Pero a Peter Cooper no bastaba aliviar, sino redimir. La beneficencia es un narcótico: mas no efectiva medicina. Seca las lágrimas en el rostro; pero no seca la fuente de las lágrimas. Y Peter Cooper, que había comenzado con los pies descalzos la jornada lacrimosa, quiso fortalecer los pies de los hombres para la jornada. ¿De qué vale aprender en las escuelas palabras cuyo sentido no se entiende, números cuyas combinaciones caprichosas huelgan en la mente cual en caja de médico dislocados y fríos huesos, y estos o aquellos límites geográficos, que un ala de la memoria trae al cerebro, y otra ala se lleva? ¡Pues sacad a los desventurados de esas urnas de vida—que tales debieran ser las escuelas,—y ved si con esas adargas y con esos escudos puede librar bien la batalla! Viven los hombres de mero azar, y de la bondad de otros, y de crearse por sí laboriosamente en la época mayor, lo que en la menor, de preparación, debieran haber aprendido sin labor alguna. Puesto que a vivir viene el hombre, la educación ha de prepararlo para la vida. En la escuela se ha de aprender el manejo de las fuerzas con que en la vida se ha de luchar. Escuelas no debería decirse, sino talleres. Y la pluma debía manejarse por la tarde en las escuelas; pero por la mañana, la azada.
Así Peter Cooper, que anheló aprender y no tuvo dónde—imaginó, cuando ya le iban contados los sesenta y cuatro años de su hermosa vida,—abrir casa de industrias, artes y ciencia, a los que han de vivir de la labor que las requiere. ¿No enseñaréis a cabalgar al que ha de ser jinete del desierto? Pues enseñad la Tierra, la Tierra viva, múltiple y palpitante, al que ha de vivir en ella y de ella! Alzáronse los arcos solemnes; tendiéronse los pavimentos espaciosos; pobláronse de millares de libros los anaqueles; sentáronse eminentes maestros en las cátedras; abriéronse de par en par las puertas; y entráronse por ellas, como por aguas de río de redención, los trabajadores incultos: ¡allá van unos, a la cátedra de Química! ¡Allá van otros, a la de Grabado en madera, a la de Fotografía, a la de Dibujo práctico e industrial, a la de Mecánica! Juntos vienen en la bulliciosa muchedumbre hombres y mujeres, que en la noble casa aprenden artes de vida, y toman de ellas grado a fin de año, y salen—puesta la mano en las riendas de la Fortuna,—a servir en el empleo que la casa misma a veces proporciona! Entrad: ¡qué silencio! Dos mil hombres leen. Seguid: ¡qué hermosura! Trescientas jóvenes estudian. Y mirad por estos vastos corredores, y magníficas salas: hierven grupos que esperan a los maestros del Instituto que vendrán a explicarles cómo se manejan tales instrumentos, o dirigen tales aparatos, o se mueven las fuerzas sociales, o se almacena y radifica la electricidad, o como Peter Cooper quiere que se diga [que] la única religión digna de los hombres es aquella que no excluye a hombre alguno de su seno.
Y ya ha muerto! ya ha muerto! Ya no vendrá, como tenía de uso, cada sábado, apoyado en el brazo de su hija,[4] a visitar a su Instituto amado. Ya no verán sus ojos aquella juvenil muchedumbre agradecida, que le aguardaba al pie de las escaleras, y lo atajaba por las calles, y llenaba los vientos de sus hurras, y ondeaba frenéticamente en su aplauso los sombreros. Ya no se apartarán para dejar pasar su coche, y saludarlo con respeto, las gentes recias y poco ceremoniosas que guían carruajes y carros de carga. Ya no le esperarán seguros de la dádiva, como lo esperaban cada día y se colgaban a la portezuela de su coche, racimos de pobres. Ya no bajará en día pleno, de su carruaje viejo y agrietado, y ayudará a su cochero con sus manos de 93 años, que han amasado millones, a coser con una aguja de palo y un cordel una correa rota, ni desde el estribo de su carruaje hablará ya más, como aquel día, a la multitud que se ha congregado conmovida para verlo, y que a altísimas y prolongadas voces aclama a su sencillo bienhechor!
La ciudad entera ha ido tras su féretro. Alrededor de la iglesia en que yacía, apiñábase, bajo la lluvia, muchedumbre tan grande que parecía como si quisiese llevarse sobre sus hombros a la iglesia. En seis horas, vieron al anciano muerto 15,000 neoyorquinos.
El templo era un cesto de flores, las calles una alfombra de cabezas descubiertas. Senado, Cámara, Municipios, Cuerpos de Comercio, todos han anunciado su luto, lo han proclamado padre de la nación, y llevan cinta negra al brazo.
En las casas, al oír su nombre pónense de pie hombres y mujeres y niños,—y sirvientes. Y en las ventanas al ver pasar su féretro,—por delicado y nunca visto homenaje,—se quitaban sus sombreros de colores y de plumas las mujeres!
La Nación, Buenos Aires, 3 de junio de 1883.
Tomado de José Martí: Obras completas. Edición crítica, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2010, t. 17, pp. 76-82.
Otros textos relacionados:
- “Pedro Cooper, amigo de los hombres”, en “Una pelea de premio”, La Opinión Nacional, Caracas, 4 de marzo de 1882, OCEC, t. 9, pp. 263-264.
- “Peter Cooper”, La Ofrenda de Oro, Nueva York, mayo de 1883, OCEC, t. 17, pp. 101-104.