PETER COOPER[1]

Ha muerto[2] un padre de hombres. New York quería a Peter Cooper como Grecia quiso en un tiempo a sus ancianos; y la ciudad, cuando supo su muerte, puso a media asta sus banderas, reunió en sesión de luto sus corporaciones y senados, arrancó todas las flores de sus jardines, y fue a regarlas al paso del cadáver del hombre benévolo. El día de su entierro, los carruajes detuvieron su curso; las grandes tiendas por cuyo frente cruzó el séquito suspendieron sus pingües negocios; las grandes avenidas de la ciudad ofrecían un aspecto solemne; y las mujeres mismas, en las ventanas, se quitaban al paso del cadáver, como para honrarlo mejor, sus sombreros de cintas de colores.

     Peter Cooper vivió noventa y tres años, y no ha cesado en ellos de hacer bien. Hubo siempre a la vez en su hermosa naturaleza algo de gigantesco y femenil. La voz de un pobre le hacía romper en llanto, y, como evocación de mago, brotar de su mano la limosna; pero nadie luchaba como él por arrancar secretos a la naturaleza, ni halló tan varios modos de enfrenar sus iras, domar su hostilidad, y aprovechar sus fuerzas. Acumuló millones, y dio millones a los pobres. Nació trabajador, y lo fue siempre. Cuando se vio rico, no apartó de sí a los miserables, sino que les fabricó universidad de artes e industria, para que venciesen como él los obstáculos de la vida, y se salvasen de la miseria.—Se sintió siempre pobre; y hace pocos meses, cuando vendría acaso de regalar decenas de miles de pesos al Instituto de Artes y Ciencias Industriales que ha creado,—como se rompiese una de las correas de su carruaje, y no pudiera este seguir marcha, se bajó de él; de un listón de madera hizo aguja, de un cordel hilo,—y en medio de la muchedumbre que se aglomeraba respetuosa, muda de asombro y cariño, ayudó a su cochero a coser la correa; y al poner el pie en el estribo, y acomodarse el ancho gabán, sobre cuyo cuello caían en profusión, como halo de astro, los blancos cabellos, daba tiernos consejos a los jóvenes sobre la utilidad de saber hacer las cosas por sí mismo, a lo que respondía la multitud,—que en presencia de aquel hombre bueno se sentía mejor,—ondeando los sombreros, y aclamándole, y llenando las calles vecinas con el estruendo de hurrahs[3] fervorosos.

     Nada es más adecuado que la vida de Peter Cooper para calmar la impaciencia que ciega y trastorna a las clases trabajadoras. Nació de padres tan pobres, que a los cinco años ya ayudaba a sus padres a vender cerveza; a los diez años, era sombrerero; a los quince, trabajador en coches e inventor de máquinas para mejorarlos; a los veinte, fabricante de máquinas de cortar telas; a los 29, artesano holgado cuya mujer guisaba la comida, por lo que, como el buen Peter había de mecer al niño mientras se hacía el guiso, inventó una máquina que a la vez mecía al niño, espantaba los insectos que turbaban su sueño, y ponía en movimiento una caja de suave música. A poco, con el producto de las máquinas que construía, mejoraba e inventaba, aunque no había aprendido mecánica en escuela alguna, ni con maestro alguno, ni en más libro que en la observación de la naturaleza,—compró tierra en New York, y tienda de víveres; edificó casas; adquirió una vasta zona de terreno; sacó hierro de los montes; construyó hornos ciclópeos para hervirlo; echó abajo selvas enteras para calentarlos; descubrió hierros nuevos, y modo de vaciar las minas de lo alto, y por una cintura colosal en torno de la mina, enviar pendiente abajo hasta el depósito los grandes baldes cargados de mineral, que una vez vacíos, eran de nuevo empujados hacia la mina alta, por los siguientes baldes llenos, que los lanzaban de rebote monte arriba en busca de la carga nueva. Si un pantano le salía al paso, lo secaba. Si no podían las máquinas de su tiempo doblar las curvas, y saltaban en pedazos en el intento, él inventaba la caldera tubular, ponía al vapor riendas seguras, y echaba a andar por la América la primera locomotora que logró verdadero éxito. Él no veía la ciencia como un libro escrito en letras mágicas, entendible solo para los privilegiados, sino como el cúmulo de respuestas que la naturaleza daba a las preguntas del hombre tenaz. Jamás se le presentó obstáculo físico, que no venciera con un fácil alarde de su mente, fértil en inventos. Se complacía en hacer bullir en las retortas de su gabinete elementos diversos, y a las luces fantásticas de aquel incendio de simples, que llenaban de colores de arcoíris el sombrío salón, hallaba combinaciones ingeniosas, de algunas de las cuales hizo fábrica que hoy rinde a sus hijos por centenares los miles de pesos.

     Pero no bien le caía un centavo en las arcas, ya andaba en busca de quien lo había menester. Miraba a los trabajadores como a propios hijos, y los llevó siempre consigo, y en su corazón, y alzados en sus brazos, a las eminencias a que le empujaron la estimación de los hombres y su cuantiosa fortuna. Jamás cerró su puerta a visitante pobre, ni dejó de ayudar a inventor en penuria, ni a honrado en escasez, ni a viuda en lágrimas; ni apartó nunca el oído de las cuestiones encrespadas que a los trabajadores interesan, ni la mano de la pluma para defenderlos.

