“Ramona es un libro que no puede dejarse de la mano; se le lee día y noche, y no se quisiera que el sueño nos venciese antes de terminar su lectura: está henchido de idealismo juvenil, sin dulzores románticos; de generosidad, sin morales pedagógicas; de carácter, sin exageradas minimeces; de interés, alimentado con recursos nuevos, sin que el juicio más descontentadizo tenga que tacharlo de violento o falso. Lo atraviesa, como un rayo de luz, un idilio de amor americano. El ingenio hace sonreír, allí donde la pasión acaba de estallar. El diálogo pintoresco sucede a una descripción que rivaliza en fuerza de color con la naturaleza. No es un libro de hediondeces y tumores, como hay tantos ahora, allí donde la vida se ha maleado; sino un lienzo riquísimo, un recodo de pradera, un cuento conmovedor, tomado, como se toma el agua de un arroyo, de un país donde todavía hay poesía. Las palabras parecen caídas de los labios mismos de los ingenuos interlocutores: el escenario, distinto en cada página, tiene todo el brillo de la pintura con el encanto de la historia: la acción, noble y ligera, se traba con tal verdad y alcance que allí donde la mujer más casta encuentra sano deleite, halla a la vez el crítico un libro digno de su atención y una robusta fábrica literaria”.
Eso dice de esta novela, verdaderamente notable, uno de sus críticos norteamericanos. Dice la verdad. Pocos libros interesan más que Ramona, y pocos dejan una impresión tan dulce. El primoroso gusto de su autora afamada, de Helen Hunt Jackson, le permitió escribir una obra de piedad, una obra que en nuestros países de América pudiera ser de verdadera resurrección, sin deslucir la magia de su cuento, la gracia de su idilio, la sobria novedad de sus escenas trágicas, la moderación artística de sus vigorosas descripciones, con aquel revolver de una idea fanática que no sienta en una obra de mero recreo y esparcimiento. Este libro es real, pero es bello. Las palabras relucen como joyas. Las escenas, variadas constantemente, excitan, con cuerdos descansos, las más diversas emociones. Los caracteres se sostienen por sí, y se albergan como entes vivos en el recuerdo después de la lectura. “¡Gracias!”, se dice sin querer al acabar de leer el libro; y se busca la mano de la autora, que con más arte que Harriet Beecher Stowe hizo en pro de los indios, en pro acaso de alguien más, lo que aquella hizo en pro de los negros con su Cabaña del Tío Tom. Ramona, según el veredicto de los norteamericanos, es, salvas las flaquezas del libro de la Beecher, otra “Cabaña”.
Helen Hunt Jackson, que tenía en su naturaleza “extraña mezcla de fuego y brillo de sol”; que, según otro de sus biógrafos, reunía a la sensatez de su amigo Emerson “toda la pasión y exuberancia tropicales”; que en su célebre Siglo de infamia es arrebatada como nuestra elocuencia y punzante como nuestras tunas; que en sus graves versos tiene la claridad serena de nuestras noches y el morado y azul de nuestras ipomeas, pinta con luz americana paisajes, drama y caracteres nuestros, sin que la novedad del asunto exagere o desvíe la verdad de lo que copia, sin que la gracia femenina haga más que realzar con atractivo nuevo la constante virilidad literaria, sin que la mira piadosa con que escribe le lleve a descuidar en un párrafo o incidente solo la armonía artística y meditada composición del libro, sin que el haber nacido en Norteamérica le oscureciese el juicio al estudiar, como estudió, en los manuscritos de los misioneros, en los archivos de sus conventos, en los papeles de las infelices familias mexicanas, la poesía y nobleza seductoras con que avasalla a sus rivales natos nuestra raza. Como Ticknor escribió la historia de la literatura española, Helen Hunt Jackson, con más fuego y conocimiento, ha escrito quizás en Ramona nuestra novela.
¿Deberá decirse aquí el estilo coloreado, la trama palpitante, la acabada y dramática pintura de nuestras antiguas haciendas, la alegre casa mexicana y su orden generoso, la mestiza arrogante que en la persecución y en la muerte va cosida a su indio, la belleza del país por donde pasan en su huida, el bíblico rincón donde amparan sus últimos ganados, su niña de “ojos de cielo”, sus desesperados amores, hasta que los echa de él, como bestias perseguidas, alumbrándose con las astillas de la cuna rota, la vencedora raza rubia? Aquella vida serena de nuestros viejos solares campesinos; aquella familia amorosísima, agrupada, como los retoños al tronco del plátano, junto a la madre criada en la fe de la iglesia; aquellos franciscanos venerables, por cuya enérgica virtud pudo levantarse, con la fortaleza de los robles donde cobijaba su primer altar, una religión desfallecida; aquel manso infortunio de los indios, sumisos, laboriosos y discretos; y luego la catástrofe brutal de la invasión, la llamarada de la rebeldía, la angustia de la fuga, el frío final de muerte, sin que se extinga el sol ni palidezca el cielo, viven en estas páginas como si los tuviéramos ante los ojos. Resplandece el paisaje. El libro nos va dando hermanos e ideas. Se ama, se reposa, se anhela, se padece, se asiste a una agonía histórica en una naturaleza rebosante. Un arte sumo distribuye con mesura los fúlgidos colores. Se disfruta de un libro que sin ofender la razón calienta el alma, uno de los pocos libros que pueden estar a la vez sobre la mesa del pensador y en el recatado costurero. Todos hallarán en Ramona un placer exquisito: mérito el literato, color el artista, ánimo el generoso, lección el político, ejemplo los amantes, y los cansados entretenimiento.[2]
New York, setiembre de 1887
Tomado de José Martí: Obras completas. Edición crítica, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2011, t. 21, pp. 155-157.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Prólogo al libro Ramona de la escritora norteamericana Helen Hunt Jackson
[2] Véase la traducción de Martí en el t. 21 de OCEC, pp. 159-425.