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Véase la crónica “El poeta Walt Whitman”, publicada en El Partido Liberal, de México, el 17 de mayo de 1887, que trata el mismo tema. (OCEC, t. 25, pp. 274-289). Lourdes Ocampo y Pedro Pablo Rodríguez tomaron las referencias a los poemas de Walt Whitman de Leaves of Grass, Seventh Edition, Osgood, Boston, 1881, que según los estudios facilitados por Anne Fountain fue la leída por José Martí para escribir esta crónica. Whitman fue incluyendo sus nuevos cuadernos y poemas en sucesivas ediciones de Hojas de hierba, por lo que se indican en cursivas los títulos de aquellos y entre comillas los de las poesías, más el paginado en la edición citada. Se recogen en el Índice de Nombres solo los títulos en español nombrados por Martí.
[2] En la tarde del 14 de abril de 1887, Whitman ofreció, en el Madison Square Theater de Nueva York, su lectura titulada “La muerte de Abraham Lincoln”, con motivo del aniversario del fallecimiento del presidente. Al atardecer, el poeta asistió a una recepción que le brindaron en el hotel Westminster de la ciudad, donde respondió a preguntas de amigos y admiradores.
[3] Whitman tenía 68 años de edad, pues nació el 31 de mayo de 1819.
[4] Hojas de hierba. En 1881, el editor Jameais R. Osgood, de Boston, aceptó publicar de nuevo la obra, cuya primera edición se había realizado en 1855. Comparada con las anteriores, era una versión bastante conservadora. No obstante, el Fiscal General de la ciudad la consideró “obscena”, exigió cambios que el autor se negó a cumplir y su circulación en Boston fue prohibida.
[5] Song of Myself, 21, p. 45: “I am he that walks with the tender and growing night”.
[6] Song of Myself, 1, p. 29: “Nature without check with original energy”.
[7] Song of Parting, “So long”, p. 381. “I annouce myriads of youths, beautiful, gigantic, sweet-blooded”.
[8] Song of Myself, 6, p. 34: “The smallest sprout shows there is really no death”.
[9] Salut au Monde!
[10] Song of Myself, 3, p. 31: “Knowing the perfect fitness and equanimity of things, while they discuss I am silent, and go bathe and admire myself”.
[11] Song of Myself, 47, p. 75: “I do not say this things for a dollar or to fill up the time while I wait for a boat”.
[12] Song of Myself, 3, p. 31: “I am satisfied —I see, dance, laugh, sing”.
[13] Song of Myself, 46, p. 73: “I have no chair, no church, no philosophy”.
[14] Song of Myself, 40, p. 66: “To cotton-field drudge or cleaner of privies (I lean, / On his right cheek I put the family kiss”.
[15] “A Broadway Pageant”, p. 193: “When million-footed Manhattan unpent descends to her pavements”.
[16] José Martí extrae la idea de Cálamo, “I Hear it was Charged against me”, p. 107: “I hear it was charged me that I sought to destroy institutions, / But really I am neither for nor against institutions, / (What indeed have I in common with them? or what with the destrutcion of them?) / Only I will establish in the Mannahatta and in every city of these States inland and seaboard / And in the fields and woods, and above every keel little or large that dents the wáter, / Without edifices or rules or trustees or any argumente, / The institution of the dear of comrades”.
[17] Cálamo.
[18] José Martí recrea el comienzo del poema que se presenta completo a continuación. Calamus, “City of Orgies”, p. 105. “City of orgies, walks and joys, / City whom that I have lived and sung in your midst will one day maske you illustrious, / Not the interminable rows of your houses, nor the ships ar the wharves, / Nor the processions in the streets, nor the bright windows with goods in them, / Nor to converse with learn’d persons, or bear mi share in the soiree or feast; / Nor those; but as I pass O Manhattan, your frequent and swift flash of eyes offering me love, / Offering response to my own —these repay me, / Lovers, continual lovers, only repay me”.
[19] Song of Parting, “So long”, p. 381. “I announce myriads of youths, beautiful, gigantic, sweet-blooded, / I announce a race of splendid and savage old men”.
[20] Song of Myself, 8, p. 35: “The flap of the curtain’d litter, a sick man inside borne to the hospital … What exclamations of women taken suddenly who hurry home and give birth to babes”.
[21] Memories of President Lincoln, “When Lilacs Last in the Dooryard Bloom’d”, 1, p. 255: “When lilacs last in the dooryard bloom’d”, / And the great star early droop’d in the western sky in the night”.
[22] José Martí tradujo un fragmento de este poema. Véase en OCEC, t. 21, pp. 468-469.
[23] José Martí refiere varios aspectos del contenido del poema “When Lilacs Last in the Dooryard Bloom’d”, del cuaderno Memories of President Lincoln.
[24] La idea de la muerte como cosecha aparece en el breve poema “As I Watch’d the Ploughman Ploughing”, del cuaderno Whispers of Heavenly Death: “As I watch’d the ploughman ploughing, / Or the sower sowing in the fields, or the harvester harvesting, / I saw there too, O life and death, your analogies; / (Life, life is the tillage, and Death is the harvest according)”.
[25] En la crónica “Nueva exhibición de los pintores impresionistas” publicada en La Nación, de Buenos Aires, el 17 de agosto de 1886, Martí escribe: “Ya se sabe que están hechos de una misma masa el polvo de la tierra, los huesos de los hombres, y la luz de los astros”.
“Tortura la ciencia, y pone al alma en el anhelo y la fatiga de hallar la unidad esencial, en donde, como la montaña en su cúspide, todo parece recogerse y condensarse. Emerson,[1] el veedor, dijo lo mismo que Edison, el mecánico. Este, trabajando en el detalle, para en lo mismo que aquel, admirando el conjunto. El Universo es lo universo. Y lo universo, lo uni-vario, es lo vario en lo uno. La naturaleza “llena de sorpresas” es toda una. Lo que hace un puñado de tierra hace al hombre y hace al astro. Los elementos de una estrella enfriada están en un grano de trigo. Lo que nos mantiene sobre la tierra está en la tierra”. [“Novedades de New York”, El Partido Liberal, México, 5 de marzo de 1887, OCEC, t. 25, p. 180. (N. del E. del sitio web)].