     Pero quien había ido tantas veces a las entrañas de la tierra en demanda de sus secretos, cuya posesión y aprovechamiento hacen fácil la vida y la alivian,—había de ir también, puesto en estos problemas, a sus raíces, y a la busca de fecundos remedios. No era, como otros tantos, expositores pretensiosos de los males que veía; ni como muchos más equivocadores de la justicia con la ira, y azuzadores ciegos de un mal que no saben dirigir. No veía en la cólera un bálsamo, sino un tósigo. Por sobre todas las cosas ponía la ley de amor. Preferible le parecía retardar una solución a tomar una violenta, que a su juicio era retardar aún más la solución real. Como la vida había cedido mansamente al empuje de su voluntad y de su inteligencia, aseguró que al empuje de ambas la vida cede siempre. Y vio el remedio de los males de la clase trabajadora en el ennoblecimiento del carácter, que las disgusta de las soluciones brutales y excesivas, y en el cultivo de la inteligencia, que las hace indispensables a los demás, útiles a sí mismas y formidables. Para él, la inteligencia es la fuerza suma; y toda fuerza, por inveterado que sea su dominio, por prestigiosa que la hagan sus triunfos, por sólida que parezca a ojos que ven ligeramente,—cede,—como helechos del río a las aguas incontrastables de la catarata,—al empuje de la inteligencia.

     Y luego, ¡había él buscado en sus mocedades tantas veces en vano respuesta a sus preguntas! ¡se había detenido tantas veces triste ante la naturaleza muda! ¡había envidiado él tantas veces, pobre trabajador, pobrecillo cosedor de sombreros, humilde constructor de coches, a los que en buenos libros y buenas escuelas aprendían lo que él anhelaba saber: Física, Química, Artes Industriales y Mecánicas!—¡se había compadecido tantas veces a sí propio, y mirado como pobre máquina de vapor suelta en medio de magnífica comarca, mas sin rieles! ¡Hay tanta diferencia, de un trabajador ignorante, mero diente de rueda o palanca de máquina, a un trabajador inteligente, —vapor que la mueve! Su alma llena de piedad quiso ahorrar a los hombres los trabajos que él había padecido en medio de ellos:—curar heridas, sembrando amores;—librar a la generación nueva de artesanos de las acerbas angustias, de las vagas aspiraciones dolorosas y coléricas, de las zozobras y soledad que afligieron tantas veces su generosa vida! Quiso limpiar de zarzas el camino de los hombres nuevos. Y fundó, para enseñar artes y ciencias industriales gratuitamente, el Instituto de Cooper. Tiene el Instituto otro nombre oficial; pero este es el nombre con que lo conoce la nación y lo celebran por todo el Universo. Allí iba él todos los sábados, del brazo de su hija,[4] a sentarse entre sus discípulos, a pedir a los maestros eminentes que no perturbaran el espíritu ni cohibieran la libertad de los artesanos estudiantes con la enseñanza del propio credo religioso de él, ni con el credo de otra religión alguna: allí iba a ver qué nueva sala hacía falta; qué nueva cátedra era requerida por las necesidades nuevas del mercado industrial; qué empleo podría hallarse para los que acababan de terminar sus estudios en el Instituto, como si creyera deber suyo apartar de los labios de todos los hombres la copa amarga de la vida. ¡No en vano sentía él que su vida radiosa, como incienso que un supremo sol arrebola y matiza, ascendía al son de tiernas músicas a los palacios de la luz suprema! No en vano la ciudad entera rindió homenaje a este gran caballero del amor, y cantó loas entusiastas que, como brisa de alas, levantasen su espíritu a las moradas de la paz dichosa! No en vano le pusieron sobre el pecho, como emblema de su vida, un lirio recién abierto; y acompañaban a pie millares de hombres y mujeres el cadáver venerado por las calles y plazas suntuosas, que parecían, con su amante sigilo y calma súbita, unir estrofa colosal al himno público!

     ¡Oh! ¡hombre venturoso, aquel sobre cuyo pecho, después de 93 años de vida en la tierra, se abre un lirio!

[José Martí]

La Ofrenda de Oro, Nueva York, mayo de 1883.

Tomado de José Martí: Obras completas. Edición crítica, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2010, t. 17, pp. 101-104.

Otros textos relacionados:

* “Pedro Cooper, amigo de los hombres”, en “Una pelea de premio”, La Opinión Nacional, Caracas, 4 de marzo de 1882, OCEC, t. 9, pp. 263-264.

* “Peter Cooper”, La Nación, de Buenos Aires, el 3 de junio de 1883, OCEC, t. 17, pp. 76-82.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] Este texto fue publicado por primera vez en el Anuario Martiano (La Habana, Sala Martí de la Biblioteca Nacional, 1972, no. 4, pp. 125-128), con una nota introductoria de Cintio Vitier bajo el título “Dos artículos desconocidos de Martí”. (N. del E. del sitio web).

[2] Peter Cooper falleció el 4 de abril de 1883.

[3] En inglés; hurras.

[4] Sarah Amelia Cooper.